Gueorgui Martinov - 220 dias en una nave sideral
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- Название:220 dias en una nave sideral
- Автор:
- Издательство:El Barrilete
- Жанр:
- Год:1958
- Город:Buenos Aires
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El sol subió y sus rayos iluminaron la deslumbrante blancura de la astronave posada en la ribera del lago. Las ruedas bimetrales de la nave se hundieron en el suelo arenoso. Las amplias alas desplegadas proyectaban una sombra obscura. A su lado veíase un coche a oruga, aerodinámico y también pintado de blanco, en cuyas ventanillas, largas y estrechas, se reflejaba el paisaje marciano.
Un animalito velludo saltó de las espesas matas. Por sus dimensiones, sus movimientos bruscos y las largas orejas, se asemejaba a una de nuestras liebres. Todo su cuerpecito estaba recubierto de un largo pelaje gris azulado en plena armonía con los colores circundantes. Sus grandes ojos redondos y negros, estaban muy cerca uno del otro, lo que indudablemente acortaba su vista. A largos saltos llegó hasta el lago y se sentó sobre sus patitas traseras; sus orejas bajaron y se apretaron contra su lomo, el cuerpecito se achicó aprestándose a huir. Pero el objeto que lo asustara estaba inmóvil y el animalito volvió a tranquilizarse. Sus orejas volvieron a levantarse, su cabecita se inclinó a un costado y diríase que estaba escuchando. Pero todo estaba en calma y del matorral saltaron otros dos bichitos para reunirse con él.
De repente se sintió un ruido. Resonó un resorte invisible y la gran puerta pesada del cohete se movió a un costado. En el umbral apareció un hombre con un buzo de cuero y pieles y un casco en la cabeza. Una escalera metálica bajó hasta el suelo.
Los animalitos saltaron y desaparecieron en un santiamén, volviendo al matorral. El hombre que los asustara no hizo uso de la escalera: saltó con presteza desde los dos metros de altura, seguido por otro vestido de la misma manera.
— Estos animalitos — dijo —, no se asustaron de nosotros, sino del ruido. Jamás vieron a un hombre y por eso no aprendieron a temerle. Pero el color de su pelaje, que se asimila a la vegetación, demuestra que en Marte hay algo que temen, que los caza y de lo que tienen que ocultarse. De otra manera no se habría formado el color protector.
— Usted tiene razón. Estas «liebres» no pueden ser los únicos habitantes del planeta y tenemos que buscar a sus enemigos.
— Hay que proceder con prudencia. Quién sabe qué clase de seres moran por aquí.
— Ayer no vimos a nadie.
— Cuando estuvimos armando el coche, ayer, el ruido asustaba a los animalitos — contestó Kamov —. Pero allí donde existen semejantes «liebres» han de existir también los «lobos» y aún no sabemos lo que son.
— Claro, hay que ser prudente — confirmó Paichadze.
Las máscaras de oxígeno tapaban la parte inferior del rostro, pero los micrófonos insertados por dentro permitían hablar sin elevar la voz. Melnicov bajó de la astronave por la escalera, con la cámara fotográfica. A su espalda colgaban dos fusiles automáticos que entregó a Paichadze. Los astronautas tenían también revólveres y cada uno llevaba binoculares y un aparato fotográfico en estuche de cuero colgado al cuello.
— Apenas saque una foto de nuestra partida — dijo Kamov— vuelva usted a la nave y recuerde mis indicaciones a Belopolski. Repito: no salir de la nave excepto en caso absolutamente imprescindible. Si hubiera tal necesidad puede salir usted solo, pero Belopolski no tiene que abandonarla ni por un instante. Si no regresáramos a la noche, no emprendan nada. En caso de interrumpirse la comunicación, conecte el radiofaro y téngalo conectado todo el tiempo hasta nuestro regreso. Si no regresáramos, vuelvan a la Tierra en el momento acordado.
— ¡Será cumplido, Serguei Alexandrovich! ¡Feliz viaje!
— Al anochecer, tenga el proyector encendido — añadió Kamov —. Podemos demorar y será más fácil encontrar la nave gracias al proyector. ¡Adiós!
Dio un apretón de manos a Melnicov y se dirigió al coche. Paichadze ya estaba ante el volante.
