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Gueorgui Martinov: 220 dias en una nave sideral

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Gueorgui Martinov 220 dias en una nave sideral

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Kamov estaba conversando con el Presidente de la Comisión, el Académico Volochin, mientras Belopolski, después de saludarnos, tomó su coche y se dirigió a la nave cósmica.

Kamov llamó a Paichadze y yo quedé solo. Se me acercó el único extraño admitido en la pista, el representante de la prensa y corresponsal de la Agencia Tass, Semionov, al que conocía bien. Me preguntó cómo me sentía y me transmitió el saludo de los trabajadores de la Tass, que agradecí.

A las nueve y media Kamov se levantó y estrechó la mano de Volochin.

— Es tiempo — dijo.

El viejo Académico, visiblemente emocionado, le dio un abrazo.

— De todo corazón le deseamos éxito en su empresa. Todos esperaremos vuestro regreso con muchísima impaciencia.

Abrazó también a Paichadze y luego a mí. Nos despedimos de los otros miembros de la Comisión, que estaban también bastante emocionados. Solo Kamov parecía imperturbable. Cuando nos sentamos en el coche me miró y sonrió.

— ¿Qué tal? — preguntó —. ¿Durmió?

Sólo pude asentir con la cabeza. Las últimas despedidas, los últimos votos, y el coche se puso en marcha. A los 8 minutos llegamos a la nave. Belopolski nos esperaba al lado del ascensor, con el ingeniero Larin que dirigía los preparativos para el vuelo. Los demás trabajadores del cohetódromo ya habían abandonado el lugar.

Sobre nosotros, a la altura de un edificio de diez pisos, brillaba al sol la superficie blanca de la nave cósmica. Tenía 27 metros de largo por 6 de ancho, y por su forma recordaba un melón gigantesco. Su interior me era ya familiar. En la proa estaba escrito en letras de oro: «U.R.S.S. - L.S.2».

Kamov habló al ingeniero y éste se despidió y se sentó en su coche. Eran las diez menos cuarto. Con su partida se rompía nuestro último contacto con los hombres.

— Vamos — dijo Kamov.

El ascensor nos llevó rápidamente a la plataforma de despegue. Al acercarme vi que la nave no pendía a plomo, sino haciendo un pequeño ángulo hacia el oeste. La entrada redonda era estrecha y se podía pasar por ella a gatas. El primero en entrar fue Belopolski, luego Paichadze, y después yo. Desde esa altura se veía toda la pista. Noté que se alejaba a gran velocidad el coche del ingeniero. Lo último que vi al entrar por la abertura fue un cohete rojo que se alzaba en el horizonte.

— Pronto — dijo Kamov. Me siguió, entró, y apretando un botón cerramos la tapa hermética.

— ¿Qué es ese cohete? — le pregunté.

— La señal de que quedan diez minutos para despegar.

Nos encontramos en la parte superior, o mejor dicho en la proa de la nave donde estaba el observatorio y el puesto de comando. El recinto se hallaba iluminado por luz eléctrica. Paichadze nos dio grandes cascos de cuero. Le pregunté para qué.

— Para tapar los oídos. Póngase el casco, sujétese las correas y acuéstese — dijo, señalando un gran colchón en el suelo.

— Aceleración, 20 metros. No es mucho, pero es mejor soportarlo acostado. Durará casi media hora.

— ¿Entonces no veremos nada? — pregunté yo, decepcionado.

— Sí, abriremos las ventanas cuando dejen de funcionar los motores.

Se puso el casco y se acostó también en el colchón al lado de Belopolski. Kamov, con un casco igual, se sentó en un sillón de cuero al timón, sin sacar la vista del segundero. Este sillón, que formaba un conjunto homogéneo con el tablero de mando, podía girar en todas direcciones, según la posición de la nave. Se lo necesitaba sólo en el momento de despegar y al volar sobre los planetas. Durante el trayecto, cuando dentro de la nave desaparezca la gravedad, por supuesto que no hará falta.

Miré mi reloj; eran las diez menos diez.

