Gueorgui Martinov - 220 dias en una nave sideral

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220 dias en una nave sideral: краткое содержание, описание и аннотация

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Kamov verifica el vuelo de la nave cada 24 horas y siempre a la misma hora, guiándose por el Sol y las estrellas. Midiendo las distancias visibles entre determinadas estrellas y su situación con respecto al Sol y a la trayectoria del vuelo, calcula nuestro lugar en el espacio. Dos veces enchufó uno de los motores y durante esos minutos descansamos de nuestra imponderabilidad, puesto que en la nave apareció cierta fuerza de gravedad, aunque muy débil.

Fuera de la labor fotográfica, figura entre mis obligaciones el turno ante el tablero de mando, donde la guardia es constante de acuerdo a un horario establecido con anterioridad; es una obligación para todo el equipo, pero Kamov y yo tratamos de liberar a los dos astrónomos cuyas tareas ya están bastante recargadas.

Las obligaciones del guarda de turno no son muy complicadas: hay que impedir que uno de los lados de la nave se caliente demasiado; para ello hay que hacerla girar por su eje longitudinal, a fin de que los rayos solares puedan calentar toda la superficie con regularidad. Se consigue esta rotación mediante un disco masivo de dos metros de diámetro, cuyo movimiento es impulsado por un motor eléctrico. La rápida rotación de ese disco produce una lenta rotación de la nave. Como regla, el guarda de turno tiene que prevenir a los demás cuando debe producirse el giro, para no interferir con el trabajo del telescopio. Una demora en el momento de la vuelta no reviste mucha importancia, puesto que la superficie blanca refleja muy bien los rayos solares y se calienta muy lentamente.

Luego hay que controlar el estado del aire dentro de la nave, eliminando el anhídrido carbónico y reemplazándolo por oxígeno, lo que se consigue mediante la presión de los botones correspondientes en el tablero de mando, verificándose por medio de aparatos cuyas reacciones marcan absolutamente todas las alteraciones que puedan producirse tanto con la nave como en su interior. Por ejemplo, como he mencionado ya, tenemos que cerrar todas las puertas detrás de nosotros; pero si alguien se olvidara de ello, el foco correspondiente en el tablero de mando llamaría inmediatamente la atención del guarda de turno por los centelleos de su luz roja. La distracción también ha sido prevista. Si la superficie exterior se calienta demasiado, el disco que hace girar la nave se conecta automáticamente y se detiene después de una vuelta de 180º. Si el guarda de turno olvida conectar el suministro de oxígeno, la canilla se cierra automáticamente en cuanto la concentración del aire llega a su punto normal. Y así en todo.

Nuestra extraordinaria nave está absolutamente automatizada. Todo se hace mediante aparatos ultrasensibles e «inteligentes» alimentados por corriente eléctrica, abastecida por acumuladores portátiles de gran capacidad fabricados especialmente para Kamov por una de las usinas de Leningrado. La carga de estos acumuladores será suficiente para los siete meses y medio del viaje. Pero tenemos también una estación de carga fotoelemental, que convierte directamente los rayos solares en corriente eléctrica. Esta helioelectroestación es para casos de emergencia. Todo lo que existe en la nave — excepto los motores— puede sustituirse, pero algunos aparatos muy importantes tienen doble y triple repuesto.

Cuando pienso en el enorme peso que lleva esta nave, siento una inmensa admiración ante la capacidad de la técnica atómica contemporánea. Nuestros motores son muy pequeños en comparación con la astronave, pero a pesar de ello son tan poderosos, que pudieron impartir a la nave cósmica esta velocidad tremenda, aunque Kamov la considera insuficiente. En una ocasión, cuando la conversación tocó los vuelos interplanetarios y del porvenir y él dijo que lamentaba la excesiva lentitud de nuestro vuelo, yo le pregunté por qué no había prolongado el funcionamiento de los motores al abandonar la Tierra ya que de ese modo la velocidad alcanzada habría sido mayor. Me respondió:

