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Gueorgui Martinov: 220 dias en una nave sideral

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En los espacios inconmensurables del sistema solar, la Tierra y Marte no son más que puntitos. Para volar de uno de estos puntos al otro, hay que calcular con escrupulosa precisión muchísimas influencias casi imperceptibles procedentes de ambos planetas, del Sol y de otros astros, especialmente Júpiter, que afectan a la nave. El comandante de una astronave debe conocer a la perfección su peso, dimensiones, posición de los motores y potencia. Tiene que saber manejar y regular la potencia de los motores, conocer las velocidades que puedan impartir al cohete y saberlo con una exactitud de hasta un centímetro por segundo. Sin todo esto, la nave se perdería en los espacios siderales sin poder llegar a su meta.

Kamov comprendía muy bien. Volar a tierra en una nave extraña sin conocer su construcción y sus motores, era lo mismo que disparar un rifle con los ojos vendados esperando dar en el blanco de una monedita de 5 centavos que se encontrara a dos kilómetros de distancia. ¡Vano intento!

Todas las variantes de salvación, ¡hasta las más inverosímiles! habían pasado por su mente. La conclusión era clara, por lo tanto no valía la pena seguir pensando en ello. Todos sus pensamientos debían concentrarse en cómo pasar los días restantes con la mayor utilidad. Prendió el reflector y miró el camino, pero no vio las huellas de sus orugas. Eso significaba que, absorto en sus pensamientos, había extraviado el camino.

Dio vuelta atrás y volvió a encontrar el camino. Desde aquel punto faltaban 70 kilómetros hasta el obelisco.

Fuera del coche había una fuerte helada pero adentro no se sentía el frío, puesto que las puertas y ventanas herméticamente cerradas no dejaban pasar el aire y las paredes se calentaban eléctricamente, así que la temperatura era agradable.

Kamov desabrochó su buzo de piel y se sacó la máscara. Sentía apetito, pero no tenía ningún alimento consigo. Generalmente, el coche contenía una cantina de emergencia, pero en su última expedición había salido sin llevarse nada, pues pensaba regresar enseguida. «Esto también es una lección para el porvenir, pensó. Los que viajen por planetas extraños siempre tienen que llevarse provisiones de emergencia.»

Faltaba como una hora y media para el amanecer cuando el coche llegó a la pista de la nave. Se veían reflejos del obelisco de acero, de la estrella de rubíes y del oro de los bajorrelieves. Pudo divisar en la oscuridad los rastros dejados por el chorro ígneo del escape del cohete al despegar.

Cuando aclarase, vería todo en detalle.

La falta de alimentos se hacía sentir más y más, pero Kamov decidió que iría a la nave americana sólo después de haber averiguado todo lo que le interesaba. Podría producirse otro huracán de arena que borrara todos los efectos del despegue.

Estaba tan cansado que le pareció mejor tratar de dormir hasta el amanecer. No vio ese amanecer y durmió hasta el mediodía pues su organismo fatigado había reconquistado sus derechos. Apenas despierto se dedicó a la inspección, que duró un par de horas. El fuego del cohete había quemado una larga picada entre las plantas, sin dejar ni rastros de vegetación. A ambos costados quedaban troncos chamuscados y ennegrecidos. Hasta la arena se había vitrificado donde el huracán ígneo se había manifestado con más fuerza. Las ruedas se habían incrustado profundamente en la arena, en el momento del «decolage.»

Kamov anotó concienzudamente todas sus observaciones y conclusiones. Ahora podía pensar en alimentarse, pues empezaba a sufrir los tormentos del hambre. Había comido por última vez en la mañana de la víspera y durante las 24 horas transcurridas había experimentado toda clase de emociones.

