Gueorgui Martinov - 220 dias en una nave sideral

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220 dias en una nave sideral: краткое содержание, описание и аннотация

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— Tenemos que regresar a nuestra nave. Hasta allá hay unos ciento cincuenta kilómetros. Lleve usted sus efectos personales. ¿No tiene muchas cosas, supongo?

— No, muy pocas — respondió Bayson —. Enseguida estaré listo. Entre conmigo en nuestra nave y véala. Es una lástima abandonarla aquí, pero qué vamos a hacer, si su comandante ha perecido… ¿Tendrán ustedes suficiente lugar para mí en su nave?

— ¡Sí que hay suficiente, aún para otros diez!

— Espere, le bajaré la escalera.

Pero Kamov no esperó la escalera, sino que agarrándose del borde, dio un salto hacia arriba y entró en la antecámara. Bayson lo siguió y cerró la puerta. La cámara era tan angosta que dos personas apenas cabían. Kamov se sorprendía de la estrechez del lugar. No había espacio libre, adentro. No había más que una sola cabina para la tripulación y para los efectos y equipos. Sacándose la máscara de oxígeno, notó en seguida que el aire estaba viciado, que hacía tiempo que no se lo renovaba; que hacía calor adentro. Llamándole la atención las emanaciones alcohólicas, quiso hacerle una pregunta a Bayson, pero al verle la cara sin máscara lo comprendió todo. Era una cara hinchada, con párpados enrojecidos, con una mirada turbia que denotaba la bebida…

Kamov tuvo asco. Se dio vuelta y acercándose al tablero de mando, lo miró atentamente.

— Apresúrese, lleve lo que necesite pero sepa que no se permiten bebidas alcohólicas a bordo.

Quiso darse vuelta, pero en ese mismo instante sintió que una correa le rodeaba el cuerpo, que estaba enlazado, con las manos apretadas al cuerpo. Otra vez lo envolvió el lazo y se encontró fuertemente maniatado. Sin perder el control, dijo tranquilamente:

— ¿Qué significa esto, mister Bayson?

Bayson no contestó y poniéndose la máscara salió a toda prisa, cerrando la puerta tras sí. Kamov puso sus músculos en tensión, pero la correa no cedió.

«Bayson se fue hacia Paichadze. ¿Qué quiere este hombre? ¿Cuál es el objeto de este ataque?»

La angustia por el compañero desprevenido lo embargaba. Quería acercarse a la ventana, pero se lo impedía un recipiente de acero y sin ayuda de sus manos no podía alcanzar la ventana.

Entretanto Bayson se dirigía al coche. Ya tenía su plan de acción: mataría a Paichadze y se llevaría todo el oxígeno que había en el coche. Kamov no tendría otra salida que retornar a la Tierra en la astronave norteamericana. Así lograría lo anhelado. Bayson no pensaba en ninguna otra cosa. Además, ya era tarde para retroceder. Los rusos no le perdonarían su ataque a Kamov.

Paichadze estaba en el coche, esperando con paciencia. Se acercaba el momento de la comunicación con la nave y estaba seguro de que su compañero y jefe no perdería la hora. Enseguida saldría y se comunicaría con los amigos y luego regresarían a bordo. Vio cómo se abría la puerta, cómo salía Bayson pero no Kamov. Bayson se acercó y se detuvo. Hubo algo en su ademán que puso a Paichadze en guardia. Se sintió angustiado y preguntó:

— ¿Qué pasa?

Bayson alzó el brazo y en el aire enrarecido se oyó un tiro. Bajo el peso del cuerpo que caía, se abrió la portezuela y Paichadze cayó pesadamente a tierra. «Ya está», pensó Bayson. Temblaba de emoción y nuevamente le sofocaron las náuseas. Tratando de no mirar al asesinado, se acercó un poco más.

Había que terminar con el asunto. Había que cortarle a Kamov toda posibilidad de escape y por ello había que descomponerle el coche. Aún tenía su revólver en la mano. Lo metió en el bolsillo. El motor se encontraba bajo el «capot» metálico, fijado con tuercas. Había que buscar la llave. El periodista empezó a buscar la llave que debía encontrarse en el cajón de instrumentos. Pero ¿dónde estaba el cajón? Seguramente debajo del asiento… Bayson se inclinó.

