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Gueorgui Martinov: 220 dias en una nave sideral

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Gueorgui Martinov 220 dias en una nave sideral

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Había muchos, muchísimos… Recostados uno al lado del otro, parecían dormir. Era extraño que no hubieran sentido su presencia, pues había estado al lado de ellos, antes de escalar la roca. ¿Tal vez era porque las fieras marcianas carecían de olfato, tan altamente desarrollado en sus hermanas terrestres? Había que irse pronto, mientras dormían. Sin sospecharlo, Kamov había caído en su guarida y bastaría que se despertara una, para que el camino quedase cortado. Sacó rápidamente unas fotos. No pudo dejar de hacerlo, aunque el clic del aparato habría despertado a los animales terrestres. Pero aquí, gracias al aire enrarecido, los sonidos tenían poca repercusión. Los lagartos seguían durmiendo.

Guardó la cámara. Bajó hacia su cuerda. Con tal de que no se despertaran en los tres o cuatro minutos siguientes, enseguida estaría a salvo en su coche. Tomó la cuerda y bajó la vista para saltar…

Su corazón comenzó a latir con angustia. Una ola de frío lo invadió.

Abajo, allá donde se proponía bajar, veíase un largo cuerpo plateado… Kamov vio los ojos verdosos y felinos, fijados en su persona, vio al animal en acecho, apretado al suelo, listo para saltar.

¿Podría dar un salto de diez metros hacia arriba? Kamov empuñó su revólver y, sin sacar la vista del lagarto, tornó a la cúspide. Lástima que estaba sin fusil. Con un disparo quedaría libre. El revólver podría herir al animal, pero no matarlo. Además, el ruido del disparo despertaría a los otros. No, nada de disparos.

Se apretó a la roca, tratando de no moverse y mirando a su adversario. El lagarto no trataba de saltar. También observaba a su adversario con mirada fija, sin pestañear. «Si el animal se queda, la situación se tornará trágica — pensó —. No hay posibilidad de bajar a la vista de la fiera. ¿Esperar? Pero ¿cuánto tiempo puede durar esta situación? ¿Cuánta paciencia tendrá la bestia? ¿Qué es lo que es capaz de pensar? ¿Qué es lo que piensa de ese ser desconocido que ha invadido sus dominios?»

Kamov decidió esperar media hora, sin intentar nada. Si el lagarto no se iba, trataría de pegarle un tiro que si no lo mataba, al menos, lo espantaría. Podía ser que el disparo no despertara a los otros lagartos… Los minutos pasaban…

Dejaría el coche en Marte, puesto que no habría tiempo para desmontarlo. Así dispondría de más tiempo. En ese lapso podrían ocurrir muchas cosas… A pesar de lo trágico de su situación, Kamov no perdía su serenidad habitual y revolvía en su mente las escapatorias posibles.

Si izara la cuerda, podría enlazarla a otro pico y pasar así a otra roca. No eran más de cinco metros. Allá había una saliente. Si lograba enlazarla y sujetar la cuerda, podría pasar por un puente aéreo. La cuerda tenía cincuenta metros de largo. Le quedará bastante para repetir la maniobra con otro punto saledizo y alejarse de la bestia, acercándose al coche…

Cuidadosamente empezó a izar la cuerda que estaba abajo, al lado mismo del lagarto; observaba con interés las reacciones posibles de la fiera, que, al sentir un leve movimiento a su lado, volvió la cabeza, para posar enseguida su mirada nuevamente en el hombre, tal vez por encontrarlo más interesante.

Toda la cuerda estaba ya en manos de Kamov. Decidió esperar que transcurriera la media hora que se fijara, antes de llevar a cabo su arriesgado plan.

En un momento dado, tuvo la impresión de que el animal lo había olvidado. Dejó de mirarlo y se paseó varias veces al pie de la roca. ¡Pero no! Volvió a instalarse, vigilándolo con sus ojos gatunos sin pestañear…

«¡Qué tenacidad!» pensaba Kamov.

