Gueorgui Martinov - 220 dias en una nave sideral

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220 dias en una nave sideral: краткое содержание, описание и аннотация

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— Se realizó el ensueño de todos los astrónomos de nuestra Tierra! — exclamó Paichadze, cuando todo hubo terminado —. ¡No nos habríamos atrevido ni siquiera a tener la esperanza de semejante suerte! ¡Soy el más feliz de los astrónomos!

— ¡Yo también! — hizo eco Belopolski, con una amplia sonrisa en su rostro generalmente hosco, y con una voz llena de rara dulzura —. Ahora ya no tengo nada más que desear. Excepto Marte, naturalmente — añadió.

Para mí, el acontecimiento revistió un interés especial. Mi colección de fotografías se enriqueció con unos ejemplares únicos en el mundo. Gracias a que mis aparatos estaban siempre listos para toda eventualidad, pude fotografiar ese acontecimiento casi fantástico del principio al fin.

— Si usted no hubiera estado listo, quizás no habríamos logrado sacar ni una foto — me dijo Kamov —, y eso habría resultado lamentable para la ciencia. ¿Recuerda sus dudas de si su trabajo justificaría su participación en nuestro vuelo? Su presencia está ampliamente justificada nada más que por el día de hoy.

El encuentro casi fatal se produjo a las veintiuna y quince. Iba a retirarme a mi camarote a descansar, cuando de repente empezó a funcionar el radioproyector. Su redoble repercutía en la nave y el corazón se llenaba de angustia al intuir la amenaza de un peligro desconocido. La señal de alarma no había sonado nunca, desde nuestra partida de la Tierra.

Kamov se precipitó hacia el tablero de mando, pero yo no lo seguí sino que me quedé clavado en el lugar donde estaba al comenzar la alarma. Paichadze se quedó como petrificado al lado de la ventana, mirando al comandante. Yo permanecí tenso, a la espera de una orden. La nave tuvo un estremecimiento, un sacudón que me proyectó fuertemente contra la pared. Un ruido espantoso abrumaba los oídos. Por un instante pensé en una catástrofe, pero enseguida me di cuenta de que Kamov había puesto en marcha uno de los motores y, sin los cascos, oíamos por primera vez el bramido en toda su intensidad.

Por suerte el estrepitoso rugido no duró más de cinco minutos y de nuevo se restableció la calma y me sentí más libre del peso repentino. Estaba mareado, con zumbidos en los oídos, pero al ver ante el tablero de mando el rostro concentrado y serio, pero sereno, de Kamov, me di cuenta de que el peligro desconocido había pasado.

— ¡A las ventanas del lado izquierdo! — gritó —. ¡Melnicov, a los aparatos! — y se pegó al periscopio.

Me precipité al aparato cinematográfico montado en la pared izquierda de la nave y sin entender nada todavía pero rápido como un rayo abrí el objetivo y enchufé la cinta. Luego, con rapidez febril, tomé la cámara portátil y abrí mi ventana. Primero no vi nada más que lo habitual, un abismo oscuro sembrado de innumerables puntos luminosos. Todo parecía estar como siempre.

Pero allá nomás, frente a nosotros, por la borda de la nave, empezó a divisarse la línea iluminada de algo inmenso que crecía y aumentaba a la vista y se precipitaba a velocidad tremenda directamente sobre la nave.

Veía fantásticas montañas y rocas, promontorios agudos, hendiduras profundas y negras, una montaña colosal iluminada por el sol que iba a aplastar la nave intrépida que se adelantaba a su encuentro.

Durante un instante, la masa informe tapó las ventanas, obstruyendo todo el espacio visible. Estaba tan cerca que parecía alcanzable si se pasara la mano por la ventana para tocar su superficie gris claro, en la que, saltando por las rocas y cayendo en los profundos abismos se reflejaba con la rapidez del rayo, la sombra de nuestra nave. Luego vimos un borde desigual y toda la masa pareció hundirse y derretirse en el espacio, desapareciendo con rapidez inimaginable. Otra vez volvió a centellear la profundidad estrellada del universo. Otra vez el vacío inconmensurable volvió a rodear la nave, como si jamás hubiese existido el monstruoso fragmento vertiginosamente lanzado en nuestra ruta y que casi interrumpiera nuestro viaje.

