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Gueorgui Martinov: 220 dias en una nave sideral

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Gueorgui Martinov 220 dias en una nave sideral

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Pronto bajó por la cuerda anudada en la saliente de la roca y se precipitó hacia su coche blanco. Tropezó y cayó varias veces, lastimándose contra las piedras. Pero ¡qué era el dolor en comparación con la perspectiva de verse devorado por los horrorosos soberanos marcianos, de los que ahora estaba a salvo!

Aunque el porvenir le prometiese sólo la muerte, su cuerpo no sería presa de las ávidas fauces.

Ya instalado en el mullido asiento de su coche vio otra vez en el cielo la silueta de su hijo predilecto, su astronave perdida por siempre jamás, que ya estaba en la lejanía. Pero sabía que al apretar un botón aparecería el reflector del coche que les llamaría la atención. El pájaro sideral bajaría a tierra para salvarlo, puesto que estaban buscándolo.

Los astronautas estaban buscando a su comandante desaparecido pasando y repasando sobre la zona donde podía hallarse. Los compañeros tenían esperanzas de encontrarlo aún. Habían perdido mucho tiempo en esa búsqueda. La lejana Tierra se acercaba inexorablemente al punto de su órbita donde tenía que alcanzarla la nave.

Cuando el planeta pase ese punto ya no será posible alcanzarla y todos estarán perdidos.

En el cerebro fatigado corren los pensamientos con velocidad afiebrada… Los motores tienen una reserva de potencia… Podría acelerarse el vuelo de la nave y lograr encontrarse a tiempo con la Tierra… El botón del reflector está aquí… Habría que prender el reflector… Salvar su vida…

El instinto de conservación conduce la mano hacia el botón salvador.

Los dedos ya rozan la superficie pulida… un pequeño esfuerzo más… pero la voluntad y el raciocinio vencen al instinto.

¿Acaso él, el comandante de la nave tiene el derecho de arriesgar la vida de sus camaradas, arriesgar los resultados del primer vuelo cósmico en la historia de la humanidad, para salvar su propia vida?

La astronave tiene que regresar a la Tierra. Y regresará.

Kamov retira su mano del botón. Recién, en la roca, se apretaba a las piedras temiendo que lo viesen de a bordo. Entonces ¿por qué ahora pudo su mano dirigirse hacia el botón traicionero?

Evidentemente, la inesperada liberación de los lagartos, el aparente cambio de la muerte hacia la vida habían alterado su equilibrio mental y debilitado su voluntad. Sólo él es culpable y ha de sufrir las consecuencias de su culpa. No tiene el derecho de arriesgar la vida ajena.

Allá lejos, en el horizonte, apareció una rayita roja que ascendió lentamente en el cielo convirtiéndose poco a poco en un punto que luego se desvaneció en el aire. Es la astronave que regresa a la Tierra. Kamov cierra los ojos.

…Acelera la velocidad, la potente fuerza de la fisión atómica impulsa al cohete con mayor y mayor velocidad. La nave lleva a su planeta natal la noticia de un gran triunfo. Pasará un mes y medio y entre la muchedumbre jubilosa bajará en la pista del cohetódromo un gran pájaro blanco…

Lentamente mudábanse en el oscuro cielo marciano las figuras de las constelaciones. La Osa Mayor se inclinaba hacia el horizonte y el primer satélite del planeta, Pobos, que en el curso de una noche pasaba dos veces por el cielo de Marte, se movía de oeste a este. Crecía la helada nocturna. En el desierto arenoso, entre lagos helados y plantas azul-grisáseo, desfilaban las sombras saltarinas de los lagartos fantásticos cuyos ojos felinos reflejaban la luz opaca de la luna marciana. En el aire enrarecido oíase el lastimero quejido de alguna liebre devorada por un lagarto.

