Gueorgui Martinov - 220 dias en una nave sideral
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- Название:220 dias en una nave sideral
- Автор:
- Издательство:El Barrilete
- Жанр:
- Год:1958
- Город:Buenos Aires
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Melnicov sacó del coche una larga pértiga de acero, puntiaguda, con varios orificios transversales y la fijó al cable. Con todo cuidado colocaron la pértiga en el mismo lugar donde se había hundido la vara y la largaron. La pértiga se precipitó al fondo, llevando el cable que se desenrollaba rápidamente del tambor, comprobándose así que la pesa no encontraba obstáculos en su caída. El cable iba desapareciendo en el abismo y para controlarlo se acercaron a la grúa. En un minuto se desenrollaron los mil metros de cable… ¡Era un verdadero abismo!
Kamov conectó el motor y el cable volvió a enrollarse sobre el tambor. Los orificios de la pértiga que contenían material del fondo del pantano estaban llenos de la misma arena que había en la superficie.
— Podía haberse llenado desde los primeros instantes — supuso Kamov —. Esto no comprueba que la arena tiene un kilómetro de profundidad. Pero está completamente seca. Quiere decir que no hay agua debajo. ¿Pero por qué, entonces, caía la pesa con tanta soltura? Vamos a tantear con otro cable.
Se repitió la prueba. La vara se detuvo a una profundidad de mil trescientos veinte metros y sus orificios estaban otra vez llenos de arena seca.
Kamov se puso en comunicación radial con Belopolski y le consultó. Este le aconsejó que siguiera probando en otras partes, lo que hicieron, durante tres horas más, puesto que el pantano tenía cerca de una hectárea. Los resultados fueron los mismos, creándoseles la impresión de que había un pozo inmenso, lleno de arena movediza. La medición por el «ecoloto» dio el mismo resultado: 1.320 metros. Toda la arena extraída fue cuidadosamente guardada en tarros metálicos, para su posterior análisis.
— Con el equipo que tenemos acá no podemos hacer nada más. Este enigma será descifrado por la próxima expedición.
Resolvieron llevarse una de las plantas pantanales, pues eran más altas que las demás, y entonces se dieron cuenta de que era una tarea bastante engorrosa.
Primero probaron el terreno alrededor de la planta, luego se pusieron a excavarla por turno, con pala y azada. Las plantas tenían un sinnúmero de raíces entreveradas y el trabajo era tan cansador que Melnicov sugirió sacar la planta con grúa, pero Kamov se opuso, alegando que la grúa podía romper las raíces y que había que llevar la planta entera.
Después de dos horas de ardua tarea lograron lo que querían y la planta marciana fue cuidadosamente colocada en el techo chato del coche. Para que no se cayera la sujetaron con una correa ancha que no lastimaba el tronco. En la astronave esta carga preciosa se guardaría en una heladera especial y al llegar a la Tierra se la sometería al más prolijo estudio en el laboratorio del Instituto de Botánica. A bordo había varios frigoríficos para los especimenes de la flora y fauna marcianas.
— Bueno, vamos. Hemos demorado demasiado aquí — dijo Kamov mirando su reloj —. Tenemos que apresurarnos.
Y lanzó el coche a gran velocidad.
— En este planeta hay tantos enigmas, que las expediciones futuras tendrán mucho trabajo.
— ¿Por qué tenemos que quedarnos aquí tan poco tiempo?
— Ya se lo dije. Debemos encontrarnos con la Tierra en un punto dado.
— ¿No se podía calcular el itinerario de otra manera?
— Somos pioneros únicamente. Nuestra tarea está en dar un cuadro general de lo que representan Venus y Marte. Ya se los conocerá en detalle…
No pudieron continuar la conversación, porque a unos cincuenta metros del coche saltó sobre la ruta un enorme animal. Ambos viajeros observaron un pelaje plateado y un hocico largo, como las fauces de un cocodrilo. Al ver el coche que se aproximaba rápidamente, el animal se agachó y de un salto colosal desapareció en el matorral. En plena marcha, Kamov apretó el freno de la oruga derecha y virando rápidamente, aplastando la vegetación, se puso a perseguir a la fiera. Excitado por la caza, le gritó a Melnicov que se pusiera la máscara y que tuviese el aparato listo, para filmar a la bestia a toda costa.
