Gueorgui Martinov - 220 dias en una nave sideral
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- Название:220 dias en una nave sideral
- Автор:
- Издательство:El Barrilete
- Жанр:
- Год:1958
- Город:Buenos Aires
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— Mejor así; no sentirá el transporte.
— Pero ¿cómo ha sucedido? — repitió Melnicov.
Instintivamente miró al norteamericano que estaba al lado, de pie.
— ¡Buen día! — dijo Melnicov extendiéndole la mano.
— ¡Deje! — cortó Kamov severamente —. ¡No se da la mano a un asesino!
Melnicov, asombrado, retiró su mano con precipitación.
— ¿Asesino?
— Paichadze está herido por una bala de este malvado — le explicó Kamov en inglés, sabiendo que Melnicov conocía el idioma —. Es pura casualidad que no lo haya matado. ¿Preparó la cabina para él?
— Sí, ya está.
— Enciérrelo allí.
Melnicov echó una mirada de asco al inesperado huésped. Quiso preguntar por qué Kamov no le había pegado un tiro a ese hombre que quiso matar a Paichadze, pero se abstuvo. Dentro de unos minutos lo sabría todo. En silencio llevaron al herido al interior de la nave, donde los esperaba el muy emocionado Belopolski. Bayson, cabizbajo, iba detrás. Notando que Belopolski iba también a darle la mano, Melnicov le transmitió las palabras de Kamov.
— Sígame — dijo a Bayson.
Una vez encerrado el periodista en la cabina de reserva, volvió al observatorio donde Kamov se aprestaba para la operación. Paichadze no había vuelto en sí y Kamov resolvió no emplear el narcótico, ya que la extracción de la bala no tomaría más de cinco minutos. Efectivamente, a los cinco minutos había terminado.
— Ahora, solo necesita reposo y cuidados — declaró Kamov al terminar.
— ¿Usted cree que está fuera de peligro?
— Absolutamente. No es una herida grave y el desmayo fue causado por el trajín. Creo que dentro de tres días, cuando tengamos que decolar, se sentirá ya mucho mejor.
Conversando, terminó la curación y empezó a reanimar al enfermo, que a los tres minutos abrió los ojos.
— ¿Cómo se siente?
— Bien.
— Trate de moverse lo menos posible.
— Permítame cuidarlo — pidió Melnicov.
— Lo cuidaremos todos, por turno, constantemente.
Paichadze los miró con suplicantes ojos, diciendo que ello interrumpiría el plan trazado, que no necesitaba atención constante, que no había nada de serio… Pero Kamov, sonriendo afectuosamente, le objetó que no tenía ningún derecho a opinar, no tenía ni voz ni voto en el asunto. Que para ellos su salud era lo más importante, y que tenía que permanecer quieto y callado.
— Aún no nos ha dicho cómo ocurrió el percance.
Belopolski, luego de escuchar la historia detallada del día, opinó pesaroso:
— Resulta que también en el planeta Marte los bandidos siguen fieles a sus costumbres…
— Claro, no podía ser de otra manera — intercaló Paichadze.
— Usted, ¿por qué no obedece a su médico? ¿Acaso no le prohibió hablar?
Paichadze sonrió, tapándose la boca con la mano izquierda.
— Efectivamente, esta desgracia viene a perturbar nuestros planes trazados pero no hay por qué afligirse, puesto que este planeta es un desierto. Si Venus ha sido para nosotros una deslumbrante sorpresa, Marte, en el que depositamos tantas esperanzas, nos ha defraudado. Entre tres podemos investigar el pantano, coleccionar un herbario y organizar una caza. Yo quería subir en la nave y revisar el planeta, pero ahora no podemos hacerlo porque nuestro herido necesita reposo y tendremos que esperar la fecha del retorno a la Tierra. Mañana iremos con Melnicov a la nave norteamericana y de paso nos ocuparemos del pantano. Habría que buscar los restos de Hapgood para enterrarlos. Belopolski tendrá que quedarse otra vez en la nave.
— Me ocuparé del herbario.
— Después de nuestro regreso. Mientras estemos ausentes, usted no tiene que dejar la nave. No se olvide que no sabemos aún qué animales moran por acá. La muerte de Hapgood nos ha demostrado que hay que ser muy prudente.
