Gueorgui Martinov - 220 dias en una nave sideral

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220 dias en una nave sideral: краткое содержание, описание и аннотация

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— Sí.

— Entonces voy al laboratorio para revelar las fotos de hoy. Pronto estaré de vuelta.

— Bueno, vaya.

Belopolski miró atentamente a su joven compañero.

— Vaya — repitió —, no se inquiete. Van a regresar a tiempo. No hay motivo de preocupación. Aunque hubiera animales en Marte, no se atreverán a atacar al coche.

— Yo no temo al ataque — contestó Melnicov— pero imagínese que el balón de oxígeno pierda y que se queden sin aire. O que se rompa el motor o le ocurra un percance al coche. Puede sufrir una rotura una oruga y si algo ocurriera lejos de aquí, están perdidos.

— Boris Nicolaevich — contestó Belopolski— usted ha podido cerciorarse de que todo lo que se encuentra en nuestra nave es de primerísima calidad. En cuanto al balón de oxígeno, no es el único que hay en el coche y no es de cartón, no puede sufrir pérdida alguna. Recuerde cómo Serguei Alexandrovich hizo tirar uno de esos balones desde una altura de diez metros, y quedó intacto.

— Sí, me acuerdo, pero con todo…

— Yo, en su lugar, me preocuparía por otra cosa — prosiguió Belopolski.

— Hay un peligro teórico, insisto, solamente teórico. Es que en Marte suelen producirse violentas tempestades de arena. Son tan fuertes y abarcan tan amplias zonas que podemos observarlas desde la Tierra, con nuestros telescopios. En la superficie lisa y llana de Marte ha de haber fuertes vientos provocados por el recalentamiento irregular del aire en diferentes partes del planeta. Me sorprende la quietud de la atmósfera que hemos observado durante estos días. Los vientos levantan enormes cantidades de arena y la llevan a gran velocidad. Ahí está el peligro. Pero, repito, no es más que teoría y nuestro coche ha sido calculado para enfrentar ese peligro. Su motor aguantará la sobrecarga y podrían guiarse por el radiofaro. Además las tempestades son más peligrosas en los desiertos que vimos y no en parajes como estos. No olvide que nos encontramos en un valle profundo y es dudoso que el coche salga de esta zona. Así es que no debe preocuparse: nuestros amigos regresarán sanos y salvos.

Belopolski hablaba con voz tranquila. Sus argumentos eran lógicos y bien fundamentados, pero esta calma aparente no engañó a Melnicov. Notó el prolongado discurso, tan en desacuerdo con el Belopolski habitual. Tomó su cámara y se fue a su laboratorio. Belopolski lo acompañó con una mirada de simpatía y comprensión, ya que compartía su estado de ánimo.

“Hemos enumerado todos los peligros potenciales que están al alcance de nuestra imaginación — pensó —, ¡pero cuántos más puede haber, de los que no tenemos ni la menor idea!”

Suspiró y miró la estación de radio. La luz roja seguía prendida y su débil fulgor anunciaba que todo iba bien en el coche. «Nosotros tememos por ellos y ellos han de preocuparse por nosotros. Así tiene que ser y así será durante los cuatro días que faltan», pensaba para sus adentros.

Pasó la hora y hubo otra breve conversación entre el coche y la nave. Nada de nuevo. Idéntico paisaje. Todo andaba bien.

Para Melnicov y Belopolski la mañana duró una eternidad. El Sol cumplió su itinerario en el cenit. El termómetro marcaba una temperatura de 15 grados.

— ¡Y esto en el ecuador!

— Sí, ¡qué planeta frío!

Juzgando por la altura del sol debían de ser las once cuando Kamov informó que habían viajado cien kilómetros. El motor trabajaba perfectamente; andarían unos cincuenta kilómetros más y luego se dirigirían al sur.

Pasaron dos horas después de esta conversación, llegó el momento de la conexión, pero el receptor se mantuvo silencioso. La lamparita indicadora seguía con su mensaje tranquilizador, los transmisores continuaban funcionando, pero no había conexión entre el coche y la nave.

Belopolski se decidió a conectar el micrófono.