Todo esto ocurrió en no más de veinte segundos.

Estupefacto y aturdido dejé de dar vuelta a la manivela y detuve el aparato, pues no había nada más que fotografiar.

Kamov dio un profundo suspiro. Su rostro estaba muy pálido. Sacó un pañuelo y con ademán cansado se lo pasó por la frente.

— ¿Qué fue esto? — pregunté en voz baja a Paichadze.

Un asteroide me contestó uno de los planetas enanos desconocidos para - фото 4

— Un asteroide — me contestó —, uno de los planetas enanos, desconocidos para los astrónomos terrestres.

— Nosotros fuimos los primeros en verlo y… de tan cerca — dijo Belopolski.

— Semejante probabilidad tenía una sola posibilidad entre millones — dijo Kamov —, pero jamás podré perdonarme mi propia presunción al declarar que era imposible.

— ¿Por qué dice eso? — intervino Paichadze —. Es después de la órbita de Marte que habría que prever un encuentro con un asteroide. Cerca de la órbita de la Tierra son muy raros, y lo que ocurrió recién es un caso excepcional y muy poco frecuente.

— Pero este caso poco frecuente podía costarles la vida — dijo Kamov.

— A usted también — interpuso Belopolski —. La técnica moderna no es capaz, todavía, de prevenir semejantes accidentes, y nadie podría ser culpado si ocurriera.

Kamov guardó silencio unos segundos antes de replicar Usted tiene razón - фото 5

Kamov guardó silencio unos segundos, antes de replicar:

— Usted tiene razón, claro. Pero me estoy culpando de haber mencionado la imposibilidad de semejante encuentro. Es una lección provechosa, no solamente para nosotros, sino también para todos los astronautas del porvenir. ¿Quién está de turno en el tablero?

— Yo — dijo Belopolski.

— Bueno, entonces siga — dijo Kamov saliendo del observatorio.

— ¿Usted quería descansar? — me preguntó Paichadze cuando la puerta se cerró detrás de Kamov —. Vamos juntos. Por hoy basta. No ha de pasar nada más.

Entramos en nuestra cabina y nos instalamos confortablemente en nuestras redes, a ambos lados de la ventana redonda.

— Estoy pensando en lo que dijo Belopolski — musité —. ¿Se acuerda usted cuando dijo que la técnica moderna no estaba aún capacitada para prevenir un encuentro como el que nos amenazó hoy? ¿Acaso no se podría conectar el radar o radioproyector con un aparato que desviara automáticamente a la nave, en caso de aparecer un obstáculo? ¿Algo como un robot o un piloto automático?

— No existe aún semejante aparato. Lo que es aplicable a un aeroplano no lo es para una nave interplanetaria. No olvide que volamos por inercia, sin que trabajen los motores. Para modificar la dirección del vuelo hay que ponerlos en marcha. Ningún aparato automático es capaz de hacer el cálculo anticipado de si ha de producirse un choque de la nave con el obstáculo potencial o no, y a qué lado hay que dirigirse para esquivar el golpe. Todavía no hay — añadió —, pero en el porvenir habrá.

— En eso no he pensado. Por lo tanto, cabe felicitarse de que la suerte nos haya favorecido.

«La Suerte»… — repitió Paichadze —. Nuestro comandante tiene la mirada sagaz y la mano firme. En el momento del encuentro, solo vi el obstáculo frente a nosotros, y cuando apareció el asteroide lo noté después de la señal de alarma. Se encontraba más a la derecha y más arriba de nuestra trayectoria. El choque parecía inminente. Cualquiera, en lugar de Kamov, habría desviado a un costado, pero Serguei frenó la nave y dejó pasar el planeta casi rozando nuestras narices. Hay que poseer un ojo avizor y una sangre fría excepcionales para maniobrar así. Tenga en cuenta que no tenía ni un segundo para sopesar pros y contras.

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