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Gueorgui Martinov: 220 dias en una nave sideral

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Gueorgui Martinov 220 dias en una nave sideral

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— No es extraño — dijo —. Antes de volar a la Luna, yo tenía mucho miedo y no comía ni dormía.

— ¿Y ahora no teme nada?

— Ahora no. El vuelo cósmico no es nada terrible; no hay por qué temerle.

— Estoy muy preocupado. ¿Podré justificar la confianza depositada en mi?

— Si usted duda, no podrá hacerlo. Hay que estar seguro de sí mismo. ¿Piensa usted que es por casualidad que ha sido elegido? No, no es así. Serguei Alexandrovich no tomaría una persona al azar. Averiguó, consultó, hasta convencerse.

Me hizo hablar de mí, me contó cosas de sí mismo y cuando nos separamos ya éramos amigos. Durante los dos meses transcurridos desde entonces, me convencí de que Paichadze era un hombre cordial, sociable, que será un buen compañero de vuelo. En nuestra nave se me ha asignado el mismo «compartimiento» con él y estoy muy contento.

Siguieron días de trabajo intenso y apasionante. Se cumplió el pronóstico de Kamov, de que se me encargaría una tarea importante, pues yo no suponía el vasto campo de aplicación de la fotografía: las tomas con rayos infrarrojos y ultravioletas, las de objetos recubiertos de una nebulosidad ahumada, las tomas del Sol y de su «corona» y muchas, muchas otras cosas. Tuve que seguir un curso especializado. Aparte de los dos asesores especialmente adscriptos a mi persona para enseñarme topografía astronómica, se ocupaban de mí mis futuros colegas, Kamov y Belopolski. Serguei Alexandrovich me familiarizaba con el equipo de la nave y con el trabajo de los aparatos de dirección, mientras Belopolski me enseñaba los conceptos básicos de la navegación sideral.

Los días parecían cortos. Trabajaba 18 horas y frecuentemente al llegar a casa, en vez de acostarme, me sentaba a estudiar ante mi mesa-escritorio.

Así continuamos hasta que nuestro médico Andreev protestó.

— Yo no puedo permitir que Melnikov trabaje sin parar. Si sigue así, no será admitido para el vuelo. Yo respondo por él y por todos ustedes ante la Comisión Estatal.

— Comprendo — contestó Kamov —, pero ¿qué puedo hacer? Nosotros nos preparamos durante un año, mientras Melnikov dispone sólo de dos meses.

— Es igual. Yo no le permito no dormir de noche — insistía el médico —. Tiene que dormir 8 horas. El resto del tiempo está a vuestra disposición.

Así se decidió. Desde aquel día me llevaba a casa personalmente y se iba cuando me veía dormido. Terminó el asunto con que Andreev se instaló en mi habitación, lo que me fue muy grato, pues era un maravilloso narrador. Cuando se acostaba solía contar algún caso de su experiencia médica. Consideraba que con ello distraía mi mente de las cuestiones estudiadas. Pero a veces, entusiasmado por sus recuerdos olvidaba la hora y al notar repentinamente que se había hecho muy tarde interrumpía su cuento en el momento más interesante, refunfuñando:

— ¡A dormir, a dormir! ¿En qué está pensando usted?

Una vez empezamos a conversar sobre el próximo viaje y sobre la influencia de la imponderabilidad en el organismo humano, ya que íbamos a experimentarla durante todo el tiempo del vuelo. El doctor lamentaba no poder tomar parte en la expedición.

— Sería muy interesante para mí estudiar la actividad de los órganos en semejante circunstancia.

— Me sorprende mucho que en la expedición no haya ningún médico.

— ¿Por qué no? Ustedes tienen un médico.

— ¿Quién?

— Serguei Alexandrovich.

— ¡Cómo! ¿Acaso es médico también?

— ¿Usted no lo sabía? Kamov se graduó en la Facultad de Medicina especialmente para evitar la necesidad de llevar una persona más que no tendría casi nada que hacer durante el vuelo. Sabía que no se permitiría una expedición sin médico a bordo.

— ¿Pero cuándo tuvo tiempo…?