— Otra cosa — dijo Kamov, volviéndose hacia Melnicov —. Revele la película hoy mismo. Me interesa ver si los animalitos salieron bien.
— Será cumplido, Serguei Alexandrovich.
Melnicov sonrió en su máscara. Estaba seguro de que los animalitos habían salido bien. Esta pequeña escena tendrá mucho éxito cuando se la exhiba en los cines de la Tierra. ¡Animalitos marcianos en su ambiente natal…!
Kamov se sentó en el coche, cerrando la puerta hermética, y abrió la canilla del bidón de oxígeno. Cuando el aire y su presión alcanzaron condiciones normales, se sacó la máscara y lo mismo hizo Paichadze. Melnicov se encontraba a unos cinco pasos y daba vuelta a la manivela del aparato. En la ventana de la nave veíase el rostro de Belopolski.
Paichadze movió una palanca y un temblor apenas perceptible del coche demostró que su potente motor empezaba su trabajo silencioso.
— Bueno, ¡en marcha! — dijo Kamov.
El coche se dirigió lentamente a la muralla de plantas que rodeaba la nave.
— Es una lástima aplastarlas — dijo Paichadze.
— Pase más a la izquierda, parece que hay un claro por allá, si le da lástima aplastar esas plantas y afear los alrededores de nuestra nave. No tendríamos un lindo paisaje desde la ventana, ¿no le parece? — contestó Kamov, riéndose.
Paichadze tomó la dirección indicada: efectivamente, el terreno se nivelaba y parecía más acogedor para las ruedas del coche que se lanzó rápidamente en dirección occidental.
Melnicov se quedó mirando el alejamiento del coche, con las palabras de Kamov vibrando en sus oídos: «¡Si no volviera el coche, vuelvan a la Tierra!»
¡¿Si no volviera?! ¡No, eso era imposible! ¡Volverá! Tiene que volver… Suspiró y lentamente volvió a la nave. Entró en la primera cámara, alzó la escalera, apretó un botón. La puerta de entrada se cerró y a los diez segundos, automáticamente, se abrió la puerta interior la que, dejando pasar a Melnicov, volvió a cerrarse. Se sacó la máscara y pasó al observatorio. La nave parecía vacía, al faltar los compañeros preferidos que se enfrentaban en estos momentos con la incógnita misteriosa de las lejanías de un mundo extraño y desconocido.
Belopolski se encontraba aún ante la ventana.
— Pueden verse todavía — dijo.
A lo lejos divisábase el techo blanco del coche. Por un instante se vio todo el vehículo y luego desapareció.
— Ahora vamos a esperar — dijo Belopolski —. Mañana es nuestro turno.
¿Mañana? ¡Ojalá viniese pronto, este mañana! pensaba Melnicov, acercándose al radiorreceptor. El leve crujido del receptor y la lamparita roja de control lo tranquilizaban, demostrando que el aparato del coche funcionaba. Kamov había prometido su primera comunicación a la media hora. Durante ese lapso el coche habría recorrido una buena distancia. Se sentó al aparato. Belopolski caminó un rato por el observatorio y terminó sentándose también a su lado. Ambos esperaban con paciencia. En cualquier momento podían llamar a Kamov, pero no quisieron infringir las indicaciones del jefe de la expedición. Cuando transcurrieron, por fin, los treinta minutos, se oyó una llamada en el aparato: era la conexión de Kamov con el micrófono.
— Habla Kamov — oyeron la voz amiga —. ¿Cómo me oyen?
— Le oímos bien — contestó Belopolski.
— Yo también. No hay nada nuevo. El coche pasó por parajes que se asemejan al que rodea nuestra nave. Vimos unas «liebres» y casi atropellamos a una que vino a meterse bajo la oruga, pero Paichadze supo esquivarla. Se ve que hay muchas, por acá, pero no veo ningún otro animal. Seguiremos adelante. ¿Qué novedades tienen ustedes?
— Ninguna.
— Sigan observando los alrededores. La próxima conversación dentro de una hora.
— Desconecto.
La voz se apagó. Se desconectó el micrófono.
— ¿Usted se quedará aquí, Constantin Evguenievich?
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