Transcurrió el tiempo que se había fijado y decidió emprender la arriesgada tentativa. Se alzó cautelosamente y se puso de rodillas. Arrojó el lazo. Jamás se había ejercitado en ese lanzamiento y ante su gran sorpresa el nudo agarró la saliente… «Así es como se descubren talentos que ni se sospechaban» pensó con ironía. Ahora, apoyándose con un pie en una hendedura de la roca, dio un brusco tirón a la cuerda, para cerciorarse de su seguridad, antes de lanzarse por el puente aéreo. Pero la cuerda cedió y la saliente granítica que parecía tan sólida, se vino abajo con estrépito. Kamov casi perdió el equilibrio. Con enorme tensión de todos los músculos de su cuerpo logró resistir el impulso de precipitarse desde esa altura de diez metros, directamente en medio de las fieras.

El saledizo granítico se había caído a un paso del lagarto el que, asustado, dio un salto entre las rocas para reunirse con sus compañeros. El manto plateado se alborotó, las bestias se diseminaron entre las rocas y pronto rodearon por completo el refugio de Kamov. Dondequiera que mirase veía sus espaldas velludas y plateadas. Ahora no podía ni pensar en escaparse. Mientras estuviesen allí, tenía que permanecer en aquella cúspide. Quizás se alejarían al obscurecer. El sol se pone a las ocho y veinte «hora de Moscú». ¡Y a las ocho en punto tenía que despegar la astronave! Ahora eran las cuatro de la tarde. Quedaban cuatro horas hasta la puesta del sol. Los lagartos no hacían ninguna tentativa para llegar hasta él, cosa que habrían intentado sus hermanos terrestres. Todo estaría bien si no hubiese la partida de la nave a las ocho. El oxígeno duraría hasta entonces. A las siete debería librarse de esta jauría, pues si no era la muerte segura: no habría esperanza alguna de alcanzar la nave a tiempo. Belopolski le había prometido que partiría a la hora justa, sucediese lo que sucediese.

— ¿Aunque usted demorara? — había preguntado Belopolski.

— Sí, aun así — le había contestado. Y Belopolski, dándose cuenta de las terribles consecuencias de una demora, cumpliría.

Los minutos pasaban. Las bestias iban y venían al pie de la roca, se detenían a mirarlo con sus verdes ojos y apretándose al suelo, como si fueran a saltar.

A pesar de su situación desesperada, Kamov mantenía la calma. Diríase que en su subconsciente había una firme convicción de que todo saldría bien. No podía explicar por qué se había adueñado de él semejante sentimiento, pero ahí estaba esa inexplicable seguridad.

Corrían los segundos. ¿Vida… Muerte? ¡Vida… Muerte! La situación no cambiaba.

Pensó en la angustia de los amigos que lo esperaban. ¡Qué preocupados estarían!

Los veía a los tres, mentalmente: Belopolski, más ceñudo que nunca, con sus idas y venidas, del tablero de dirección a la puerta y viceversa. Melnicov en la ventana, mirando al horizonte por si aparecía la silueta blanca del coche. Paichadze, aparentemente tranquilo, mira el reloj a cada minuto. No lo abandona ese dominio tan inveterado de sí mismo, pero Kamov sabe que nadie sufre tanto como él, como ese amigo fiel a toda prueba. Las seis… Queda una hora…

Kamov deja caer su cabeza en el brazo y en su mente cansada y en sus oídos resuenan las últimas palabras de Paichadze, como un amargo reproche. «¡Tenga cuidado, Serguei Alexandrovich!»

EL REGRESO

2 de enero de 19…

El último día de nuestra estada en Marte fue el más penoso entre todos los que pasamos en ese planeta.

Es muy difícil relatar todo lo que tuvimos que experimentar, pero tengo el deber de hacerlo.

A mediodía acompañé a Kamov hasta el coche en el que partía para su última excursión. Estaba de excelente humor.

— ¡No vayan a extrañarme! — me dijo bromeando al sentarse en el vehículo. El coche se fue… Volví a bordo. Belopolski estaba sentado al lado de Paichadze, acostado. La radio estaba a su lado.

Me fui a mi laboratorio, para poner orden en mis cosas y preparar lo necesario para el despegue. Además, Kamov me había pedido que revelara la foto del aparato de Bayson. Kamov le pidió su autorización para ello y tuvo que consentir, aunque a desgano. Dijo que la película no tenía más que dos fotos. A Kamov le interesaba precisamente la segunda foto, la que según Bayson, mostraba al animal que había atacado a Hapgood. ¿Era el mismo lagarto que matamos nosotros o algún otro animal que no habíamos visto aún? Si era otro habitante marciano, ¿a qué se parecía?

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