EL LAGARTO SALTADOR
Al día siguiente, apenas amaneció, el coche se puso nuevamente en marcha.
— Volveremos dentro de unas seis o siete horas. Quedan en pié todas mis instrucciones de la víspera para el caso de que nuestro coche no retorne — dijo Kamov a Belopolski.
— ¡Todo estará en orden! ¡Feliz viaje! — contestó éste.
Kamov se sentó al volante y a su lado Melnicov con su cámara cinematográfica en la falda para que no se golpeara en la ruta. Detrás llevaban las palas, picos, sogas, alambres y hasta una grúa eléctrica.
Kamov cerró la puerta y puso en marcha el motor, mientras Melnicov abría la llave del oxígeno.
Sacándose las máscaras, hicieron señas de despedida al compañero que quedaba a bordo y emprendieron el viaje siguiendo las huellas anteriores, a la velocidad máxima. Los caminos de Marte eran cómodos: nada de baches, un suelo liso como una mesa. La llanura marciana era monótona e inanimada. No se veía ni una de esas «liebres» locales. Los navegantes manteníanse silenciosos y atentos.
— ¡Atención! ¡Mire adelante! — exclamó de golpe Kamov.
Melnicov alzó los prismáticos, pero no vio nada.
— ¡Ahí está la cosa! Fíjese, estamos frente al pantano, pero se lo ve tan poco que es una verdadera trampa. Ayer no lo vimos y por suerte no íbamos a tanta velocidad. Tuvimos que dar marcha atrás. ¿Ve cómo la huella da vuelta?
Se detuvieron. El pantano era apenas perceptible, sólo que la arena tenía un matiz más oscuro y los matorrales se elevaban un poco más.
— Vamos a investigar la profundidad.
Se pusieron las máscaras y salieron del coche.
— Fíjese bien en derredor nuestro, Melnicov. Al menor descuido podemos pasar por alto la aparición del reptil que mencionara Bayson, y entonces pasaremos un mal rato…
El lugar era abierto, pero había bastante vegetación como para obstruir la visibilidad y una fiera marciana podía muy bien arrastrarse hasta ellos sin ser vista.
— Hay que terminar con esto cuanto antes — dijo Kamov en voz queda pero con emoción contenida. En la Tierra siempre se percibía algún ruido, sea el susurro del viento, el murmullo del agua, o un rumor lejano, pero aquí reinaba el más absoluto silencio. El aire, las plantas, todo parecía inmóvil, paralizado bajo un Sol que irradiaba poco calor. Las estrellas que seguían brillando en un cielo oscuro creaban un paisaje inverosímil y fantástico. Pesaba el silencio. Parecía que el suelo pisado por el pie se hundiría bajo el peso del forastero importuno. La naturaleza era inhóspita, y estaba en acecho, lista para destrozar a esos seres extraños que invadían sus dominios, como lo hiciera ya con uno de ellos.
Melnicov apretó su revólver, con la vista fija en un arbusto cercano, bajo la impresión de que algo se movía bajo las largas hojas. Se acercó a Kamov, instintivamente, diciéndole que había algo por allá.
Kamov escudriñó el lugar señalado por su compañero y luego alzó su pistola y disparó un tiro.
— Como ve, no hay nada. Cuide sus nervios. ¡Qué lugar espantoso!
El disparo le hizo bien a Melnicov, y tuvo vergüenza de su pusilanimidad. Se metió el revólver en la cintura y se puso a ayudar a Kamov. Sacaron la grúa, y la instalaron conectando su motor con los acumuladores del coche. Kamov tomó una vara con punta y avanzó lentamente probando la arena. El terreno era fangoso.
— Esto no es un pantano como los que tenemos en la Tierra, es algo diferente.
Había hecho unos cinco o seis pasos cuando la vara se le escapó de entre las manos desapareciendo en la arena. Se quedó petrificado.
— Parece que debajo de la arena hay agua, pero la arena no puede mantenerse sobre ella. Suerte que ayer no tropezamos con este lugar, pues el coche se habría hundido igual que esta vara. — Dio un paso atrás —. Vamos a medir la profundidad. Déme la pesa.
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