Decidió buscar la nave de Hapgood, donde hallaría alimentos, y luego regresar al lugar del obelisco. Ni quiso pensar en que le sería más cómodo instalarse en la nave americana. Viviría sus últimas horas al lado del monumento…

Las huellas de las orugas habían desaparecido: el viento y la arena las habían borrado. Kamov se dirigió al oeste. Allá, a los ciento cincuenta kilómetros encontraría la nave de Hapgood. Recordaba que durante su primera expedición con Paichadze iban directamente hacia el oeste, sin desviarse. Por suerte se acordaba, porque si no fuera así, no habría esperanza de volver a encontrar la astronave de Hapgood. El único punto de referencia era la ciénaga, que se encontraba a cincuenta kilómetros. Al encontrarla se convenció de que iba bien encaminado. Desde allá siguió a mayor velocidad. Cuando el manómetro mostró que había hecho ciento cincuenta kilómetros, se detuvo, salió del coche, subió al techo y escudriñó los alrededores, pero no pudo ver lo que buscaba. Claro, se había desviado. ¿Cómo encontrar la ruta, ahora?

Decidió ir a la derecha, en ángulo recto, y hacer unos diez kilómetros; si no daba con la nave, volvería sobre sus nuevas huellas y haría otros diez kilómetros a la izquierda del punto de partida. Si aún así no la encontrara haría unas circunferencias alrededor de esa línea, porque regresar al obelisco sin hallar la nave de Hapgood era condenarse a una muerte por inanición.

Kamov estaba seguro de que no podía haberse desviado mucho y de que su meta no estaba muy lejos. Efectivamente, a unos ocho kilómetros, vio una colina de arena. En el primer instante pensó encontrarse otra vez cerca de las rocas, pero fijándose bien divisó la nave, que había sido casi recubierta por la arena de aquel terrible huracán. La puerta de entrada estaba tapada y perdió unas tres horas hasta poder abrirla. Por suerte habían quedado las palas en el coche, porque si no habría tenido que luchar contra la arena con las manos. Entró por tercera vez en la nave americana. La primera vez había estado con Paichadze y Bayson. La segunda con Melnicov. Ahora estaba solo.

En el tablero de mando estaba el gran sobre sellado que él mismo colocara, con el acta de la muerte del capitán de la nave.

— ¡Qué extraño capricho del destino! — pensó —. ¡Ambos capitanes vienen a perecer en Marte! ¡Los dos constructores de las naves marcianas!

Enseguida encontró un cajón de aluminio con productos alimenticios, y se sorprendió de la poca variedad de su contenido: tarros de carne conservada de cerdo, frutas, azúcar y galletitas. Nada más. ¿Y qué es lo que tomaban? Aunque fuera agua. ¿Dónde estaba el agua? Ahora, más que hambre, sentía sed y se puso a buscar en ese desorden caótico, entre balones, cajones y otros envases y recipientes, en medio de los cuales era difícil moverse.

Al abrir la canilla de uno de los envases de acero, encontró alcohol.

«¿Qué ocurrencia era esa, de llevar semejante cantidad de alcohol para un vuelo interplanetario? ¡Y además, en un recipiente tan pesado…!»

Encontró oxígeno en los otros recipientes, pero muchos ya estaban vacíos. En un gran tanque de aluminio encontró agua. Pero tenía un fuerte olor a metal y a goma. Del tanque salían dos tubos de goma hacia dos cajones alargados, parecidos a ataúdes. Era evidente que no se trataba de agua potable. Por fin encontró varios balones con jugo de naranja. «¡Menos mal, algo es algo!»

Apagados la sed y el hambre, empezó a buscar papel para sus apuntes. Nada de papel.

«Hapgood era un sabio — pensaba Kamov —. Debe haber hecho observaciones, y haberlas apuntado. Tiene que haber cuadernos de apuntes.»

Al lado del tablero de mando había una gran valija de cuero, con cerraduras. No había llave.

«Debe ser la valija de Hapgood. Sus apuntes han de estar aquí. Tendré que romper las cerraduras, por desagradable que sea. No hay otro remedio.»

Para no perder tiempo inútilmente, se fue al coche a buscar las herramientas para abrir la valija.

Cuando logró abrirla, por fin, encontró encima de todo dos gruesos cuadernos. Les echó una mirada: no tenían más que apuntes astronómicos, ropa interior, agua de colonia, máquina de afeitar. Ni papel, ni cuadernos en blanco. En el fondo de la valija halló un portafolios de cuero y un rollo de dibujos.

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