Gueorgui Martinov - 220 dias en una nave sideral

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220 dias en una nave sideral: краткое содержание, описание и аннотация

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Observé que nuestra altura había decrecido sensiblemente, pues nos separaban de la superficie del agua no más de 300 metros. Por la expresión de Kamov, comprendí que lo preocupaba este pronunciado descenso. El planeta extraño no recibía a los forasteros con mucha amabilidad. La pesada masa de agua que se desmoronara sobre nuestra nave le había hecho perder 700 metros de altura. Si no hubiéramos pasado el frente tempestuoso con tanta rapidez, habríamos podido encontrarnos en el agua.

— Serguei Alejandrovich — preguntó Belopolski —. ¿Usted no encuentra que es peligroso permanecer aquí?

— ¿Qué nos quiere sugerir usted? — Me pareció percibir un matiz burlón en la voz de Kamov.

— No sugiero nada — contestó Belopolski con sequedad —, pregunto nada más.

— Claro que es peligroso — replicó Kamov—; pero no es posible abandonar Venus sin haber aclarado lo que tenemos que aclarar.

Belopolski no contestó nada y la nave continuó su vuelo a la altura a la que había sido arrojada por la tormenta.

Se hizo más claro y aumentó la visibilidad, lo que aproveché para sacar unas fotos del océano de Venus. Era evidente que se trataba de un océano y no de un mar, ya que volábamos desde hacía aproximadamente tres horas sin que se viera nada de tierra firme. Mi atención fue atraída por unos relampagueos rojos en las olas. Llameaban y se apagaban debajo de nosotros y no había nada a los costados. Me disponía a preguntar a Kamov, cuando me di cuenta de lo que era: el reflejo de las llamas de nuestras toberas de escape. Tomé el aparato con la película en colores para fijar ese efecto extraordinario y abrumador que causaba el reflejo de las llamas terrestres en las olas de un océano de otro planeta.

Por delante nuestro surgió nuevamente una amplia faja negra. El frente tempestuoso era tan vasto que no había posibilidad de esquivarlo. ¿Arriesgaría Kamov someterse a semejante peligro? No había terminado de formularme la pregunta, cuando la nave subió bruscamente y al minuto nos encontramos volando otra vez en la bruma lactescente. La tempestad con toda su ira quedó atrás.

— ¡Qué cuadro impresionante! — exclamó Paichadze —. El planeta está lleno de fuerzas jóvenes en reserva. Esas potentes tempestades se producían en la Tierra en tiempos de su juventud, es decir, hace millones de años. Ahora tengo fe y creo que en el futuro, habrá en Venus seres vivientes.

Nos habíamos sacado los cascos y el propulsor atmosférico funcionaba relativamente despacio, de manera que podíamos oírnos al conversar.

— ¿Habrá solamente?

En mi fuero interno tenía la esperanza de encontrar vida ahora mismo, pero Paichadze hablaba de un lejano porvenir.

— ¿Usted desearía que la vida existiese ya en el hermoso planeta? Bueno, estoy dispuesto a concederle algo. Es posible que en las aguas del océano se hayan formado protozoos. Dentro de millones de años se desarrollarán variadas formas del mundo animal.

— ¿Por qué protozoos? — insistí —. ¿No habrán aparecido ya ictiosaurios o brontosaurios?

— ¡Búsquelos! — dijo —. Atrápelos con el objetivo de su aparato.

— Trataré de hacerlo en cuanto lleguemos.

Entretanto, Kamov había bajado y ganado altura al ver que aún no habíamos pasado la zona de tempestades. Así transcurrió una hora y media hasta que volvimos a ver la superficie del planeta donde de nuevo no había más que océano.

La región tormentosa que habíamos atravesado tenía más de mil kilómetros de ancho y parecía abarcar una superficie enorme. Entonces se nos hizo claro que las tempestades son un fenómeno habitual en Venus. La cercanía del Sol producía una fuerte evaporación del agua que, después de concentrarse en las nubes, se transformaba en lluvias torrenciales.

