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Gueorgui Martinov: 220 dias en una nave sideral

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Gueorgui Martinov 220 dias en una nave sideral

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A las ocho y treinta estuvimos a unos doscientos kilómetros del satélite de la Tierra y enseguida pudimos divisar nuestro planeta. El corazón latió con júbilo… ¡Se nos formó un nudo en la garganta! ¡La Tierra…!

Brillaba en el fondo oscuro como un disco azulado, rodeado de una aureola atmosférica… La nave se dirigía directamente hacia ella. El negro vacío parecía retroceder. El pájaro blanco se lanzaba hacia su nido cubriendo los últimos kilómetros con vertiginosa velocidad.

La Tierra se acercaba, aumentando por segundos. En estos minutos de angustiosa alegría sentimos más dolorosamente la terrible pérdida que habíamos sufrido: ¡Si Kamov estuviera con nosotros…!

Una vez dijo Paichadze: «¡Si Kamov hubiese podido aprovechar la nave americana!» No dijo nada más, pero luego Belopolski amplió estas palabras, explicándome que, aunque estuviese con vida, Kamov no habría podido volar en la nave americana sin conocer su construcción. ¡Entonces ya no había esperanza posible!

Así como sucedió en Venus, la nave tenía que efectuar la bajada en cuarenta y siete minutos, empezando la maniobra a una distancia de cuarenta y un mil kilómetros desde su superficie. Esta distancia bastaba para apagar nuestra velocidad cósmica, la que, disminuyendo a razón de diez metros por segundo, caería en ese lapso de cuarenta y siete minutos de 28,5 kilómetros hasta cero.

Cuando empezó la acción frenadora de los motores, estábamos ya tan cerca que pude reconocer el Asia, toda iluminada por el sol, mientras Europa se encontraba aún envuelta en sombras. En toda la superficie del globo terrestre no se veían grandes masas de nubes. Toda la tierra parecía dar una acogida jubilosa a sus hijos.

Cuando nos sumergimos en la atmósfera el momento pasó casi desapercibido. El aire era muy transparente y nuestra Patria se extendía en todo su esplendor. Con nuestros potentes prismáticos, veíamos la superficie lustrosa del Océano Pacífico, y la línea apenas perceptible de la cordillera de los Urales. Al norte, en una bruma lechosa, adivinábamos los hielos árticos.

La astronave bajaba. Luego desplegó sus amplias alas.

La travesía cósmica había terminado. El avión a reacción volaba en la estratosfera. Yo creía que íbamos a bajar directamente sobre Moscú, pero cuando, a una altura de 30 kilómetros tomó un rumbo horizontal, vi que nos encontrábamos en los Urales. Belopolski conducía la nave hacia el occidente, bajando paulatinamente.

Vimos la ciudad de Gorki. A los veinte minutos ya era la antiquísima ciudad de Vladimir… Luego nos acercamos a Moscú.

La nave se encontraba a un kilómetro de altura cuando divisamos el panorama de nuestra capital. No sobrevolamos Moscú, sino que nos dirigimos a la pista lanzacohetes. Más y más bajo… Cesa el rumor de los motores… La nave termina su vuelo de siete meses, con amplias vueltas alrededor del campo de aterrizaje… Un campo enorme… Allá empezamos nuestro vuelo y hasta allá volvemos nuevamente. Está desierto en su inmaculada blancura invernal. En el alto cerco que lo rodea ondean innumerables banderas… Como pequeños puntitos se divisan los autos estacionados en filas y filas. No lo veo, pero sé que hasta en el techo de la «Estación Interplanetaria» hay un gentío enorme. Nos esperan.

No estoy seguro, pero me pareció que Paichadze había dicho en voz alta: «Serafina Petrovna también está acá».

Serafina Petrovna es la esposa y la fiel amiga de Kamov. Ella también se encuentra en la plataforma de la azotea, mirando al pájaro blanco y esperando ver al ser amado. No sabe nada…

La última vuelta. Las enormes ruedas se posan suavemente en el suelo…

Entre las lágrimas de felicidad que obscurecen mi vista, veo como se lanzan seis automóviles desde la estación hacia la nave detenida.

