Gueorgui Martinov - 220 dias en una nave sideral
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- Название:220 dias en una nave sideral
- Автор:
- Издательство:El Barrilete
- Жанр:
- Год:1958
- Город:Buenos Aires
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— ¿Una astronave? ¿Así que no estamos solos en Marte?
— Claro. Lo más probable es que sea el cohete de Charles Hapgood.
— ¡Qué encuentro original! ¿Vamos a comunicarlo a Belopolski?
— Ya tendremos tiempo de hacerlo. Aún no es la hora, puesto que tenemos que hablarle a las trece. No hay que alterar el plan y además estaremos allá en medio minuto.
El coche atravesó los espesos matorrales y se encontró en la pista arenosa de un valle idéntico a aquel donde había descendido su propia nave. La semejanza del lugar era tal que en un momento dado les pareció haber vuelto «a casa», aunque esta impresión se disipó enseguida.
Se detuvieron a unos diez pasos de la nave recostada en la arena como una ballena alada de un cuento de hadas. Era de color plateado y no tenía más de doce metros de eslora por dos y medio de ancho. Sus largas alas puntiagudas se encontraban en la parte inferior del fuselaje y no estaba munido de ruedas. Tenía el aspecto de un avión de transporte. Kamov pensó para sus adentros que las alas no se replegaban. Toda la parte trasera estaba recubierta por un montón de género de seda.
— ¡Qué extraño! — dijo Kamov —. ¡Una astronave que baja al planeta mediante un paracaídas! Nunca se me ocurrió nada semejante. Las alas son suficientes para el descenso. ¡Qué embrollo…!
— ¿Dónde estarán los norteamericanos? — interpuso Paichadze.
Efectivamente, no se veía a nadie cerca de la nave.
— O duermen, o salieron — contestó Kamov, mirando con atención; repentinamente tomó a su compañero por el hombro—: ¡Mire! — dijo con voz trémula.
A pocos pasos de ellos había una gran mancha obscura en la arena. Un gran reloj destrozado yacía al lado de una pierna humana con un pie calzado con zapato de suela gruesa. Cerca había un «flash», también roto.
— ¡Malo, malo! — dijo Kamov —. ¡Aquí debe haber ocurrido una tragedia! Pero ¿será posible que toda la tripulación haya perecido? Quédese acá, yo voy a investigar el asunto. — Se puso la máscara de oxígeno.
— ¡Tenga cuidado, Serguei Alexandrovich! — dijo Paichadze, poniéndose también la máscara —. Son los «lobos» que no hemos visto todavía. Es su obra.
Kamov desenfundó su revólver y se lo metió en la cintura. Paichadze tomó el rifle y apretando un botón, bajó todas las ventanillas del coche.
— ¡No salga del coche en ningún caso! — le dijo Kamov, abriendo la portezuela y bajando del vehículo.
Acercándose a la mancha obscura se agachó e inspeccionó atentamente la pierna humana arrancada cerca de la rodilla. No se veían otros restos humanos. «¿Por qué este reloj? — pensó —. ¿Cómo llegaron a encontrarse aquí? ¿Cómo averiguarlo?»
Se enderezó rápidamente al oír el ruido de una cerradura. Se abrió una puerta en el cohete. Apareció un hombre vistiendo un buzo y con una máscara de oxígeno que le ocultaba la cara. Se detuvo en el umbral, luego saltó y se dirigió hacia Kamov, con paso vacilante.
— ¡Buenos días! ¿Ustedes son los astronautas rusos? — preguntó con voz apagada por la máscara.
— Sí, ¿y ustedes?
Bayson se estremeció al oír la voz clara de Kamov, que le contestó en inglés.
— Yo soy un miembro de la tripulación de la astronave norteamericana.
— Así pensamos cuando vimos su nave. Por la estatura, juzgo que usted no es Charles Hapgood y supongo que es él el comandante de esta nave. ¿Dónde está?
— Allí está todo lo que quedó de él — contestó Bayson señalando la pierna arrancada —. Anoche nos atacó un animal desconocido que destrozó a Hapgood. Yo mismo me salvé a duras penas, disparando todas mis balas, pero sin poder salvar a mi compañero.
— ¿Y a qué se parecía ese animal? — preguntó Kamov.
