Gueorgui Martinov - 220 dias en una nave sideral

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220 dias en una nave sideral: краткое содержание, описание и аннотация

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— ¡Paracaídas! — gritó a Bayson.

Era el momento decisivo: ¿Aguantaría el paracaídas el peso de la nave?

Se sintió un golpe seco y encima del cohete abrióse una gigantesca sombrilla de seda. La velocidad decayó enseguida. El paracaídas resistió.

Inundado de sudor, con los dientes apretados hasta el dolor, Hapgood se esforzaba por evitar a su nave una caída vertical y para ello esgrimía toda su pericia de piloto. Cuando sólo faltaba medio kilómetro para llegar al suelo, sobrevinieron las tinieblas y por la rapidez con que se hizo de noche, Hapgood se dio cuenta de que estaban en los «trópicos» marcianos.

Había que aterrizar a ciegas. Corrían el peligro de acuatizar en uno de los lagos, de cuya profundidad Hapgood no tenía ni la menor idea. Pero no había alternativa. El cohete bajaba a toda velocidad… Un golpe fuerte… el sonido de algún artefacto roto en el tablero de mando… un grito asustado de Bayson… y la nave se detuvo. Estaban en Marte.

Hapgood miró su reloj. Eran las trece y treinta y cuatro minutos. Se volvió hacia Bayson.

— ¡Anote! — dijo con voz entrecortada por la emoción —. A las trece horas y treinta y cuatro minutos hora de Washington (el lector ha de recordar que hay una diferencia de siete horas entre el meridiano de Moscú y el de Washington. Así, las trece, hora de Washington, corresponden a las veinte, hora de Moscú), ¡la astronave norteamericana construida por Charles Algernon Hapgood y dirigida por él mismo, aterrizó en el planeta Marte!

— Con una tripulación compuesta por el nombrado Charles Hapgood y el periodista Ralph Bayson — continuó Bayson —. Pero esto aún no es todo. Hay que salir de la nave y poner pie en tierra marciana para no ceder la primacía a nadie. Los astronautas rusos pueden llegar en cualquier momento.

— Si no han llegado ya — musitó Hapgood, pero en voz tan baja que Bayson no lo oyó.

— ¡Pronto, Charles!

Con febril premura, el periodista sacaba su aparato fotográfico.

Hapgood sabía cuál era su intención. Con la mayor rapidez sacaron el reloj del tablero de mando. Había sido sellado en la Tierra por una comisión Especial. Su cuadrante indicaba, además de la hora, las fechas mensuales, y había que sacarle una foto fuera de la nave para llevar con ellos una prueba indiscutible del momento de la llegada a Marte. El aparato fotográfico también estaba sellado. Munidos de sus escafandras y máscaras de oxígeno, del reloj, la cámara fotográfica y una potente lámpara de magnesio, salieron de la nave por su estrecha portezuela. Al cerrar tras sí la puerta hermética, Hapgood dijo que estaban cometiendo una gran imprudencia al bajar en un lugar desconocido en plena oscuridad.

— ¡Pues quédese! — exclamó Bayson —. ¡Saldré solo! No quiero perder todo el valor de este vuelo por culpa suya!

En ese momento, impulsado por su entusiasmo deportivo, se olvidó por completo de que tenían muy pocas probabilidades de volver a Tierra.

— ¡Abra la salida! — gritó imperativo, viendo la vacilación de Hapgood. Sonaron las cerraduras. La puerta se abrió y el aire fresco invadió la cámara, refrescando sus cuerpos recalentados. Lo primero que Hapgood vio fue la constelación de la Osa Mayor muy a ras del horizonte. En la atmósfera enrarecida de Marte, las estrellas tenían más brillo.

— Salga usted primero — dijo Bayson —. Usted tiene el derecho de ser el primero que pise tierra marciana.

La nave había aterrizado en la ribera arenosa de un lago. Desde la puerta de salida del cohete hasta el suelo había un metro y medio o más de altura. Sobreponiéndose a un instintivo temor, Hapgood hizo un esfuerzo y saltó. La débil atracción marciana hizo el salto muy liviano, como si hubiera saltado de una silla. Bayson le pasó el reloj, la lámpara, la cámara y luego saltó también. A unos metros de distancia había unos matorrales de plantas desconocidas. En la lóbrega oscuridad, iluminados sólo por las estrellas, parecían amenazas misteriosas, llenas de ocultos hechizos.