Es difícil describir lo que se siente en tales momentos. Ya no era emoción, sino algo aún más intenso, casi doloroso…

Queda un minuto y medio… Un minuto…

Miré a mis compañeros recostados a mi lado. El rostro de Belopolski mostrábase tranquilo, con los ojos entornados. Paichadze, con el brazo en alto, miraba su reloj. Recordé que era ya la segunda vez que abandonaba la Tierra. ¿Pero Kamov? Lo experimentaba por tercera vez…

Treinta segundos… Veinte… Diez…

Kamov movió una de las palancas de maniobra, luego la otra.

A pesar del casco que me tapaba los oídos, pude oír un rumor creciente que iba en incesante aumento. Sentí el estremecimiento de la nave. Luego una fuerza blanda me apretó contra el piso. La mano con el reloj bajó por sí sola. Hice un esfuerzo para levantarla de nuevo. Era mucho más pesada de lo habitual.

Las diez y un minuto… Quiere decir que ya volamos.

El rumor no aumentaba, pero era tan fuerte que comprendí que sin el casquete especial no habría podido soportarlo.

La nave volaba con rapidez creciente; la velocidad aumentaba a razón de veinte metros por segundo.

Yo sentía no poder filmar la Tierra que se alejaba. Habría resultado una película excepcionalmente interesante, pero Kamov no me autorizó a utilizar los aparatos cinematográficos automáticos, montados en las paredes de la nave. Sus objetivos estaban tapados por fuera por viseras metálicas.

Era insoportable permanecer acostado: tan grande era el deseo de mirar todo lo que nos rodeaba. Envidiaba a Kamov, que podía utilizar dos periscopios cuyos oculares estaban a su alcance, en el tablero de mando. De vez en cuando miraba, para controlar el vuelo.

¿Cuánto tiempo se precisará para atravesar nuestra atmósfera — me preguntaba —, si se considera que tiene unos 1.000 kilómetros de profundidad? Durante el primer segundo, la nave hizo 20 metros, durante el segundo, 40, y así consecutivamente. Entonces, la hemos pasado cinco minutos después del arranque…

Haciendo este cálculo mental observé que a pesar de haberse duplicado la gravedad, mi cerebro trabajaba normalmente. Entonces, para acortar el tiempo de ocio forzado, me puse a calcular a cuánta distancia de la Tierra nos encontraríamos cuando dejaran de funcionar los motores. Recordaba que debían trabajar durante veintitrés minutos y cuarenta y seis segundos. No pude resolver el problema mentalmente. Saqué mi anotador y empecé a hacer el cálculo en el papel. Belopolski me miró con reproche. Escribí en una hoja: «¿Cuántos kilómetros volaremos con los motores en marcha?» y se la pasé con el lápiz. Pensó un momento y luego apunto: «20.320,5 km». «Quédese tranquilo.»

Desde el momento del arranque habían transcurrido unos quince minutos. Nos encontrábamos ya lejos de la atmósfera y volábamos en el vacío. Se apoderó de mí una impaciencia febril. Tornábase más y más penoso quedarse quieto. El monstruoso ruido de nuestros motores, reactores atómicos, trastornaba los nervios y despertaba el intenso deseo de que cesara aquel ruido, ensordecedor a pesar del casco. Si dentro de la nave y con el casco puesto era tan insoportable, ¿cómo sería en la popa? ¡Qué espectáculo abrumador debía ser ese del cohete gigantesco con una larga cola de fuego en la popa, lanzado a increíble velocidad por el espacio tenebroso…!

Envidiaba la absoluta quietud de Belopolski que esperaba pacientemente el fin de esta tortura. Paichadze, más nervioso, miraba su reloj con frecuencia.

Más o menos a los veinte minutos desde el momento del arranque, Kamov se levantó y se acercó a una de las ventanas. Aparentemente, se movía con facilidad. Movió un poco la losa que tapaba la ventana y miró por la angosta rendija. ¡Cuánto habría dado yo por encontrarme en su lugar!

Los últimos minutos se arrastraban con penosa lentitud. Diríase que las manecillas del reloj hallábanse entorpecidas…

Quedaban tres minutos… luego dos…

La velocidad de nuestra nave había alcanzado una cifra gigantesca: veintiocho kilómetros y medio por segundo. Una vez acallados los motores, volaremos a esa velocidad durante setenta y cuatro días, hasta llegar a Venus.

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