Gueorgui Martinov - 220 dias en una nave sideral

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220 dias en una nave sideral: краткое содержание, описание и аннотация

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Kamov se acordó de estas palabras de Belopolski, mientras contemplaba el paisaje por la ventana de su parabrisas. El coche se dirigía al Sur, que no habían visitado aun. Por la mañana, Melnicov y Belopolski habían recorrido el Norte y Este en un paseo de tres horas, sin encontrar nada nuevo. Kamov decidió completar el programa trazado partiendo solo a la última excursión.

— Este paseo no es más que una formalidad para un descargo de conciencia, para que no se pueda decir que no hemos cumplido nuestro plan. El trabajo ha terminado y no hay por qué arriesgar dos vidas.

— Una tampoco — intercaló Paichadze.

— No ha de pasarme nada. Iré despacio, haré unos cien kilómetros y volveré. Hay que enterarse de lo que hay en el lado sur. Pero si pasara algo, Melnicov le puede ayudar, puesto que Paichadze está fuera de combate y le sería difícil manejar todo solo — añadió Kamov dirigiéndose a Belopolski.

Todos los argumentos fueron infructuosos. Kamov insistió en lo suyo. Sus compañeros accedieron muy a regañadientes, a que el comandante partiera solo. Belopolski le hizo que prometiera que no saldría del coche en ningún caso.

El coche iba a unos cuarenta kilómetros por hora y Kamov miraba atentamente la ruta para no pasar por alto el pantano. La llanura parecía hundirse y había lagos por todas partes; la vegetación era más alta y más tupida y sería imprudente internarse en una muralla semejante. Habría que maniobrar el coche para volver atrás. No se veían huellas de los lagartos y Kamov no pensaba que apareciesen. Ya estaba a unos setenta kilómetros de su nave. Era tiempo de volver. Se necesitaban dos horas para desensamblar y cargar el coche. La nave tenía que salir a las veinte horas en punto. No, no encontraría nada nuevo ni en este último viaje. Detuvo el motor, conectó el micrófono y comunicó su intención de regresar.

— Volveré por otro camino — dijo —. Dentro de una hora prendan el faro.

Cambió de dirección e hizo unos veinte kilómetros hacia el Este, pero al convencerse de que todo era igual por allá también, tomó decididamente el rumbo Norte, hacia «casa».

Siempre con atención, pero ya casi sin esperanza alguna de hallar algo nuevo, seguía observando el paisaje monótono que desfilaba ante sus ventanas. Un pequeño lago rodeado de plantas grises y azules, pero hay decenas de lagos semejantes. Una plataforma, como la del obelisco. Combinaciones de colores quizá muy hermosas, pero ya vistas. Paralelamente al coche aparecieron huellas y Kamov redujo la marcha para observarlas: eran huellas de los «lagartos», dueños y señores de Marte, con sus fauces de cocodrilo y su cuerpo velludo. ¿Quizás el animal esté en acecho? ¿Tal vez esté ya mirándolo con sus ojos de gato y con sus largas patas traseras en tensión para dar el salto?

¡Cuántos enigmas en este organismo animal! ¿Cómo estará organizado su aparato respiratorio? ¿Respiraría el aire enrarecido que ningún animal terrestre podría soportar? Sus enormes saltos requieren un gran desgaste de energía, y ¿de dónde saca esa energía?

¿Y el enigma del «pantano»? Una ciénaga en la que crecen plantas y se mantiene arena. Sí, hay muchos misterios que la ciencia tendrá que descifrar en este planeta donde la evolución ha ido por caminos diferentes a los de la Tierra.

Kamov se acordó de Venus. Allí había menos misterios. Por todo lo que vieron al sobrevolarlo, su desarrollo es paralelo al de la Tierra. Por eso será que los astrónomos lo llamaron «hermana de la Tierra».

Los pensamientos de Kamov fueron bruscamente interrumpidos por la aparición de unas colinas a su derecha, a una distancia de un kilómetro. Estaba tan acostumbrado a la llanura de Marte, que de buenas a primeras no pudo concebir que fueran rocas. No podían ser colinas de arena, puesto que los vientos las habrían dispersado y allanado. ¿Pero rocas? ¿Cuándo no habían visto ni siquiera una piedra en Marte? El coche franqueó la distancia y a medida que se aproximaba al lugar, una creciente emoción embargaba a Kamov. ¡Por fin! ¡Por fin había encontrado algo fuera de lo común!

En la distribución de esas protuberancias rocosas, porque ya podía ver que no se trataba de arena, le pareció notar cierto orden. ¿Serían tal vez ruinas de algún edificio construido por habitantes racionales del planeta?

