Gueorgui Martinov - 220 dias en una nave sideral

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220 dias en una nave sideral: краткое содержание, описание и аннотация

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— ¡Un desierto! — dijo Kamov.

Se apoderó de mí una desagradable sensación de decepción. ¿Por qué? ¿Qué es lo que esperaba? Las deducciones de la ciencia moderna no dejaban lugar a las ilusiones. Lo sabía. Pero estaba profundamente desilusionado.

El hombre es un ser extraño: en todas partes del universo quiere encontrar seres racionales que se le parezcan. Después del fracaso de mis esperanzas en Venus, trasladé todas mis ilusiones a Marte. Me parecía indudable encontrar sitios habitados. Volvían a surgir en mi mente todos los seres fantásticos, desde los monstruosos arácnidos de H.G. Wells hasta los habitantes altamente civilizados de Alexis Tolstoy, todos los espectros creados por la imaginación de los novelistas.

Y he aquí nuestra nave que vuela con alas desplegadas encima de este desierto muerto y tétrico… ¡Qué contraste con Venus! Allá, en la «Hermana de la Tierra», brama el océano y se levantan sus olas gigantescas. Las nubes tempestuosas estallan en truenos y revientan en lluvias torrenciales, relampaguean los rayos enceguecedores. Árboles colosales, altas montañas y la vida… la vida aún inconsciente, ciega, pero cuyas fuerzas nacientes brotan y se abren camino hacia el porvenir, mientras aquí, ¿qué…?

La nave descendió a la altura de un kilómetro y con los prismáticos podían verse todos los detalles del paisaje: arena… arena y algunas manchas de plantas azuladas. Volábamos del lado opuesto a la rotación del planeta, es decir, al occidente, con una velocidad de seiscientos kilómetros por hora. El paisaje iba cambiando de aspecto y eran más frecuentes las manchas de vegetación. Luego desapareció el desierto arenoso y el suelo mostróse cubierto por un manto de plantas desconocidas; pero siempre ni un árbol, ¡ni un arbusto siquiera!

De repente vimos un pequeño lago. Luego, otros más. ¿Quizás llegaremos a un mar…? Pero no… Después de dos horas de vuelo volvimos a divisar el desierto arenoso.

— Serguei Alexandrovich — dijo Belopolski— habría que volver atrás, donde vimos los lagos, y acuatizar en uno de ellos.

— Vamos a investigar un poco más. Aún hemos visto muy poco, han de encontrarse otros valles.

Las palabras de nuestro capitán se confirmaron sólo a las cuatro horas más de vuelo, puesto que durante todo ese lapso vimos siempre el mismo cuadro desolador: el desierto infinito y triste. No había ni montañas ni colinas y el valle que habíamos avistado tenía una profundidad insignificante en un ancho de más de mil kilómetros, lo que no contribuía a modificar la impresión de que la superficie de Marte era lisa como una bola de billar. Es posible que en tiempos muy remotos haya habido montañas, pero los vientos y las lluvias produjeron sus efectos de erosión de manera que no quedaron ni vestigios de esas remotas alturas.

El sol descendía lentamente al horizonte. Pronto vendría la noche. La primera noche, para nosotros, desde hacía seis meses. Una noche en un planeta foráneo. ¿Foráneo? Pero, ¿a quién pertenecía…?

No vimos nada que permitiera suponer la presencia de seres vivientes. ¿Pero no es acaso posible que allá, a ras de tierra, donde crecen aquellas plantas nunca vistas, se oculten los habitantes de Marte? Eso lo sabremos cuando la nave haya aterrizado.

— Tenemos que descender antes de que llegue la noche — dijo Kamov.

Al final de siete horas de vuelo de inspección llegamos a otro valle, donde aparecían más oasis sobre el fondo amarillento del desierto. Luego aparecieron otra vez los lagos.

El sol había bajado ya sensiblemente sobre el horizonte, cuando Kamov decidió interrumpir el vuelo. Empezó a reducirse la velocidad. La nave ejecutaba amplias vueltas alrededor del lugar elegido para acuatizar. El bramido de los motores iba suavizándose y se sintió el estremecimiento del cuerpo enorme de la nave.

Llegó el momento decisivo y más peligroso. El vehículo, con sus decenas de toneladas de peso, se mantenía dificultosamente en el aire rarificado. A cada segundo podía desplomarse.