— Era un reptil velludo y grueso. Lo vi solamente en el momento de disparar el «flash» y no pude distinguirlo bien.
— Entonces no hay que extrañarse de que no haya acertado con sus tiros, en la más completa oscuridad.
Bayson se sonrojó, pero Kamov no lo pudo ver, a causa de la máscara.
— ¿Hay alguien más con ustedes? — preguntó Kamov.
— Nadie más. Éramos dos.
— ¿Cómo se llama usted?
— Ralph Bayson, corresponsal del New York Times.
— ¿Entonces, vuestra expedición no tenía ningún fin científico?
— Hapgood hacía observaciones.
— Es verdad, era un gran sabio. ¡Qué lástima que haya muerto! — y de repente, dándose cuenta de lo que había pasado, miró directamente a los ojos del norteamericano—: Usted dijo que el animal los atacó anoche. ¿Cuándo llegaron?
— Anoche, ya tarde. ¿Y ustedes?
— Pero ¿por qué salieron de la nave en plena noche? ¿En las tinieblas desconocidas y llenas de peligros? ¿Por qué no esperaron al amanecer, como lo hicimos nosotros…? Aunque este reloj y este «flash» hablan por sí solos y cuentan vuestras intenciones mejor que las palabras. Pero, señor Bayson, permítame que le diga, ¡se portaron ustedes con una puerilidad inconcebible…!
Kamov estaba profundamente indignado y lamentaba sinceramente que Hapgood hubiera perecido por una niñería.
— Nosotros llegamos a Marte veinticuatro horas antes que ustedes — siguió diciendo al ver que Bayson no le contestaba— pero salimos de nuestra nave sólo por la mañana, sin fotografiar ningún reloj. ¡No necesitamos batir récords!
— Queríamos ser los primeros — dijo Bayson —. Temíamos que usted, señor Kamov, nos ganara la delantera.
— ¿Usted me conoce?
— ¡Quién no conoce al «Colón de la Luna»! ¡Usted y mister Paichadze son tan célebres como para que se los conozca en cualquier parte, y especialmente en Marte!
— ¿Y qué es lo que se proponía usted hacer después de la muerte de Hapgood? ¿Sabe usted manejar la astronave?
— No — contestó sencillamente Bayson —. Quería suicidarme y lo habría hecho si no los hubiese visto en el último momento.
Kamov sintió pena.
— Perdone que le haya hablado con brusquedad. Lamento que Charles Hapgood haya perecido inútilmente y eso me ha sacado de mis casillas. Usted no necesita suicidarse, pues retornará a la Tierra con nosotros.
Kamov se acercó al coche y relató la conversación a Paichadze.
— Pagaron cara su ligereza. Este corresponsal es joven aún, pero ya está canoso. Seguramente se volvió canoso durante la noche.
Mientras Kamov hablaba con Paichadze, Bayson pensaba intensamente en su situación. Los laureles de la primacía se habían escapado: los rusos habían ganado la partida. Era una verdadera derrota. No sólo habían llegado primero a Marte, sino que también llevarían de vuelta a Bayson, como a un perrito sacado de un charco. Nada le esperaba en el porvenir, excepto burlas y mofas por su fracasada intentona. Bayson conocía muy bien la inclemencia de su propia prensa.
«¡Ah! si ocurriera lo contrario, si fuera la astronave norteamericana y no la rusa la que regresara, entonces sí que llegaría a ser millonario!»
Se estremeció ante el pensamiento que había cruzado su mente. Kamov está acá. Kamov sabe manejar la nave. Bayson lo secuestrará. Lo obligará a regresar a Tierra. ¿Quién dudaría de la veracidad de las palabras de Bayson, el salvador de Kamov? Y si en la U.R.S.S. creerían a Kamov, en EE.UU. la gloria será de Bayson y su fortuna estará asegurada. ¡Su fortuna estará firmemente asegurada!
Debilitado por la prolongada borrachera y por los acontecimientos de la noche anterior, el cerebro de Bayson funcionaba mal. No se daba cuenta de su plan. Lo único claro para él era que si aceptaba que lo salvara Kamov, eso significaría una deshonra infamante que le haría perder todo. Por eso tenía que intentar otra cosa. Kamov se le acercó nuevamente.
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