Gueorgui Martinov - 220 dias en una nave sideral

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220 dias en una nave sideral: краткое содержание, описание и аннотация

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¡Es nuestro deber ante la Ciencia!

Las dos terceras partes de nuestra travesía se efectuaron satisfactoriamente. Esperemos, pues, que el último tercio llegue a realizarse de la misma manera.

EN LAS TINIEBLAS DE LA NOCHE

El 10 de julio de 19…

La astronave de Charles Hapgood, lista para el despegue, encontrábase en una plataforma especialmente erigida para ella en el centro de un vasto campo elegido por Hapgood para su cohetódromo.

Durante los últimos días previos a la partida, la prensa norteamericana anunció profusamente el próximo vuelo a Marte y Hapgood tenía que ingeniárselas para salvarse de los innumerables corresponsales que lo asediaban.

En sus numerosos artículos, Bayson cantaba loas a Hapgood y el ambicioso constructor le otorgaba su simpatía, sin poder reprimir algunas bromas a expensas del aplomo con que el periodista aludía a la ciencia astronáutica, pese a que la desconocía por completo.

— Nuestro vuelo está de moda — solía decir Bayson en contestación a las mofas de Hapgood —. ¿Por qué no escribe usted mismo, entonces? El público quiere saber algo de astronáutica.

— No tengo tiempo — replicaba el ingeniero.

En efecto, estaba enteramente absorbido por los preparativos de su vuelo y cuanto más se acercaba la fecha de la partida, tanto más era presa de esa fiebre «anticipadora».

El 10 de julio, una inmensa muchedumbre se había reunido en el campo de despegue, desde la mañana. La zona del cohetódromo era comparativamente poco poblada y la mayoría de la gente había acudido desde otras ciudades del país, así como de Nueva York y Washington, para presenciar la partida de la astronave. Había muchas banderas norteamericanas, izadas por espectadores de inspiración patriótica. La policía montada velaba por el orden y para que los curiosos no se acercaran a la nave.

El despegue estaba programado para las ocho de la mañana.

Las comisiones del deporte, especialmente invitadas por Bayson, inspeccionaron los sellos aplicados al tablero de mando y, habiéndose despedido de ambos navegantes, abandonaron la nave.

Hapgood y Bayson quedaron solos a bordo. Ambos vestían trajes de goma, como buzos, puesto que debían sumergirse en agua para combatir los efectos de la supergravedad quintuplicada en el momento del despegue, cuya aceleración tenía que alcanzar cincuenta metros por segundo, lo que representaba un grave peligro para el organismo humano.

Hapgood cerró herméticamente la puerta de acceso. Los dos hombres se encontraban en el camarote único de la nave, obstruido por cajones de provisiones, balones y recipientes de oxígeno líquido y otros efectos del equipo de la expedición. Casi no quedaba lugar libre.

El ingeniero miró su reloj.

— ¡Acuéstese! — dijo.

Bayson, indeciso, iba a ponerse la máscara de goma, cuando dijo, mirando con temor el largo cajón de aluminio que tanto se parecía a un ataúd:

— Y si a usted la pasara algo, ¿cómo voy a salir de allí?

— ¡Si a mí me pasara algo, usted no tendrá necesidad de salir de allí! Si hay que morir, la manera en que eso ocurra no importa mucho. Sin mí, usted ha de perecer, puesto que no sabe manejar la nave.

Bayson lanzó un gran suspiro y con toda resignación se puso la máscara. Con todas sus fuerzas deseaba sobreponerse a sus temores, y con ayuda de Hapgood se metió en el cajón. Oyó que el ingeniero conectaba las mangueras de aire y cerraba la tapa, y sintió cómo el agua iba llenando su «ataúd».