— ¿Por qué se callan? — dijo en voz alta —. ¡Contesten! ¡Contesten…!

Esperó y volvió a repetir las mismas palabras. Melnicov, reteniendo el aliento, escuchaba intensamente.

— No pasó nada con el coche — dijo Belopolski, tratando de conservar la calma —. La estación funciona. ¿Quizás han salido del coche?

— ¿Ambos?

Esta pregunta lo hizo estremecer. Kamov había dicho que en ningún caso saldrían ambos del vehículo. Alguien tenía que quedar adentro. Pero, ¿por qué no contestaban?

— ¡Kamov! ¡Paichadze! ¿Por qué no contestan? ¡Contesten…! ¡Contesten…!

Nada. En el observatorio se hizo un pesado silencio.

Melnicov y Belopolski, tratando de ocultar su angustiada emoción, no bajaban la vista del indicador rojo. Ambos temían que se apagara la lamparita y el zumbido de la radio, apenas audible, les parecía demasiado fuerte. A cada momento creían que se oiría el micrófono del coche.

Pero los minutos se sucedían y la radio seguía en silencio.

EL TIRO

El coche anfibio corría velozmente sobre la arena bien apisonada por el tiempo. Las anchas orugas dejaban una huella nítida en el camino y la carrocería blanca reflejaba los rayos del sol, de manera que el interior del coche no se recalentaba.

Kamov y Paichadze se sentían muy cómodos en los mullidos asientos y sólo podía cansarlos la monotonía del paisaje circundante, aunque no perdían la esperanza de encontrar por fin algo más interesante; por eso observaban atentamente en torno. A veces había que dar vueltas alrededor de algún lago y una vez casi se empantanaron, pero gracias a una rápida maniobra de Paichadze, pudieron evitar la trampa del tembladeral. Habíanse alejado unos cien kilómetros de la nave, pero la distancia los tenía sin cuidado y seguían adelante, siempre adelante. Kamov estaba convencido de que el motor, especialmente construido para ellos en una fábrica de los Urales, no les iba a hacer una mala jugada. Durante las dos horas de viaje ni se había calentado y parecía que su potente máquina llevaba al coche sin esfuerzo, entre el suave acompañamiento del continuo susurro de las orugas.

— ¡Qué ensambladura! ¿eh? ¡Y qué rápidamente hemos montado este coche…! — exclamó Paichadze.

— No en balde lo montamos tres veces en la Tierra — aprobó Kamov —. ¿Recuerda cómo refunfuñaba Belopolski cuando exigí una tercera ensambladura?

Paichadze se puso a reír.

— ¿Y recuerda cómo el capataz le retó cuando usted rompió una llave?

Kamov, sonriendo, se acordó del capataz de los Urales que les enseñara a ensamblar el coche: «Al instrumental hay que tratarlo con cuidado, con orden, con amor, mi joven amigo.» Así decía, ¿verdad?

— Sí, así decía.

Kamov miró su reloj.

— ¡Pero, ya son las once y media! Hicimos ciento cuarenta kilómetros. Es tiempo de volver. Investiguemos la región al sur y luego volvamos a la nave.

— Bueno. Entonces, ¿doy la vuelta?

En ese momento Kamov se alzó en su asiento y empezó a escudriñar el lugar con su binóculo. En todas partes lo mismo: matorrales y arena. Ya quería bajar el brazo y aprobar la vuelta a noventa grados cuando bruscamente se inclinó hacia adelante.

— ¿Qué es eso? — dijo —. ¡Mire usted, Paichadze! — Y le pasó los prismáticos.

A unos dos kilómetros a la derecha y por encima del azulado manto de los matorrales, divisábase algo de forma alargada, con brillo opaco. Se alzaba ese cuerpo, destacándose en la llanura, entre las formas ya habituales del paisaje marciano.

— Como si fuera de metal — dijo Kamov.

Sin esperar órdenes, Paichadze se orientó en la dirección del objeto, aumentando la velocidad, y al acercarse a unos quinientos metros, Kamov dijo, sin apartarse de los gemelos:

— Ya sé lo que es. Es una astronave, pero más chica que la nuestra.

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