— Técnicamente es cierto, pero en la práctica el asunto se complica. El problema de la obtención de grandes velocidades se basa en la calidad del material de las partes componentes del motor. En la fisión atómica se desarrollan temperaturas altísimas, pero hasta ahora no poseemos metales que puedan resistir semejantes temperaturas durante largo tiempo. Se ha establecido mediante numerosísimos ensayos cuánto tiempo pueden trabajar los canales de escape de los gases, y ese lapso alcanza sólo para el arranque desde la Tierra, Venus y Marte. La reserva que hay bastará para algunos minutos en caso de emergencia. Para el aterrizaje en los planetas tuve que colocar dos motores más.

— Entonces, ¿cómo se hace para los vuelos dentro de la atmósfera?

— Para ello tenemos un motor de menor potencia, que puede trabajar durante más tiempo, pero desarrollando menor velocidad. Nuestra astronave es la cumbre de la técnica moderna, pero está lejos de haber alcanzado la perfección. Tome por ejemplo el hecho de que no podemos demorarnos en Marte ni una hora más del tiempo ya fijado. ¿Acaso no demuestra eso nuestra relativa impotencia? Si poseyera una mayor velocidad, cuarenta o cincuenta kilómetros por segundo, por ejemplo, o si fuese capaz siquiera de desarrollar una velocidad mayor que la de la Tierra, no tendríamos necesidad de atenernos a ningún horario y podríamos quedarnos en Marte cuanto quisiéramos. Pero ahora estamos limitados. Imagínese que en Marte le pasara algo a un miembro de nuestra tripulación, como por ejemplo una enfermedad provocada por algún microbio que nos sea desconocido en la atmósfera del planeta. Al levantar vuelo de allí, la doble pesantez puede resultar peligrosa para un enfermo, hasta nefasta quizá, y sin embargo tendremos que arrancar al minuto, en nuestro regreso a la Tierra, cualesquiera sean las consecuencias, o si no ha de perecer todo el equipo, puesto que entonces no podremos alcanzar a la Tierra, debido a la diferencia en velocidad. Es el único peligro de nuestra travesía; no veo otro.

— Me parece que hay otros — dije yo —. Hace tiempo quería preguntarle: ¿Por qué considera usted innecesario mirar adelante? La nave puede encontrarse con uno de esos cuerpos errantes de los que usted mismo hablara. ¿Acaso no convendría notar la posible aparición en la ruta de la nave de un cuerpo semejante?

— Es inútil mirar adelante — contestó Kamov—; las partículas pequeñas son imposibles de notar a una distancia suficiente como para permitir que puedan tomarse medidas contra el choque; mientras que si hubiese un cuerpo de grandes dimensiones en la ruta de la nave cósmica, nos avisaría el radioproyector.

— ¿Qué es eso?

— ¿No le conté?

— No.

— El radioproyector — dijo Kamov —, es un aparato basado en los mismos principios que la radiolocación; trabaja con ondas ultracortas y por el mismo método reflector de ondas radiales. Si en el camino del rayo radial se encontrara algún obstáculo, el rayo sería reflejado y daría una señal referente a ese obstáculo y a la distancia hasta el mismo. En nuestra nave actúa ininterrumpidamente, tanteando la ruta de la nave como si la «iluminara». Su funcionamiento recuerda a un proyector común de luz y es por eso que así lo llaman. Yo pensaba que usted estaba enterado de ello.

— Me entero recién ahora.

— Eso pudo ocurrir solamente debido al acelerado entrenamiento que tuvo usted antes del vuelo. Desde luego — añadió— es dudoso que lleguemos a escuchar tal señal de peligro, pues queda casi descartada la posibilidad de un encuentro con un cuerpo voluminoso que pueda presentar peligro para la nave. Hasta entre las más ínfimas moléculas de materia que se encuentren en el espacio interplanetario hay varios kilómetros de distancia.

— Pero con todo, ¿usted insiste en que cerremos las puertas?

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