El coche se aproximó a las rocas que tenían una altura de diez a quince metros. Cubrían una superficie de algo así como un hectárea y había varias decenas de picos. La piedra parecía granito de biotita. Quizá eran los restos de una cordillera que había existido. Hay que fotografiar todo esto. Tiene una enorme importancia científica. Quizá eso ayude a los geólogos a hallar lo que eran estas rocas en tiempos remotos. Y, claro, hay que llevarse algunas muestras de este granito.

Llevaba lentamente su coche por la orilla de esa «cordillera», pero las rocas se encontraban muy cerca una de otra y el vehículo no podía pasar entre ellas. Además, era difícil darse cuenta de su distribución, que al principio parecía ordenada pero que quizá era caótica, como suele ocurrir en la naturaleza. Pero esa cuestión revestía una colosal importancia. ¿Era una formación natural, o eran los restos deteriorados de un extraño edificio de los desaparecidos habitantes del planeta?

«¡Tengo que aclarar esta cuestión! Si subiera hasta la cumbre de una de las rocas centrales, me sería posible fotografiar el conjunto desde arriba. Así podré entender esta agrupación casual o edificada».

Miró su reloj. Apenas le alcanzaba el tiempo.

«No es nada. Volveré por el camino antiguo, así podré ir más rápido, siguiendo mis huellas anteriores; entre tanto aprovecharé el tiempo.»

En ese momento se oyó la conexión de la radio y dijo la voz de Belopolski:

— ¡Habla la astronave!

— Escucho.

— A su pedido, prendo el faro.

— No es necesario, decidí volver por el mismo camino.

— ¿Por qué?

— Porque mi coche se encuentra al pie de unas rocas de granito. Tuve que perder mucho tiempo en inspeccionarlas.

Por el micrófono se oyeron exclamaciones de asombro.

— ¿Rocas? ¿Pero ¿dónde las encontró?

— A unos ochenta kilómetros de la nave, al Sur. Las fotografié casi todas, pero hay que averiguar si es una formación de la naturaleza o si son restos de edificación. Para ello tengo que penetrar en ese laberinto, lo que no puedo hacer con el coche.

— Entonces, ¿usted quiere salir del coche?

— Es absolutamente necesario. Además tengo que tomar unas muestras.

Hubo unos instantes de silencio.

— ¡Tenga usted cuidado, Serguei Alexandrovich! — dijo Paichadze.

— ¡Por supuesto! Pero no hay ningún motivo de preocupación. El lugar es completamente desierto. Espérenme dentro de dos horas.

«¿No me estaré equivocando? — se dijo, pero enseguida apartó el pensamiento —. ¿Qué es lo que me puede amenazar? ¿Las bestias? Pero si no las he visto, y además salen a cazar de noche… ¿Por qué han de aparecer ahora?”

Kamov se acordaba muy bien de la conformación de esos ojos de fieras nocturnas.

¿Qué más había que presentaba peligro? Nada. Preparó su arma, su bidón de oxígeno en la espalda, con las correas bien apretadas para que no lo estorbaran al escalar la roca, y llevó una cuerda larga, por si la necesitaba. La roca estaba a unos cincuenta metros del coche y tenía por lo menos diez metros de altura. Desde su cumbre vería a lo lejos.

«Me falta sólo el bastón de alpinista, pero el alpinismo ha de ser más fácil en Marte que en la Tierra.»

Se colocó la máscara y salió del coche, cerrando bien la portezuela.

Al acercarse vio que la roca era bastante escarpada y llena de hendeduras. Casi en la cúspide había una protuberancia a la que podía enlazarse para facilitar su ascensión. Así lo hizo, con todo éxito. Aquí su cuerpo pesaba unos treinta kilos solamente, de manera que la subida que anticipaba pesada le resultó fácil y pudo escalar la roca en contados minutos. Arriba, no se podía mantener de pie y tuvo que recostarse para mirar. Desde aquella altura divisábase todo el panorama y Kamov se dio cuenta enseguida de que no había ningún orden en la distribución rocosa y que por ende era un producto de la naturaleza. Aunque decepcionado, sacó varias fotos y se dio vuelta para el otro lado, a fin de seguir observando. Al pie de la roca había un espacio vacío de unos veinte o veinticinco metros de diámetro. Al echar una mirada a ese pozo, sintió un escalofrío, ¡pues toda esa superficie estaba recubierta por aquella piel plateada, harto conocida! ¡«Los l-a-g-a-r-t-o-s»!

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