Gueorgui Martinov - 220 dias en una nave sideral
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- Название:220 dias en una nave sideral
- Автор:
- Издательство:El Barrilete
- Жанр:
- Год:1958
- Город:Buenos Aires
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— En estos tres días no hubo nada de viento. Tiene que haber vientos en Marte. No podía prolongarse la bonanza.
Se oyó la conexión del micrófono, y la voz de Belopolski preguntó si se le oía bien.
— Sí, oímos bien.
— ¿Dónde se encuentran?
— Cerca del cohete norteamericano. Acabamos de dejarlo.
— ¿Qué tiempo hace?
— Hay un poco de viento.
Se oía que Belopolski consultaba a Paichadze.
— Les pedimos que vuelvan ustedes cuanto antes. Hay síntomas de que se aproxima una tormenta de arena.
— Bien.
— Pregunta Paichadze si no les convendría quedarse en la nave norteamericana hasta que amaine.
— No, no se sabe cuánto tiempo puede durar el temporal. Si dejamos el coche, puede sufrir algún percance o quedar cubierto de arena, lo que nos complicaría las cosas más aún. Tengo fe en esta máquina. Ya llegaremos.
El coche se lanzó a toda velocidad. El viento soplaba de frente pero a esa máquina tan potente no le producía ninguna dificultad.
— ¿Son peligrosas estas tempestades? — preguntó Melnicov mirando intensamente por el parabrisas —. Belopolski me dijo que a esta máquina no la podía perjudicar la tormenta marciana. ¿Y si no hay tal tormenta?
— Belopolski se equivoca pocas veces — murmuró Kamov.
El viento iba en aumento y se levantaba un polvo arenoso ocultando el horizonte con una cortina brumosa.
— Está muy cerca la tormenta — murmuró Kamov entre dientes.
Otra vez la radio:
— Habla Belopolski.
— Escuchamos.
— Se acerca a la nave por el lado Este una gran muralla de arena, que se mueve con gran rapidez. Nos tememos que no lleguen hasta acá. ¿Ya pasaron la ciénaga?
— Todavía no.
— ¿Cuánto falta?
— Unos 20 kilómetros.
— Sería bueno que la pasaran antes de la tormenta. Dice Paichadze que es el lugar más peligroso.
— Creo que podremos. Dentro de doce minutos llegaremos al pantano.
— Espero que la tempestad termine pronto.
— En todo caso no antes de dos o tres horas. Acuérdese de lo que usted mismo escribiera en su libro sobre los temporales de Marte — dijo Kamov riéndose —. Ahora vamos a poder verificar sus cálculos.
— ¡Me sentiría feliz de haberme equivocado!
— Temo que no.
— ¿Cuánto falta hasta la ciénaga?
— Unos diez kilómetros.
— La nube se encuentra ya a un kilómetro de nuestra nave. ¡Se mueve con una velocidad monstruosa! — exclamó Belopolski. Y luego de un instante añadió—: Ya no se ve nada por las ventanas. Oscuridad completa.
Ni Kamov ni Melnicov contestaron nada. Luego Melnicov dijo al micrófono:
— Ya vemos la muralla. Faltan tres kilómetros hasta el pantano.
En el horizonte, de borde a borde, se alzaba vertiginosamente una muralla gigantesca. Era una masa compacta de arena que el viento levantaba llevándola consigo directamente contra el coche. Quedaban contados segundos hasta el encuentro. Kamov comprendía que si lograba pasar la ciénaga el peligro disminuiría. En la oscuridad que había de producirse de inmediato el pantano era una amenaza terrible. La nube se acercaba, implacable. Se podían distinguir los torbellinos de arena que giraban furiosamente.
Kamov ya podía divisar la vuelta que habría que dar para costear el pantano. Un poco… ¡Un poquito más…!
Melnicov habíase inclinado hacia adelante, con todo el cuerpo, como si pudiese ayudar a la potente máquina.
El coche se encontraba ahora a la misma distancia de la vuelta que la nube fatal. ¿Quién alcanzaría la ciénaga primero? Esta era la cuestión, quizás de vida o muerte.
— ¡Gracias, muchachos! — exclamó Kamov en voz alta cuando el coche, dando una impetuosa virada, se lanzó por la recta que él mismo trazara hacia la nave.