Kamov no apartaba la vista del periscopio. Sus manos expertas manejaban con firmeza las palancas y los botones del tablero de mando.

Ya estábamos a cincuenta metros de la superficie.

De repente se sintió una aceleración imprevista: era la atracción del planeta que superaba la inercia del vuelo. Planeando sobre sus alas, la nave empezó a descender suavemente. Los motores dejaron de funcionar. Se oyó un crujido y un rechinamiento. Se levantaron nubes de polvo arenoso y la nave cósmica, que había atravesado más de cuatrocientos cuarenta millones de kilómetros en su vuelo interplanetario, se detuvo.

Llegamos a la meta. ¡Estamos en Marte!

En un ímpetu espontáneo de emoción, nos abrazamos todos.

— Serguei Alexandrovich ¿cuándo piensa usted desembarcar? — preguntó Paichadze.

— Solamente mañana por la mañana — contestó Kamov.

— ¿En qué latitud nos encontramos?

— Más o menos en el ecuador.

¡Quiere decir que la noche durará doce horas enteras! (El día de Marte tiene 37 minutos más que el de la Tierra).

Parecía muy larga la espera, pero ni siquiera se nos ocurrió discutir con nuestro comandante. Todos comprendíamos que el sentimiento de responsabilidad por nuestras vidas y por el éxito de la expedición lo guiaba al tomar una determinación de esa índole. ¿Quién podía saber lo que nos esperaba fuera de nuestra nave, en suelo extraño? Quizá las plantas rastreras oculten lagartos y otros reptiles desconocidos en nuestro planeta. No sería prudente aventurarse de noche, bajando de la nave segura.

La noche cerrada sobrevino muy pronto, como suele ocurrir en los trópicos, lo que demostraba qué acertada era la suposición de que nos encontrábamos cerca de la zona ecuatorial.

— Lo mejor es irnos a nuestros camarotes y descansar hasta la mañana — dijo Kamov —. Nos espera una tarea nada fácil. Es verdad que en Marte la fuerza de gravedad es inferior a la de la Tierra, y que el trabajo físico resultará menos pesado, pero todos nos hemos desacostumbrado a trabajar de ese modo.

Seguí a Paichadze hasta nuestro camarote. Los movimientos eran ágiles y en todas las articulaciones del cuerpo se sentía una fuerza extraordinaria. Lo que creaba esta ilusión era la débil fuerza de atracción de Marte.

Era muy incómodo trasladarse de un lugar de la nave a otro, pues sus estrechos pasillos y puertas redondas no estaban adaptados a las condiciones de gravedad.

En nuestro camarote, solamente el armario conservaba una ubicación correcta, según nuestros conceptos terrestres. En cuanto a la mesa, se encontraba montada por sus patas a la pared lateral. Era difícil imaginarse que hasta hacía poco yo me quedaba «sentado» ante ella, sintiéndome muy cómodo. Nuestras redes-camas, donde tan bien habíamos dormido, colgaban a ambos lados de la ventana, fuera de nuestro alcance. Fueron reemplazados por dos hamacas en las que nos instalamos no sin grandes esfuerzos y muchas bromas.

Paichadze no quiso conversar, se acostó y cerró los ojos. Ahora duerme y yo termino mis notas de hoy, que resultan un poco cortas, pero contienen lo principal.

Mañana nos pondremos a la tarea. El programa se trazó en la Tierra, pero tiene tres variantes, según lo que encontremos en este planeta. Mucho me temo que habrá que atenerse a la variante más corta, trazada para el caso de que Marte resultara completamente deshabitado. Según lo que vimos por las ventanas de la nave, el planeta no es más que un desierto. No nos tomará mucho tiempo coleccionar un muestrario de plantas. El día de mañana lo dedicaremos a los preparativos y luego haremos cuatro excursiones de investigación en un radio de cien kilómetros a la redonda de nuestra astronave. La primera excursión estará a cargo de Kamov y Paichadze y la segunda la haremos Belopolski y yo. Así se estableció, puesto que en la nave siempre tiene que quedarse uno de los dos, Kamov o Belopolski, para el caso de que desaparezcan los miembros de una excursión, pues la nave tiene que regresar a Tierra en cualquier circunstancia.

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