Gueorgui Martinov - 220 dias en una nave sideral
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- Название:220 dias en una nave sideral
- Автор:
- Издательство:El Barrilete
- Жанр:
- Год:1958
- Город:Buenos Aires
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No podía entender de donde sacaría Bayson su bebida alcohólica, puesto que él mismo había revisado cuidadosamente toda la carga de la nave.
«Si ha logrado traer un par de botellas en secreto, no es tan grave» — pensó.
Pero el asunto resultó mucho peor, pues llegó a enterarse, con la mayor indignación, de que Bayson habíase puesto de acuerdo con el proveedor para llenar uno de los recipientes de oxígeno líquido con whisky en vez de oxígeno.
— ¡Idiota! — gritaba Hapgood enfurecido —. ¿Con qué va a respirar al final de la jornada? ¿Con su maldito whisky?
La fechoría de Bayson podía traer fatales consecuencias. Había doce depósitos de oxígeno y la falta de uno colocaba a la expedición bajo una terrible amenaza.
— Usted mismo dijo — contestó Bayson imperturbablemente —, que tendremos suficiente aire para todo el viaje. ¿Para qué tantas reservas? Podremos llenar nuestros depósitos en Marte.
— ¡¿Con qué?!
— ¡Cómo con qué! Con el aire de Marte, por supuesto. ¿Acaso no tenemos una bomba?
Durante unos segundos, Hapgood lo miró sin poder articular una palabra.
— ¿De dónde sabe usted que el aire de Marte es apto para nuestra respiración? ¿Acaso no sabe que nuestros bidones están llenos no de aire, sino de oxígeno líquido? No tenemos ninguna posibilidad de licuar oxígeno de la atmósfera Marciana.
— ¿Y qué hemos de hacer ahora? — exclamó Bayson, estupefacto —. Yo no sabía nada de todo eso… Volvamos a la Tierra, entonces.
— Yo no puedo regresar. Aquí tiene mi decisión, como comandante de la nave: su falta la pagará con su vida. Si llegara a faltar oxígeno, lo tiraré por la borda.
— ¡Hay que respirar ahorrando el oxígeno! — musitó el periodista, alarmado —. Por favor, pongámonos a ahorrar el oxígeno.
— Puede dejar de respirar del todo, no es asunto mío — replicó Hapgood, ya calmado, volviéndose hacia la angosta ventana.
Desde aquel día, el periodista empezó a tomar continuamente. El cuerpo del navegante borracho se agitaba en la estrecha cabina, envenenando el aire con sus pesadas emanaciones alcohólicas. Al principio, Hapgood pensó en tirar todo el whisky, pero luego decidió dejar a Bayson en plena libertad de beber cuanto quisiera. Decidió que si la amenaza de la falta de oxígeno llegaba a ser real, dejaría a su compañero en Marte, dándose perfecta cuenta de que no podría tirarlo por la borda, por ser Bayson más joven y más robusto: perecerían ambos. Estas consideraciones le hicieron soportar pacientemente la borrachera de Bayson. En el bidón había unos doscientos litros de whisky bien fuerte. Esta cantidad le alcanzaría a Bayson para los cinco meses, y si perdía la vida tanto peor. Al regresar a la Tierra, Hapgood entablaría un juicio contra el proveedor que consintió en reemplazar el oxígeno por whisky. ¡Qué estupidez criminal! Mejor hubiera sido reemplazar una caja de alimentos envasados. Habrían pasado hambre, mientras que ahora casi tenía la certeza de la muerte de su compañero. Trató de ahorrar oxígeno renovando el aire con menor frecuencia. Había cargado cierta reserva de oxigeno, y trataba de consolarse pensando en eso y en que si llegaba a alcanzar, no se vería obligado a deshacerse de Ralph, pero en su fuero interno bien sabía que no había esperanza alguna.
Cuando faltaban unos diez días para llegar a Marte, Hapgood ordenó categóricamente a Bayson que dejara de tomar.
— El aterrizaje es peligroso — dijo —. Puede ser que necesite su ayuda y para eso su cabeza tiene que funcionar normalmente.
Para gran sorpresa suya, el periodista no protestó en absoluto. Había adelgazado, estaba ojeroso y con la tez terrosa, tenía la barba crecida y parecía viejo. La bebida, la falta de aire puro y de trabajo físico, habían hecho estragos en su persona.