— Pero, ¿tiene límites este océano inconmensurable o cubre toda la superficie del planeta?

— Debe haber continentes o islas — observó Belopolski —. El planeta ha de poseer vegetación; de otro modo no se explicaría la presencia de oxígeno libre. Pronto hemos de ver tierra.

Transcurrían las horas pero el océano era siempre el mismo. La nave volaba hacia uno u otro lado, subía, bajaba, maniobraba tratando de evitar las lluvias torrenciales cuya potencia ya habíamos conocido. Yo miraba fijamente la superficie espumosa del océano con la esperanza de encontrar en los prismáticos el más ínfimo vestigio de vida: pero en vano. El agua y el aire estaban desiertos. Puse en mi aparato el objetivo más potente y fotografié el océano de Venus decenas de veces. Podía ocurrir que la película revelara lo que mis ojos no habían visto. Habíamos hecho unos cinco mil kilómetros cuando, después de ocho horas de vuelo, la nave llegó a sobrevolar tierra firme, donde había bosques. Y esos bosques parecían inconmensurables como el océano. Era un espeso manto vegetal que se expandía a todos lados, hasta el horizonte, pero no verde como en la Tierra, sino rojo-anaranjado.

La hipótesis del astrónomo del observatorio de Púlcovo, J. A. Tíjov, se encontraba así plenamente confirmada. Ya en 1954 expresó la suposición de que en vista del clima caluroso del planeta, en caso de existir vegetación en Venus, ésta debería reflejar los rayos rojos y anaranjados del Sol, portadores de una excesiva reserva de energía térmica. Por causas opuestas, la vegetación de Marte, en cambio, tendría que ser de color azulado. Pronto podríamos cerciorarnos de ello.

Kamov hizo descender la nave aún más y pudimos ver los enormes árboles. Formaban bosques tan espesos que, a la velocidad de doscientos metros por segundo a que volábamos, era imposible distinguir lo que ocurría en sus entrañas. Puse el aparato cinematográfico al máximo de aceleración, dirigiendo el objetivo verticalmente hacia abajo. Además tomé cerca de un centenar de fotos con la más corta exposición posible. No hubo más que hacer. Kamov no podía reducir la velocidad por el riesgo de estrellarse en el suelo.

— Qué lástima que no descendamos en Venus — dije yo.

— ¿Dónde? — preguntó brevemente Kamov.

En realidad no había dónde aterrizar. La densa muralla boscosa no tenía ni un claro, ni un campo abierto. Era una selva virgen, como las había seguramente en la Tierra en el período carbonífero. ¿Cuáles eran las plantas que la poblaban? ¿Se parecían a las nuestras? Yo esperaba que mis películas ayudaran a descifrarlo.

Transcurridas unas nueve horas de vuelo, divisamos un río enorme, entre riberas cubiertas por una compacta arboleda, y que evidentemente desembocaba en el océano que acabábamos de sobrevolar. Kamov siguió el curso de este río, aprovechando de una tregua que nos daba el temporal, bajando hasta unos cien metros de la superficie.

Paichadze se me acercó y ambos nos pusimos a sacar vistas de la ribera cercana. Si en este planeta hay algunos representantes del mundo animal, han de haberse grabado en nuestras películas.

El río tenía unos cuatro kilómetros de ancho y en su superficie, lisa como un espejo, flotaban árboles que seguramente habían sido arrancados de cuajo por la tempestad.

Al principio, pensé que quizá eran animales que nadaban, pero luego me convencí de que estaba equivocado.

En las aguas del río se reflejaba nítidamente nuestra nave alada con su cola de llamas rojas en la popa.

A veces observamos angostos afluentes que surgían de la selva. En ninguna parte vimos señales de vida animal.

— Es evidente que en Venus hay solamente vida vegetal — dijo Paichadze.

— ¿Pero puede ser que allá, en las selvas, haya algo?

Paichadze hizo un gesto negativo.

— Esta cuestión será dilucidada por la próxima expedición que se organice para investigar a Venus. Por el momento podemos afirmar que aún no hay vida animal en este planeta.

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