— ¿A quién lo dice? — inquirió Melnicov, sorprendido por ese entusiasmo.
— A los obreros del Ural, les digo gracias por este magnífico motor que nos hicieron…
El horrible sitio ya estaba atrás. Ahora se trataba de no perder la huella en la oscuridad.
Pero, como si fuera una venganza por el éxito logrado, se desencadenó un furioso torbellino encima del cochecito que ya no podía hacer más de cuarenta kilómetros por hora. Todo quedó sumido en las tinieblas. Pesadas masas de arena golpeaban las ventanas, arañándolas como si fuera esmeril.
— Pida el faro, Melnicov.
Como si hubiese escuchado su pedido, apareció en el parabrisas un arco verde con una rayita negra en el centro.
— ¡Bravo! Se dio cuenta — se alegró Kamov.
Ahora se trataba de no perder la orientación, para que la rayita no se ensanchara, lo que significaría que el coche se desviaba de su ruta. Lo demás dependía del motor, y de la fuerte carrocería, del chasis…
— ¿Qué tal, Melnicov?
— Todo va bien, Serguei Alexandrovich. Lástima que no se pueda sacar una película de este temporal.
— ¡Cada cual con lo suyo! ¡En realidad, con semejante iluminación ha de descomponerse la película!
Alrededor de ellos bullía la tempestad. Diríase que los iracundos elementos marcianos se enardecían contra la resistencia de la impertinente maquinita venida desde la lejana Tierra, que seguía avanzando tenazmente a pesar de todo. Les rodeaba una noche impenetrable y parecía extraño pensar que estaban en pleno día, que fuera del temporal brillaba el sol. Melnicov trató de conectar el reflector del techo, pero viendo que su luz no lograba penetrar las tinieblas arenosas volvió a desconectarlo.
La luz azulada de los aparatos en el tablero de mando era el único punto donde podía descansar la vista enervada por la lóbrega oscuridad circundante.
— ¿Usted no teme que la arena vaya llenando los cojinetes? — preguntó Melnicov.
— No, no lo temo. Por indicación de Belopolski y bajo su control directo, se hicieron pruebas especiales en la planta con fuertes chorros de arena finísima. Las detalladas inspecciones y análisis posteriores demostraron que no penetró ni un grano de arena en las partes conductoras del motor.
Pasó casi media hora. Ante ellos brilló repentinamente un puntito luminoso.
— ¡El reflector! Quiere decir que estamos muy cerca de casa.
— Es sorprendente que se lo pueda ver en semejante tormenta.
— Son cuatrocientos kilowatios, imagínese… Casi un faro de aviación.
Melnicov conectó el micrófono.
— ¡Veo el relector!
— ¡Extraordinario! ¡Hace quince minutos que lo prendimos! Quiere decir que ya se encuentran cerca. ¿Lo ven bien?
— Nítidamente.
— ¿Cómo se porta el coche?
— Perfectamente. Serguei Alexandrovich pide que apaguen el faro.
— Apago.
La máquina disminuyó la marcha. La nave estaba muy cerca. El reflector ardía como una estrella y en su luz podían divisarse los torbellinos de arena. El temporal no amainaba, sino que se tornaba a cada momento más fuerte. Pero ya no era peligroso puesto que los viajeros se aproximaban a su hogar.
El rayo de luz los unía a su nave como un hilo intangible, los acercaba a los amigos en angustiosa espera tras las inexpugnables paredes de su astronave.
EL MONUMENTO
No fue tan fácil salir del coche. El huracán los derribaba y la tromba no les permitía dar un paso. El coche detenido fue instantáneamente cubierto por la arena, hasta las ventanas. La astronave que tenían ya a su lado apenas se veía y únicamente el reflector les permitía orientarse en ese torbellino. La máquina se acercó a la nave y se refugió bajo su ala que fue abierta un poco más para cubrir al coche. La puerta de la nave estaba frente mismo a la portezuela del coche y en esas condiciones pudieron abandonarlo para introducirse, por turno, en la nave que se encontraba a ras de tierra, ya que sus ruedas habían sido recogidas. Las alas también fueron replegadas luego, para ofrecer menor resistencia al viento.
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