Era la eterna lucha por la existencia que se repetía en todos los cuerpos siderales donde había aparecido la vida. La sombra de la roca llegó a tapar la blanca máquina estacionada a sus pies, construida en la lejana Tierra a muchos millones de kilómetros de aquí…

Kamov levantó la cabeza y dijo: «¡Adiós!», cerrando con esa palabra el último resumen de su vida mentalmente recorrida en esas horas. Su rostro había envejecido y profundas arrugas, antes inexistentes, se marcaron en las comisuras de sus labios, siempre firmemente apretados. Nada podía alejar la muerte cercana e inevitable, no había ninguna esperanza…

El coche marchaba lentamente, siguiendo sus viejas huellas. La astronave ya no estaba en su lugar para orientarlo por su faro radial. Kamov decidió volver al sitio donde habían descendido. A la madrugada, con la luz del día, inspeccionaría el lugar del despegue para cerciorarse de las huellas dejadas por la máquina al decolar. Esa observación lo ayudaría a completar el mecanismo que quería sugerir en lugar de las ruedas, que le habían parecido de manejo incómodo. Este proyecto, ideado mucho tiempo atrás, no lo había anotado y ni siquiera lo había comunicado. Por lo tanto, había que apuntarlo en el papel para que su pensamiento no se perdiera con él. Dejaría el coche al lado mismo del obelisco erigido, de manera que la próxima expedición lo encontrara enseguida. En el coche encontrarían la carta de Kamov.

Seguramente, el segundo vuelo a Marte se efectuaría a los dos o tres años. En este clima seco, el coche no sería perjudicado y podría ser utilizado con solo cambiarle los acumuladores.

Kamov prendía el reflector muy de vez en cuando para orientarse. No quería utilizar la luz temiendo atraer a las fieras que rondaban por los alrededores. Era difícil ver las huellas a la luz de las estrellas y en caso de perderlas no podría encontrar el obelisco en esas llanuras arenosas. Iba lentamente porque no había motivo de apuro: faltaba mucho tiempo hasta el amanecer. La reserva de oxígeno era tan grande en el coche que Kamov estaba asegurado por lo menos para dos semanas. La energía de los acumuladores alcanzaría para unas cuarenta horas de movimiento seguido a máxima velocidad. Quizás podría encontrar alimentos en la astronave de Hapgood en el caso de poder dar con ella. De este modo podría vivir cerca de quince días, hasta que se acabara el oxígeno. Ni se le ocurrió la idea de un suicidio, porque tal modo de terminar la vida le parecía el colmo de la pusilanimidad. En la nave norteamericana esperaba encontrar papel. Así tendría trabajo para todo el tiempo restante. Podía y debía dejar una herencia a sus sucesores, a los que continuarían su obra; les dejaría todos sus pensamientos, todos sus cálculos sobre los vuelos cósmicos que se había propuesto efectuar.

En la nave norteamericana también encontraría oxígeno. De quererlo, Kamov podría prolongar su vida más allá de los quince días, pero no quería ni pensar en ello y se daba cuenta de que era una intención subconsciente. Trataba de no analizar sus sentimientos recónditos. En su situación no se le podía pedir más.

Cualquier hombre que se encontrara en la Tierra en una situación análoga, podría abrigar la esperanza de que la casualidad le trajera la ayuda de otros hombres. Tendría que luchar por su vida hasta lo último, ya que sólo un cobarde pierde la esperanza. Pero Kamov no tenía absolutamente nada que esperar, nadie podía ayudarle. Estaba solo, en el enorme planeta.

A una distancia inimaginable estaba la Tierra; el cohete la alcanzaría dentro de un mes y medio. Suponiendo que saliera inmediatamente otra vez (lo que de por sí era imposible) volvería a Marte sólo a los cuatro meses. Ni con el oxígeno de Hapgood podría aguantar tanto tiempo. Y era absurdo suponer que pudiese aparecer otra ayuda.

Sopesaba metódicamente todas las variantes de salvación que pudieran presentarse, aunque estaba convencido de que ni siquiera teóricamente tenía posibilidad alguna…

¡El cohete norteamericano! A primera vista era el más fácil camino de salvación: instalarse allá y volar hacia la Tierra. Así pensaría cualquiera que no estuviera familiarizado con la técnica del manejo de naves cósmicas y que no supiera lo que era la astronáutica.

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