— ¡No se mueva! — gritó una voz detrás suyo. Girando al instante, Bayson se enfrentó con Paichadze que tenía un revólver en su mano izquierda, apuntándolo.

— ¿Dónde está Kamov? ¡Si le ha pasado una desgracia, lo mato a usted como a un perro! ¡Responda!

— Lo encerré solamente. Está atado.

— ¡Si es así, tiene suerte! Dése vuelta, tire su revólver al suelo.

Bayson obedeció. Su reciente excitación se había esfumado. Su voluntad estaba quebrada. Paichadze puso el pie sobre el arma. Luego de un instante de vacilación se metió el revólver en la cintura y con la mano izquierda palpó los bolsillos del periodista.

— Ahora, camine adelante, hacia la nave. Le sigo. Al menor movimiento sospechoso le pego un tiro, sin fallar como usted.

— Déjeme aquí — dijo Bayson cansado y abatido —. No quiero volver a la Tierra.

— Hable con Kamov. En cuanto a mí, lo dejaría gustoso.

Cabizbajo, Bayson se encaminó hacia la nave. No vio cómo Paichadze, sintiéndose mareado, se agarraba de la portezuela para no caer. Sin embargo, supo sobreponerse a una debilidad momentánea y siguió al norteamericano. La mano derecha del astrónomo pendía, inerte.

— Tíreme la escalera — dijo Paichadze y Bayson obedeció otra vez.

Kamov estaba de pie ante el tablero de mando y sonrió al ver a Paichadze, como si quisiera decir: «Ya lo sabía».

Bayson lo desató.

— Gracias, amigo — dijo Kamov tendiéndole la mano a Paichadze. Y notando en ese mismo instante la palidez de su rostro —. ¿Pero qué tiene? ¿Está herido?

Paichadze contó en breves palabras lo que había ocurrido.

— La bala penetró en el hombro derecho — dijo —, no es nada del otro mundo. No duele mucho. Sólo me siento algo débil.

— ¡Eso lo veremos enseguida! — Conteniendo su ira con dificultad, le preguntó a Bayson dónde estaba la caja de primeros auxilios.

— Ayúdeme a desvestir al herido — dijo Kamov abriendo el botiquín, y viendo que contenía todo lo necesario. El orificio de entrada de la bala se encontraba debajo de la clavícula derecha, pero no había orificio de salida. La bala había quedado en el cuerpo.

— Habrá que hacer una operación. Pero la haremos «en casa»; y ahora tenemos que regresar a toda prisa.

Hizo una curación, con manos hábiles y diestras.

— Bueno, ahora quédese tranquilo por unos quince minutos. ¡Pero fue bastante imprudente tirarse al suelo con semejante herida!

— Es que el ataque fue tan imprevisto, que no podía hacer otra cosa. Claro, es una treta primitiva, pero podía pegarme otro tiro, sin fallar. Estoy seguro de que no tiene experiencia en estas cosas. ¿Qué quería hacer? No entiendo cuál era su intención y con qué fines hizo eso.

— Creo que adivino su intención — contestó Kamov y dirigiéndose a Bayson en inglés, continuó—: ¿Es posible que se le haya ocurrido que yo consentiría en volar con usted abandonando a mis amigos? No juzgue a los hombres de acuerdo a su propia medida, mister Bayson. Todo lo que ha sucedido, lo atribuyo al estado de sus nervios. Cuando usted recupere su estado normal se avergonzará de haberse portado como lo hizo.

— Temo que es usted el que juzga a la gente por sí mismo — le observó Paichadze en ruso.

— Apresúrese. Lleve sus cosas y vamos — insistió Kamov.

— Pide que se le deje aquí. Dijo que no quiere volver a la Tierra. Yo lo entiendo.

— Tonterías.

Bayson sacó dócilmente una valijita. Sentía una suprema indiferencia hacia lo que pudiera sucederle. Ahora todo estaba definitivamente terminado. Le esperaba un porvenir lleno de indecible vergüenza e infamia.

«Había que pegarle otro tiro, cuando yacía en el suelo — pensaba —. ¿Cómo pude dejarme engañar en esta forma por el ruso? ¡Erré el tiro, a tres pasos! ¡Imperdonable! Kamov dice que no habría volado conmigo, pero no son más que palabras. Habría cantado otra cosa bajo una amenaza de muerte…»

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