Belopolski abre las puertas de la cámara de acceso ya se puede abrir todo - фото 10

Belopolski abre las puertas de la cámara de acceso: ya se puede abrir todo, afuera respiraremos el buen aire de la Patria. ¡Tierra!

La escalerita de aluminio cae en la nieve. Aquí no podríamos saltar, como en Marte, y bajamos por turno.

De uno de los automóviles baja el presidente de la Comisión Estatal, el Académico Voloshin, y se dirige hacia nosotros. Le siguen otras personalidades. Hay varios cineoperadores con sus aparatos.

He sacado muchas fotos en viaje. Ahora he terminado y es el turno de ellos.

Belopolski se adelanta hacia Voloshin y en ese momento, interrumpiendo la solemne ceremonia del encuentro y de la bienvenida, sale corriendo a espaldas del académico la hijita de Paichadze, Marina, que se refugia en los brazos de su padre.

Belopolski lleva la mano a su gorra, para dar parte de la desaparición del capitán de la nave, mientras Serafina Petrovna está a tres pasos, radiante y feliz, con un gran ramo de flores en la mano. ¿Acaso no ve que su marido no está entre nosotros? ¿Por qué Voloshin no expresa ninguna sorpresa de que el informante sea Belopolski y no Kamov…?

Las terribles palabras del informe oficial han sido pronunciadas, pero Serafina Petrovna sigue con su sonrisa.

El informe ha terminado y Voloshin da un gran abrazo al comandante de la nave.

— Lo felicito — dice en voz alta— por la brillante terminación del primer viaje interplanetario. Con su feliz regreso, ha rendido usted un gran servicio a nuestra Patria. ¡Reciba usted nuestro regalo!

Los miembros del comité se apartan y se nos acerca el hombre cuyo recuerdo nos ha obsesionado durante estas últimas seis semanas.

Vivaz, alegre, con ojos llenos de júbilo está ante nosotros Serguei Alexandrovich Kamov.

No recuerdo cómo Marina se encontró en mis brazos…

— ¡Serguei…!

— ¡Arsen…!

Kamov y Paichadze se abrazaron.

Reteniendo el aliento y con temor de perder una palabra, escuchamos el relato de Kamov sobre lo sucedido en Marte y su extraordinaria salvación.

Hablaba de manera breve y concisa, sin exteriorizar sus propios sentimientos; pero del corto relato se desprendía la figura heroica del hombre para el cual su obra era más cara que la propia vida.

— Los cincuenta y cinco metros de aceleración me dieron la posibilidad no sólo de salvarme, sino también de llegar a Tierra veintiuna horas antes que ustedes. La velocidad de la nave, después de diez minutos de funcionamiento del motor dio treinta y dos kilómetros con cuatrocientos cincuenta metros por segundo. En el momento del despegue perdí el conocimiento, pero lo recobré cuando la nave ya volaba por inercia. Claro que no me sumergí en el agua, porque no tengo fe en que ese método atenúe los efectos nocivos sobre el organismo. Di a la nave el rumbo necesario y en lo demás dejé que obraran las leyes de la mecánica y mi buena suerte. Pueden imaginarse cómo me sentí, solo. Al acercarme a la Tierra pude apreciar qué tesoro tenía Hapgood a su disposición, sin haberlo aprovechado. Estoy hablando del motor de su nave. Es un mecanismo excelente y de absoluta seguridad. No quise frenar la nave por fricción con la atmósfera y el motor se desempeñó espléndidamente. Di rumbo a ciento ochenta grados y me puse a frenar la nave con el mismo motor y para el momento de sumergirme en la atmósfera tenía una velocidad casi nula. La nave empezó a caer. No tenía paracaídas. Se quedó en Marte, con nuestro coche. Entonces empecé a hacer funcionar el motor a golpes cortos. Y logré lo que quería: la nave interrumpió su caída vertical y entró en vuelo planeador…

Se quedó en silencio. Todos estaban callados en el gran comedor. Esperaban que continuara su relato. Voloshin estaba removiendo el azúcar en su té ya frío. La esposa de Paichadze trataba de apaciguar a su hijita Marina. Belopolski, Paichadze y yo mirábamos a nuestro comandante recuperado.

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