Ya está encerrado y no puede salir de allí. El aire ha de bastar para cuarenta minutos y si no le sacan a tiempo se ahogará. ¡Ay! y cuántas cosas le pueden pasar a Hapgood: puede desmayarse, o puede olvidarse de Bayson… Se estaba reprochando su ligereza por emprender el vuelo, se estaba injuriando con las mayores palabrotas de su vocabulario… Es verdad, este vuelo cósmico le aportará una fortuna, pero en este momento renunciaría a todo, con tal de no encontrarse así, tan desamparado, tan a merced de Hapgood… ¿Y si se le ocurriera a ese hombre aniquilarlo? Sería tan fácil inventar algo al regresar a tierra para explicar la causa de su muerte… ¿Quién podría investigar? ¡Y toda la gloria del vuelo, todos los beneficios los cosecharía Hapgood solo! ¿Por qué es que Hapgood no le da la señal convenida, no golpea la tapa del cajón? Basta que cierre la canilla conductora de aire para que todo se acabe para Bayson. Ya no puede respirar… ya…

Bayson oyó los tres golpecitos convenidos. No, el aire pasa bien… Puede respirar con facilidad. Los golpecitos fueron repetidos. Bayson levantó el brazo y contestó con tres golpecitos.

Habiéndose cerciorado del estado de su compañero, Hapgood se apartó del cajón, miró su reloj, observó por la ventana y vio que los corresponsales corrían por la pista con sus aparatos fotográficos, tratando de colocarse lo más cerca posible de la astronave. La policía montada los perseguía tratando de empujarlos hacia la verja. Faltaban menos de diez minutos para el despegue. ¿Acaso esa gente no entiende a qué peligro se está exponiendo tan cerca del cohete? Bueno, tendrán la culpa de lo que pueda ocurrir. ¡La nave no puede demorarse por ellos! Apresuradamente, empezó a prepararse para el despegue. Verificó nuevamente el curso del aire para Bayson, vio que funcionaba bien el suministro de aire para ambos cajones (el de Bayson, y el propio) verificó los alambres de conexión para poner en marcha el propulsor a reacción atómica y, convencido de que todo estaba en orden, se puso su máscara y la ajustó a su buzo, que cerró herméticamente. Entró en su cajón, conectando las mangueras de aire y de agua. Cerró la tapa de su cajón por dentro y abrió la canilla del agua. Todo estaba listo. Por las viseras de su máscara miró su reloj pulsera luminoso. Faltaban dos minutos. Estaba completamente tranquilo. Aunque se daba cuenta de que su astronave estaba lejos de la perfección deseada, no temía los peligros que amenazaban el despegue, ni siquiera quería pensar en ellos. Había alcanzado la meta que se había propuesto en la vida: ¡el vuelo interplanetario! Todo lo demás estaba borrado de su mente. Si ocurriera una catástrofe, no quería vivir. ¡Vencer o morir! no había otra solución. Quedaba un minuto…

Se acordó de Kamov. Su rival volaba ahora lejos de la Tierra, ¡sin sospechar que la astronave de Hapgood estaría en Marte antes! El segundero interrumpió sus pensamientos. Ya era tiempo…

Pensó en los corresponsales que se encontraban demasiado cerca de su nave, en pos de fotografías sensacionales, y con mano firme apretó el botón…

El tiempo se arrastraba con una lentitud atormentadora… Ciento setenta días de ruta — monótonos, iguales, llenos de pesado ocio— que se sucedían con alelante uniformidad.

Pronto había cesado el hechizo de la novedad, de la situación extraordinaria, de la carencia de peso, del grandioso cuadro del universo que se divisaba por la ventana de la astronave. No había absolutamente nada que hacer. El cohete volaba según las leyes eternas de la mecánica sideral y debía llevarlos hasta la meta, a menos que ocurriera un encuentro con algún cuerpo celeste que Hapgood no hubiera observado a tiempo; pero pensaba que tal encuentro no se produciría.

Las relaciones con Ralph Bayson habían empeorado de manera irreparable, porque el periodista tomaba whisky y nunca estaba del todo sobrio.

Al discutir la cuestión del abastecimiento alimenticio, antes de la partida, había quedado convenido que no se tomarían bebidas alcohólicas. Pero al segundo día de travesía, dijo de repente:

— ¡Qué aburrimiento! ¿Vamos a tomar un trago, Charles?

— ¿Qué quiere decir? — preguntó Hapgood, poniéndose en guardia.

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