— Hay que alejarse del cohete para que se lo vea en la foto — gritó Bayson, cuya voz sonó como débil chillido a través de la máscara y del aire enrarecido. En derredor reinaba el más absoluto silencio, sin el más leve soplo de viento en el aire frío. Frío también era el brillo de las estrellas, destacándose una, en el horizonte, por su fuerte luz azulada.

— La Tierra — dijo Hapgood a media voz.

Se apartaron unos diez pasos de la nave, y se detuvieron; Hapgood tomó el reloj en la mano y Bayson, dando unos pasos más, colocó en alto la lámpara de magnesio (el «flash») abriendo el objetivo del aparato con la otra mano.

La luz enceguecedora del «flash» iluminó por un instante los matorrales, la pista, el lago, el cohete en la ribera y la silueta de Hapgood con el reloj en el brazo extendido.

Con su máscara que le tapaba la cara parecía un ser fantástico un verdadero - фото 6

Con su máscara que le tapaba la cara parecía un ser fantástico, un verdadero habitante marciano…

Así, hasta el fin de su vida, lo recordaría Bayson.

Pronto cambió la llave de su «flash» para una segunda iluminación, pero apenas lo levantó oyó un silbido chirriante…

Sobre el fondo de la línea más clara del horizonte se delineó un cuerpo largo y oscuro que casi lo rozó. Bayson oyó un grito espantoso.

Automáticamente apretó el botón y la iluminación le hizo ver un cuadro escalofriante. A dos pasos del lugar donde acababa de estar Hapgood brillaba la piel plateada de un largo animal parecido a una víbora gigantesca. Paralizado por el horror, Bayson vio solamente los pies de Charles que aparecían bajo el cuerpo del enorme animal desconocido que se le había echado encima. El «flash» se apagó y en la oscuridad aún más lúgubre después de la luz enceguecedora, el corazón de Bayson se llenó de un espanto mortal. Con un grito salvaje, arrojó la lámpara y casi inconscientemente se precipitó hacia la nave. Enloquecido, olvidando que en su bolsillo había un revólver, entró de un salto por la puerta de la astronave, cerrándola tras de sí. Lo sacudía un temblor tremendo y espasmos de náuseas lo trastornaban. Se echó al suelo sin fuerzas, con la cabeza vacía, incapaz de pensar, y se quedó así en las tinieblas. Ante sus ojos estaba el cuadro del compañero destrozado, con la víbora velluda encima y asomándole por debajo las piernas inmóviles.

Inmóviles… «quiere decir que ya había muerto» fue el primer pensamiento consciente. Se disiparon las náuseas y el temblar. Bayson se sentó y se puso a escuchar. El silencio era absoluto y de afuera no llegaba ni el menor sonido. Sólo oía los latidos de su propio corazón atribulado.

«Quizás habría podido salvarlo» cruzó por su mente la sugestión atormentada. «No, ya estaba muerto», se dijo de inmediato reviendo la escena.

Se levantó y prendió la luz. La puerta de entrada estaba bien cerrada, pero él no recordaba haberlo hecho y se estremeció. Luego se quitó la máscara de oxígeno y entró en el cohete. Repentinamente, se apoderó de él una invencible somnolencia. Sin siquiera elegir un lugar, se recostó en el suelo durmiéndose enseguida.

No habría podido decir cuánto tiempo había dormido, pero al abrir los ojos vio la luz del día que se filtraba por las ventanas. Sentóse y tomando su cabeza entre las manos pensó. Hapgood había perecido. Estaba solo en Marte, con este cohete que no le servía para nada. La muerte parecía inevitable. Nada podía salvarlo. Nada excepto… Pero, ¿cómo podía esperarse siquiera que la astronave soviética aterrizara precisamente en estos parajes? El planeta era enorme y Kamov podía aterrizar en cualquier punto de los ciento cincuenta millones de kilómetros cuadrados de la superficie de Marte. No había ni la menor posibilidad de esperanza. ¿Cuánto tiempo duraría su agonía? El aire le alcanzaría para tres meses, para él solo, tres meses… y se acordó cómo se preparaban a matarse mutuamente por este aire. ¿Vale la pena esperar tanto tiempo…? Tocó el revólver que tanto ocultara de Hapgood. La bala que destinaba a su compañero quedaba ahora para él mismo. Se acercó a la ventana para cerciorarse de la presencia del horrible habitante marciano por si aún se encontraba ahí. Cruzó su mente la idea de que sería oportuno sacarle una foto. «Sería una foto sensacional», pensó e involuntariamente sonrió. ¿Quién vería esa foto…?

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