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Gueorgui Martinov: 220 dias en una nave sideral

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Gueorgui Martinov 220 dias en una nave sideral

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Abrió el portafolios. En hojas sueltas, manuscritas con letra menuda había algo que le hizo temblar. Le bastó una mirada para darse cuenta de lo que era. Sintiendo cómo lo embargaba una repentina emoción que le cortaba el aliento, tomó el rollo de dibujos y lo abrió.

¡Oh, si lo hubiera sabido antes…! ¡Si hubiese venido aquí enseguida habría podido salvarse! ¡Lo que tenía a la vista era el proyecto de la nave norteamericana!

¿Pero por qué estaba aquí el proyecto? ¿Por qué Hapgood lo había llevado consigo?

Evidentemente, para que en caso de catástrofe nadie más que él aprovechara su invento. Parecía inverosímil, pero no había otro explicación.

¡Qué ironía del destino, ese hallazgo que le resultaba inútil ahora! ¡Era demasiado tarde! Kamov estaba ojeando mecánicamente los apuntes de Hapgood, con la íntima esperanza de encontrar datos sobre la velocidad de la nave.

«¡29,5 km. por segundo!»

— ¡Y la Tierra se mueve a razón de 29,76 km.! — dijo en voz alta.

Las hojas se le cayeron de las manos.

¡Demasiado tarde!

Un kilómetro más por segundo no podía compensar el tiempo perdido. Daba la posibilidad de economizar sólo treinta horas, pero no le alcanzaban tres horas para familiarizarse detalladamente con la nave. La chispa de esperanza que se había encendido, se apagó enseguida.

¡Otra vez, la muerte inexorable se aproximaba al hombre solitario abandonado en la vastedad de un planeta desconocido! Durante unos minutos quedó sumido en la inmovilidad, sin pensar en nada, luego se levantó y recogió las hojas sueltas caídas. El ataque de desesperación había pasado.

Su templada voluntad le ayudó a dominarse y se puso a leer con calma Le - фото 9

Su templada voluntad le ayudó a dominarse y se puso a leer con calma. Le interesaba la cuestión puramente técnica: cómo era que el constructor americano había logrado una mayor velocidad que él. Kamov consideraba que 28,5 km. por segundo era el límite máximo que permitía la técnica moderna. Hapgood escribía con letra menuda pero clara y Kamov conocía el idioma a fondo. Los dibujos ejecutados con esmero ampliaban el texto matemático y la experiencia personal del constructor le permitía formarse un criterio de lo leído.

Si en lugar de él hubiera estado allí Belopolski, no habría captado lo mismo que Kamov, a pesar de toda su pericia. Había que ser constructor también. Había que saber proyectar astronaves para entender el sentido de las fórmulas cortas, abreviadas sin ninguna explicación: Hapgood escribía solamente para sí.

Durante dos horas estuvo estudiando el proyecto. Sumido en el mundo de la técnica, se olvidó completamente de su desesperada situación. El tiempo había cesado de existir para él. De golpe se estremeció y se quedó mirando fijamente una breve fórmula que ocupó todo su pensamiento, borrando lo que había leído hasta entonces. Con el método que había aplicado Hapgood, él — Kamov —, hubiera podido alcanzar con su nave una velocidad de ¡setenta kilómetros por segundo! Pero al ingeniero ruso no se le podía ocurrir semejante cosa. ¡Cincuenta metros! Una aceleración que excede cinco veces el peso normal. ¡Cómo pudo Hapgood arriesgar semejante cosa! Condenarse a sí mismo ya su acompañante a 10 minutos de semejante prueba implicaba un daño irreparable a la salud. Aunque lo hubiese querido, Kamov no habría podido proceder de este modo porque la Comisión Estatal jamás se lo habría permitido. Ahora comprendió qué objeto tenían los ataúdes de aluminio con su tanque de agua, aunque Kamov no creyese que la sumersión en el agua pudiese amortiguar el daño infligido al organismo por una aceleración tan elevada.

Pero si Hapgood no estaba ligado por la condición del peligro acelerador, quizás su motor era suficientemente potente para aumentar esa cifra…

Por tercera vez en estas 24 horas surgió ante Kamov la ilusión de una esperanza.

Buscó las características técnicas del motor y se convenció de que podía alcanzar una aceleración máxima de cincuenta y cinco metros.

