Gueorgui Martinov - 220 dias en una nave sideral
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- Название:220 dias en una nave sideral
- Автор:
- Издательство:El Barrilete
- Жанр:
- Год:1958
- Город:Buenos Aires
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— Si es que tienen cerebro — observó Melnicov.
— Ah, lo sabremos cuando lo presentemos en la Tierra.
— Lástima que perdimos la planta.
— Sí, pero podemos sacar otra.
Hablaban con voces entrecortadas por la emoción. A sus pies yacía una bestia que había nacido y se había desarrollado en el planeta Marte, como resultado de una larga evolución transcurrida en circunstancias desconocidas. ¿Qué había en común entre esta fiera y los animales de la Tierra? ¿Cómo se diferencian sus organismos? Había cierta semejanza entre ellos, pero vivían en condiciones completamente diferentes. ¿Cuáles eran los misterios de la naturaleza que descubrirían los sabios al estudiar este ser muerto por una bala terrestre?
— ¿Le parece que podremos alzarlo entre los dos, sobre el techo del coche?
— ¡Intentémoslo!
Pero ni con la desgravitación de Marte pudieron con ese cuerpo tan pesado. La grúa tampoco pudo servir, porque no tenían elementos para formar una plataforma en pendiente.
— Tendremos que llevarlo a remolque.
— El suelo arenoso le arrancará la piel. ¿Quizás podríamos ir en busca de tablas?
— Es peligroso dejarlo acá. Pueden encontrarlo sus semejantes y no sabemos si se comen entre ellos. No podemos arriesgar un fracaso cuando nos tocó semejante buena suerte.
— Entonces, váyase solo — dijo Melnicov —. Yo me quedaré a cuidarlo.
— No hay nada que hacer — contestó Kamov —. Hay que llevarlo a remolque. Trataremos de tomar medidas para no arruinarle la piel.
Kamov entró en el coche y habló largamente con Belopolski.
— Está de acuerdo conmigo. Si colocamos al bicho sobre los asientos del coche, no le arruinaremos la piel.
Así se hizo. Juntaron los cuatro asientos, formando así una blanda plataforma y con ayuda de la grúa izaron la pesada carga encima, operación que duró una hora.
— Hoy ya no llegaremos al cohete norteamericano.
— Iremos mañana.
El viaje de regreso duró seis horas. El coche iba despacio. Hubo que detenerse varias veces para reajustar la plataforma o volver a izar el cuerpo que se deslizaba.
El sol se inclinaba al ocaso cuando llegaron, cansados, a su nave. La tarea de transportar el enorme animal hasta el frigorífico resultó también muy fatigosa. Kamov no quiso valerse de la ayuda de Bayson y los tres hombres lucharon hasta el obscurecer.
— De los cinco días ya pasaron tres — se lamentó Kamov, cuando terminaron su pesada tarea —. Sin embargo, hicimos muy poco.
— Trataremos de recuperar el tiempo perdido durante los dos días restantes — lo consoló Belopolski —. En realidad, no se hizo tan poco. Es una verdadera hazaña el haber conseguido este lagarto.
— ¿Cómo dijo usted? ¿L-a-g-a-r-t-o?
— Sí, lagarto saltador. Me parece que es el nombre que más le conviene.
LA TEMPESTAD DE ARENA
Al cuarto día de su estada en Marte, Belopolski y Melnicov se levantaron antes del amanecer. Se había observado que los animalitos tipo liebre aparecían cada mañana cerca de la nave y Kamov quería que se matara uno sin falta. En cuanto despuntó el sol se instalaron en una de las alas de la nave, con sus fusiles munidos de miras ópticas. No tuvieron que esperar largo rato, pues igual que en los días anteriores, las «liebres» aparecieron con los primeros rayos del sol, y cinco animalitos se aproximaron a largos saltos a la orilla del lago. Se oyeron dos tiros simultáneos y dos «liebres» fueron presa de los cazadores, que muy contentos se los llevaron a otro frigorífico preparado para la fauna marciana.
Kamov apuraba con el almuerzo. Había que ir hasta la nave norteamericana y de paso conseguir otra planta de la ciénaga en reemplazo de la que rompiera el lagarto.
— Podemos dedicar cinco horas a todo esto.
— Hasta ahora no ha pasado ni un día sin sorpresas marcianas — observó Belopolski.