Hapgood tampoco se sentía muy bien y aunque diariamente hacía gimnasia a determinadas horas, se afeitaba y se alimentaba siguiendo el régimen trazado, se sentía muy debilitado. La causa era el sueño intranquilo y nervioso. La presencia de Bayson quien, en los momentos de lucidez, guardaba un silencio taciturno y seguía cada uno de sus movimientos con una mirada llena de rencor, y cuando había bebido le increpaba con duras palabras, era un suplicio para Charles. Receloso de que su compañero lo matara en un ataque de furia alcohólica, Hapgood escondió todo lo que pudiese servir de arma y no se separaba de su revólver. Muchas veces sentía la tentación de pegarle un tiro y terminar con esa tortura, pero se sabía incapaz de levantar la mano contra un hombre desarmado. «Lo haré antes de abandonar Marte», pensaba.
— No crea que podrá matarme y volver solo a la Tierra — le dijo una vez Bayson —. ¡Si he de perecer, pereceremos juntos!
— ¡No diga tonterías! — le contestó Hapgood, tratando de disimular —. He tratado de ahorrar el oxígeno y confío en que nos ha de alcanzar.
Le pareció que Bayson había creído sus palabras, pero no era así pues el joven se daba cuenta de la situación y del engaño de Hapgood.
«Si hubiera querido matarme antes de llegar a Marte podría haberlo hecho decenas de veces. Está claro que piensa librarse de mí cuando lleguemos allá. Tengo que dejar de tomar para poder defenderme en caso de ataque. O regresaremos a Tierra juntos o no regresará ninguno. Yo no le permitiré que me sacrifique, no me dejaré sacrificar.»
Sabía que Hapgood estaba armado, pero eso le tenía sin cuidado. El también tenía su Browning escondido en un bolsillo interior y Hapgood no estaba enterado de eso.
«Cree que estoy desarmado. Mejor así. El ataque repentino es mi privilegio. Bajo la amenaza de mi revólver le obligaré a volver a la Tierra, le ataré y lo dejaré atado hasta el momento del aterrizaje. Entonces lo dejaré en libertad. Y si no alcanza el oxígeno, ¡pereceremos juntos!»
Así pensaba Bayson y esa era la razón de su acatamiento a la orden de no beber más. En los días que quedaban hasta la llegada a Marte se esmeró en recuperar su estado normal.
Hapgood lo observaba con sospecha. Veía que el organismo joven y sano se rehabilitaba rápidamente.
«¿Cómo podré librarme de él? Es mucho más fuerte que yo. Si no lo mato con el primer tiro, podrá desarmarme fácilmente.»
Si hubiese sabido que Bayson estaba armado, habría comprendido que sus planes estaban condenados al fracaso, pero lo ignoraba y confiaba en que su revólver le haría dueño de la situación.
Llegó el último día de la travesía. El cohete se aproximaba a su meta. Hapgood explicó a Bayson lo que tenía que hacer en el momento del aterrizaje. Cuando se detenga el freno, usted abrirá el paracaídas apenas yo se lo diga.
— Bueno — dijo Bayson —. Pero… ¿va a frenar el cohete?
Al formular la pregunta estaba muy emocionado. Le molestaba la perspectiva de volver a acostarse en el cajón con agua, porque así se encontraría absolutamente a merced de Hapgood, y estaba seguro que su compañero aprovecharía la oportunidad para dejarlo en su ataúd de aluminio. Pero Hapgood ni pensaba en ello.
— Tenemos un solo motor y no podemos emplearlo como freno. Habrá que frenar al cohete por fricción contra la atmósfera del planeta. Si son correctos mis cálculos — y no dudo de ellos —, toda esa operación ha de durar unas doce horas y requerirá enormes esfuerzos.
Bayson suspiró con alivio. El peligro más terrible había pasado y los próximos pasos le tenían sin cuidado por estar seguro de que en lucha abierta tenían las mismas posibilidades.
El cohete voló hacia Marte, pasándolo por la tangente y tocando su atmósfera justo a las catorce horas del 28 de diciembre, así como lo había calculado Hapgood. Con un vuelo de semicírculo, volvió a pasar el planeta pero del otro lado, y así, pasada tras pasada por una espiral extendida, penetrando cada vez más y más profundamente en su atmósfera, Hapgood iba apagando por fricción la velocidad cósmica de su cohete. Durante las últimas vueltas, el cohete ya no salió de la envoltura gaseosa de Marte. Cuando la velocidad decreció hasta 1.000 kilómetros por minuto, Hapgood decidió detener el vuelo. El armazón de la nave estaba recalentada y la temperatura interior había subido a cincuenta grados, de manera que los astronautas ya no podían soportar semejante calor. Temiendo perder el conocimiento y desmayarse y con ello arrastrar su expedición al fracaso, Hapgood dirigió el cohete hacia la superficie del planeta, distante unos cinco kilómetros. Quería aterrizar antes de la puesta del Sol, que ya se encontraba cerca del horizonte.
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