Gueorgui Martinov - 220 dias en una nave sideral
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- Название:220 dias en una nave sideral
- Автор:
- Издательство:El Barrilete
- Жанр:
- Год:1958
- Город:Buenos Aires
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La bajada continuó durante 47 minutos y durante todo ese lapso sólo me aparté de mi ventana para verificar el funcionamiento de los aparatos cinematográficos automáticos que fotografiaban el planeta, y para cambiar la película.
Tenía a mi alcance cuatro aparatos fotográficos así como una gran cantidad de negativos. Todo había sido preparado de antemano, porque la comunicación entre el observatorio y los demás recintos encontrábase trabada por dificultades. La puerta se hallaba ahora «arriba», en el techo, pudiéndose llegar hasta ella por una escalerita de aluminio, colocada unas pocas horas antes. Para alcanzar mi laboratorio, instalado en la parte central de la nave, hubiera debido subir a una altura como de una casa de cuatro pisos, lo que resultaba largo y cansador. Habíamos tomado con anticipación todas las medidas para salir del observatorio lo menos posible hasta abandonar Venus y hasta que nuestra vida reingresara en la fase, ya casi habitual, de «imponderabilidad».
El planeta se acercaba. A los veinte minutos la velocidad disminuyó hasta dieciséis y medio kilómetros por segundo y nos acercamos a una distancia de catorce mil kilómetros.
Venus ocupaba casi todo el horizonte visible. Desde esa distancia ya no parecía de una blancura tan enceguecedora y se destacaban netamente las sombras entre masas de nubes sueltas. Con los prismáticos buscaba ansiosamente alguna hendidura entre esas masas de nubes arremolinadas pero no encontraba nada, debido a que, aparentemente el espesor de la capa era considerable, ¿será posible — pensaba yo —, que se justifiquen las aprensiones de Kamov y que esas nubes lleguen hasta la superficie del planeta? ¡Qué lástima si no logramos ver nada! Pero, ¿qué es lo que podríamos ver? Belopolski dijo que los sabios suponían encontrar en Venus sólo océanos y espacios pantanosos. Ahora se ve que casi de seguro habrá vegetación. Quizá al penetrar bajo la capa de nubes veamos un floreciente país habitado, con populosas ciudades, campos arados y sembrados, naves que surcan los océanos… ¿Qué es lo que veremos dentro de algunos minutos?
Me sentí muy emocionado. También lo estaban mis compañeros. Hasta el imperturbable Kamov me confesó más tarde que su mente era atravesada por los mismos pensamientos que la mía. Por primera vez en la historia del mundo el hombre iba a penetrar en los misterios de un mundo distinto. Es verdad que ellos habían estado en la Luna, pero entonces ya sabían por anticipado que ese mundo carecía de vida, que era un mundo muerto, mientras aquí todo era nuevo y misterioso. Entonces se trataba de un pequeño satélite de la Tierra ya estudiado e investigado, mientras ahora era un gran planeta desconocido, casi igual al nuestro por sus dimensiones.
Pasaron otros quince minutos y la distancia, o mejor dicho, la altura, llegó a ser de unos cinco mil kilómetros. La velocidad siguió bajando hasta siete y medio kilómetros por segundo y seguía decreciendo paulatinamente. Diez minutos más tarde nos encontrábamos ya tan cerca que mi ojo no podía abarcar toda la superficie del campo de nubes. En ese momento, Kamov rompió el silencio que no se había interrumpido en todo el tiempo de la bajada:
— Konstantin Evguenievich, sírvase determinar la distancia hasta la capa superior de las nubes.
— 165 kilómetros — contestó casi enseguida Belopolski.
— Según el radar, la distancia hasta la superficie del planeta es de 177 kilómetros — dijo Kamov —, lo que indica que el límite superior de la capa nublada se encuentra a una altura de 12 a 13 kilómetros.
Se aproximaba el momento decisivo. La velocidad de la nave habíase reducido tanto, que esa distancia de 160 kilómetros, que antes hubiéramos recorrido en cinco segundos y medio, bastaba ahora para maniobrar.
Kamov apretó un botón y pude divisar desde mi ventana cómo desde a bordo iba desplegándose una gran ala, cuya pareja no tardo en aparecer por el otro costado.