Estaba malhumorado y fastidiado. Ya eran cuatro días consecutivos de reclusión en la nave, sin poder mirar la naturaleza marciana con sus propios ojos, porque Kamov tenía que ausentarse diariamente en el coche.
— Es lo mismo en todas partes. La naturaleza marciana es idéntica en todas partes — lo consolaba Kamov.
— Esto no suele ocurrir, ¡la naturaleza es siempre variada, infinitamente multiforme…!
— Mañana irá usted con Melnicov a inspeccionar la zona norte y este y a la noche abandonaremos el planeta.
Estas palabras tranquilizaron a Belopolski que los acompañó para despedirlos.
— No demoren demasiado — les dijo. El coche recorrió rápidamente los cincuenta kilómetros hasta la ciénaga y los viajeros hablaban otra vez del «lagarto» de la víspera.
— ¿Qué animal extraño, verdad, Serguei Alexandrovich? Su cuerpo es de lagarto; sus patas traseras, de grillo; sus fauces, de cocodrilo; sus ojos de gato y su piel como la de un oso blanco. Una de las próximas expediciones cazará a uno de esos monstruos vivo y lo llevará a la Tierra.
— Quizá no pueda respirar nuestro aire más denso que el de Marte.
— Se hará un cajón especial con aire enrarecido y se lo alimentará de conejos.
— ¡Cómo quisiera tomar parte en semejante cacería! — exclamó Melnicov.
— ¿Usted volaría otra vez a Marte?
— No sólo a Marte, sino adonde usted quiera.
— Esto está muy bien, pues habrá muchas oportunidades. Los vuelos cósmicos están en sus comienzos. Pero para participar en ellos, hay que estudiar mucho.
— Es lo que me propongo hacer.
— Está bien. Llegará a ser un verdadero «Capitán sideral». — Kamov sonrió pensando en el título que la prensa norteamericana otorgara a Hapgood.
En la ciénaga demoraron menos de una hora, porque la tarea les pareció menos dificultosa o la planta tenía raíces menos entreveradas o quizá la práctica adquirida el día anterior les resultaba útil. Con la preciosa carga en el techo, se lanzaron hacia la nave norteamericana. Eran las diez de la mañana cuando divisaron la meta en el horizonte y las diez y dos minutos cuando la alcanzaron. Kamov miraba en torno suyo atentamente. A primera vista nada había cambiado desde su primera visita, dos días atrás.
Los restos de la lámpara «flash» y el reloj destrozado yacían en el mismo lugar. La puerta estaba cerrada. Pero fijándose detenidamente observó numerosas huellas en el suelo y más aún en el ala de la nave, que estaba muy llena de arañazos.
— Aquí hubo animales. Seguramente más de uno. Hay que tener mucho cuidado. Esos lagartos saltadores y velludos son peligrosísimos. Vamos a buscar los restos de Hapgood sin bajar del coche. Abriremos las ventanas. Fusil listo. ¿Con qué balas está cargado?
— Explosivas.
— Bien. Entonces, adelante.
El coche iba lentamente y giró en los alrededores casi una hora. Todo estaba tranquilo y no se veía ni una bestia, aunque sus huellas eran visibles en la arena. La búsqueda no dio ningún resultado. Había que apresurarse. Volvieron a la nave y saliendo por turno del coche, cavaron con las palas un hoyo profundo. Kamov reunió los restos de la lámpara y del reloj, y luego entró en la nave. Depositó en el tablero de mando un gran sobre sellado y lacrado, conteniendo el acta de la llegada de los norteamericanos, así como la descripción del desastroso fin del comandante Hapgood. El acta estaba escrita en ruso y en inglés llevando las firmas de Kamov y de Bayson. Kamov encontró una bandera norteamericana, así como una caja de metal en la que depositó los restos de Hapgood, y salió de la nave, cerrando la puerta.
La caja con la pierna, envuelta en la bandera estrellada, fue depositada en el hoyo y recubierta, hasta formarse un montículo. No había nada más que hacer. Eran casi las trece. Dentro de una hora y media estarían en «casa». Emprendieron la marcha. Al darse vuelta para echar una última mirada a la astronave americana, Melnicov notó que la superficie del lago se había puesto muy obscura y rizada. Se levantaba viento. Kamov miró al cielo pero no vio ni una nube.
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