De pronto frenó tan bruscamente que Melnicov se golpeó la cabeza contra el cristal del parabrisas.
— ¡Aquí está!
A veinte pasos del coche apretábase al suelo la bestia perseguida, al borde de un lago que le había obligado a detener su fuga.
Melnicov hacía girar la manivela de su aparato. Kamov colocó las máscaras de oxígeno de ambos. Por unos instantes, el animal quedó inmóvil. Luego se abrieron sus enormes fauces, descubriendo varias hileras de dientes filosos y triangulares. Medía, desde la cabeza a la punta de su cola velluda, unos tres metros y medio. Su cuerpo, del tamaño de un cocodrilo terrestre, se apoyaba en tres pares de patas, siendo las delanteras más cortas y munidas de garras, mientras las traseras eran largas y dobladas como las de un grillo, permitiéndole efectuar sus saltos gigantescos.
Miraba el coche con ojos redondos y verdes, con una pupila como la de los gatos y de golpe, enderezando con fuerza sus patas traseras, dio un salto de doce metros hacia el vehículo.
Melnicov se echó para atrás en el instante del repentino ataque, pero Kamov se mantuvo sereno, y aumentando la velocidad en el momento mismo del salto, se lanzó adelante con un brusco viraje a la derecha, para no dar en el lago. Así que el cuerpo del reptil pasó por encima del coche y cayó en la arena tras él. Enfurecido por el salto fallido, se dio vuelta inmediatamente y saltó otra vez, con éxito. El coche se estremeció por el golpe y Kamov desconectó el motor. El animal estaba en el techo y se sentían sus garras que arañaban el metal. La planta, conseguida a tan duras penas, cayó al suelo, destrozada.
— ¡Prepararse! — dijo Kamov.
Melnicov dejó de lado el aparato y tomó el rifle. Cuando el coche emprendió la marcha, lentamente, el animal se quedó en el techo. Quizá lo asustara el movimiento del vehículo, sensación que jamás había experimentado. La cola pendía y tocaba el suelo, pero no se oía más el rechinar de las garras contra el metal.
— ¡Hay que obligarlo a bajar! — dijo Kamov —. Pero ¿cómo?
Tocó la bocina. El aullido de la sirena desgarró el silencio del desierto. Aparentemente asustado, el animal trató de bajarse, pero sus garras patinaron sobre el metal y cayó pesadamente de espaldas al suelo, al lado mismo de la oruga. En un instante, Melnicov vio la piel más clara del vientre y sus seis patas se movían con desamparo en el aire. El animal se plegó, se dobló, logrando ponerse de pie y escaparse a grandes saltos, pero Kamov aceleró y pronto lo alcanzó, aterrorizándolo con el continuo alarido de la sirena. Abriendo la ventana delantera le dijo a Melnicov que disparara a la cabeza cuidando de no fallar.
Melnicov seguía atentamente cada movimiento del animal, cuyos impetuosos saltos no le permitían afinar la puntería.
— Así no se puede — gimió.
— Se va a cansar, finalmente.
— Quien sabe cuándo llegará a cansarse, y entre tanto nosotros podemos caer en otro pantano.
— Bueno. Vamos a probar otra cosa.
Kamov apagó la sirena. El brusco silencio sobrevenido hizo parar al animal que se volvió para mirar al coche. Este se detuvo a tres pasos y era imposible errar el tiro. Melnicov disparó.
— Parece que ya está.
Ambos observaban atentamente al reptil.

— Yo apunté entre los ojos.
Esperaron algunos minutos y luego se acercaron cautelosamente, arma en mano. Pero la fiera había muerto: efectivamente, la bala había entrado entre los ojos.
— Esto demuestra que los animales marcianos tienen el cerebro en el mismo sitio que los terrestres.
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