Unos instantes más y fuimos envueltos por una densa neblina, la capa de nubes que revestía al planeta. Oí claramente como se detuvieron los motores durante un instante, para reanudar luego su marcha con mucho menos ruido. Los frenos también dejaron de funcionar, transformándose en un movimiento progresivo.
La nave intersideral pasó a ser un avión a reacción y empezó a hundirse a mayor y mayor profundidad.
Belopolski dejó su lugar y se puso al lado del tablero de mando. Kamov no se apartaba del periscopio y Belopolski empezó a contar en voz alta la altura del vuelo, según el radar o radioproyector.
— ¡Nueve kilómetros…! ¡Ocho y medio…! ¡Ocho…! ¡Siete y medio…! Una espesa bruma lactescente nos rodeaba sin disminuir su densidad.
— ¡Siete…! ¡Seis y medio…! ¡Seis…!
Mi corazón palpitaba furiosamente. Sólo seis kilómetros nos separaban de la superficie de otro planeta que nunca había sido mirada por ningún ojo humano. ¿Cuándo se acabarían estas malditas nubes?
— ¡Cinco y medio…! ¡Cinco…!
Sentí que la nave había cambiado de dirección y su vuelo pasó de la línea vertical a la horizontal.
— El infinito — dijo Belopolski.
Quería decir que no había montañas altas por delante.
— Vire el proyector hacia Venus — dijo Kamov.
En su lugar, yo habría dicho involuntariamente: «hacia tierra»; pero ese hombre no cometería semejante error. Aparentemente conservaba toda su serenidad.
— ¡Cuatro…! — dijo Belopolski —. ¡Tres y medio…! ¡Tres…!
En ese preciso instante sonó el timbre del aparato cinematográfico que me avisaba que la película había concluido. Saltar para ponerme de pie y cambiar la cinta fue cuestión de un minuto, pero perdí el instante en que emergimos de las nubes.
Belopolski había dicho: «Uno y medio» cuando Kamov volvió la cabeza y dijo con voz queda:
— ¡Venus!
Me lancé a una ventana. Belopolski a la otra. Por debajo nuestro, adonde podía abarcar la vista, se extendía la ondulante superficie del mar. Desde la altura de un kilómetro y medio veíanse claramente las largas hileras de olas con sus encrespadas crestas blancas movidas por un vendaval. Ni el más mínimo vestigio de tierra firme. No podíamos saber si era un mar o un vasto océano y si por alguna parte existía tierra firme. Por arriba, siempre el espeso manto de nubes. Por abajo un agua obscura y plomiza, un cielo gris y una media luz opaca iluminando ese cuadro tétrico. Nos encontrábamos en la faz diurna de Venus pero la luz parecía crepuscular, pues la capa de nubes de diez kilómetros de espesor apenas dejaba traspasar la luz solar y si había alguna visibilidad era gracias a la proximidad del planeta al Sol. En condiciones semejantes, en la Tierra habría absoluta oscuridad. Por todos lados hasta el horizonte y en derredor nuestro relampagueaba incesantemente, y a través de las paredes de la nave se oían aterradores truenos. Veíamos zonas enormes abarcadas por lluvias torrenciales que parecían negras murallas entre cielo y mar.
El mar inhóspito con sus enceguecedoras crestas blancas, las negras nubes, los relámpagos zigzageantes, todo creaba la impresión de una hermosura salvaje y maléfica.
La nave volaba ahora en dirección horizontal y a una velocidad de setecientos kilómetros por hora manteniéndose a un kilómetro de altura. Kamov tenía que cambiar de rumbo a cada minuto tratando de esquivar los frentes tempestuosos que salían a nuestro encuentro. A los cuarenta minutos tuvimos que atravesar uno de esos frentes y nos convencimos de que nunca había habido en la Tierra tales tempestades. Parecía como si nuestra nave se sumergiera en el mar; una masa de agua cubrió todo en derredor nuestro. Los relámpagos eran tan frecuentes que se seguían casi sin interrupción, pero a través de la densa muralla de agua palidecían y perdían su fulgor. Los truenos eran tan resonantes que ni se oía el tremendo rumor de nuestros motores. Por suerte todo eso sólo duró un minuto. La nave atravesó la franja tempestuosa y el temporal quedó atrás como un recuerdo tenebroso.
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