Esto decidía la cuestión. Es verdad que semejante aceleración lo amenazaba de muerte desde los primeros minutos del vuelo, pero de otra manera no podría alcanzar a la Tierra. Además del peligro en el momento del despegue, había el mortal peligro que amenazaba al aterrizar Según los cálculos de Hapgood, su motor no podía funcionar después del “decolage” de Marte, y el americano proyectaba aterrizar mediante el paracaídas mientras Kamov no poseía esta posibilidad porque estando solo no podría volver a doblar el paracaídas. Podía fiarse en la posibilidad de que Hapgood hubiese considerado su motor con demasiado pesimismo. Tal vez funcionara todavía. En todo caso no había elección posible. Se trataba de arriesgarse o de resignarse a una cercana e inevitable muerte.

«Es mejor morir al despegar o llegar a estrellarse en la querida Tierra» decidió Kamov.

¡TIERRA!

12 de febrero de 19… Las 10, hora de Moscú.

Por fin tengo el derecho de escribir «hora de Moscú».

Estoy en Moscú. Hoy siento con especial agudeza la felicidad del retorno. Ayer nos sentíamos abrumados, pero jamás olvidaré el menor detalle de lo ocurrido. Quiero describir el último día de nuestra travesía cósmica. Será la última anotación de mi diario. Son muchos los acontecimientos que llenaron sus páginas. Las escribí en Moscú, a bordo de la nave sideral y también en Marte, y las termino en la misma mesa de mi cuarto donde las empezara la noche memorable del 2 de julio. Ante mis ojos desfila todo lo visto…

El despegue de la Tierra… El hermoso planeta poético, ¡Venus! La masa informe del asteroide que pasó ante nosotros por un brevísimo instante, pero que por siempre quedará grabado en la memoria…

Las llanuras desiertas de Marte… El disparo de Bayson… La nave norteamericana… La siniestra tempestad de arena…

Veo los felinos ojos verdosos con las tremendas fauces de dientes filosos triangulares… El enorme salto del cuerpo plateado…

Veo el monumento que dejamos en la pista, el obelisco de acero coronado por una estrella de rubíes…

La partida de Marte, un mes y medio de retorno angustiado…

Belopolski hizo todo para que la nave volviera a la Tierra al minuto exacto fijado por Kamov… «Tengo que hacerlo en memoria de Serguei Alexandrovich», solía decir ¡y lo hizo!

Según el plan de la expedición, el aterrizaje de la nave debía efectuarse el 11 de febrero, entre las 12 y las 14 horas. Nos demoramos en Marte 36 minutos, pero, con todo, las ruedas de la nave tocaron la pista del cohetódromo a las 12 horas y 32 minutos. ¿Qué más podía pedirse?

Es muy grande el mérito de Belopolski: condujo la nave que había perdido a su comandante, por las inconmensurables rutas del Universo, como si fueran rieles de un ferrocarril, directamente a la plataforma de la estación.

¡Gloria al meritorio sucesor de Kamov ante el tablero de dirección de la primera astronave…!

A las 8 de la mañana del 11 de febrero nos reunimos todos en el observatorio. Eran las últimas horas de vuelo. La Tierra estaba ya muy cerca. A bordo todo estaba listo para el aterrizaje. Paichadze se ocupaba de su equipo astronómico preparándose a las observaciones. En las últimas semanas había adelgazado mucho; sufría más que todo la pérdida del amigo. Se querían mucho con Kamov. Las inolvidables horas de su histórico vuelo a la Luna, los habían ligado para siempre. Durante todo el tiempo del retorno no interrumpió su trabajo, reduciendo hasta el mínimo sus horas de descanso. Con su labor tesonera quería aplacar su dolor.

Belopolski, ante el tablero de mando, con un cuaderno en las rodillas, calculaba algo llenando páginas con fórmulas matemáticas. Bayson miraba tristemente por la ventana. Durante un mes y medio se había quedado en su camarote rehusando salir de él. Lo esperaba la vergüenza del Tribunal y un duro castigo. Ahora se encontraba con nosotros por orden de Belopolski. El enorme disco de la Luna nos tapaba la Tierra. Debíamos pasarla y parecía acercarse por minutos. La fotografiaba sin cesar. Los dos aparatos de cine también la filmaban. Su costado, invisible desde Tierra, era el que teníamos enfrente, pero el Sol iluminaba sólo un cuarto de esta faz que tanto nos interesaba.

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