Había razones para extrañarse. Yo sabía que Kamov se había graduado en el Instituto de Aeronavegación Civil y luego en la Facultad de Ciencias Físicas y Matemáticas, pero no estaba enterado de que se las hubiese ingeniado para seguir además el curso de medicina.

— ¿Pero cuándo tuvo tiempo? — repetí yo, abrumado.

— Kamov es un hombre extraordinario — dijo Andreev, pensativo —. No sólo obtuvo el diploma de médico sino que trabajó algunos años en los hospitales de Moscú. No hace nada a medias. La vida íntegramente dedicada a una idea, triplica las fuerzas de un hombre.

Así, en medio de un trabajo intenso, se aproximó imperceptiblemente el día de la salida. La nave y la tripulación estaban listas. Tres días antes del «decolage» acompañamos a Kamov para una última revisión de la astronave. Se ensayaron todos los aparatos, se verificaron las cargas. Se revisó todo el aparato. Kamov y Belopolski examinaron la nave en general. Paichadze la parte astronómica, y yo mi equipo foto-cinematográfico. Tengo a mi disposición tres aparatos de filmación: uno portátil y dos montados en las paredes de la nave, de funcionamiento automático; cuatro magníficos aparatos fotográficos, cada uno con 6 objetivos de repuesto y un pequeño laboratorio fotográfico. Todo ello asombra por su perfección técnica, como desde luego, toda la nave. La expedición de Kamov, gracias a la generosa provisión propia de nuestro país, está equipada con todo lo que pueda necesitarse en cualquier eventualidad. Nada ha sido omitido ni olvidado. Con esmero y sumo cuidado se ha previsto y hecho todo lo que pueda asegurar el éxito.

La siguiente anotación en mi diario se hará durante el vuelo.

Por hoy basta, son las 12 y 10 de la noche. Vendrán a buscarme a las 7 de la mañana. ¡Es la última noche en la Tierra!

¡Mañana salimos hacia lo ignoto!

LA SALIDA

3 de Julio de 19…

Las 18, hora de Moscú.

Treinta y dos horas de vuelo. Ya vamos por el segundo día de viaje. Lo sé por el reloj. En nuestra nave no hay cambio entre el día y la noche, y no lo habrá. El sol, lo tenemos siempre a estribor y la nave se da vuelta suavemente a intervalos regulares, para que toda su superficie mantenga una temperatura igual.

Los motores cesaron de funcionar hace tiempo y continuamos el vuelo por inercia, con una velocidad de 28,5 kms. por segundo, sin sentirlo, pues parece como si la nave permaneciera inmóvil. Dejamos la Tierra a lo lejos.

Estamos rodeados de innumerables puntos luminosos. La Vía Láctea se ve como un aro gigantesco. Aunque brille el Sol con claridad enceguecedora, se ven las estrellas. ¡Qué espectáculo extraño! El sol y los astros sobre un fondo negro. Desde la Tierra, el cielo no parece nunca tan negro. A simple vista se ve que aquella estrella es más lejana y ésta más cercana, pero, ¡cuan alejadas están todas…!

La nave está suspendida en medio del espacio infinito…

Ese mismo cuadro que tanto me asustara en la Tierra, acá no me produce ningún temor. No se experimenta la sensación de tener un abismo a los pies, porque ese mismo abismo encuéntrase en todas partes, y los conceptos de «arriba» y «abajo» se hallan alterados. Apenas dejaron de funcionar los motores y la nave empezó a volar por inercia con una velocidad constante, el peso desapareció y con él las nociones comunes. Por hábito, considero que bajo mis pies es «abajo», y encima de mi cabeza «arriba», pero no me cuesta nada darme vuelta a 180º y entonces lo que era arriba se torna abajo y viceversa. Para ello basta hacer un pequeño esfuerzo, tomando como punto de apoyo algún objeto firmemente apoyado en la pared.

¡Yo no peso nada! Esta sensación de imponderabilidad, en la que tanto pensara antes del vuelo y aun con cierto temor, resultó algo nada terrible y hasta agradable. En un día me familiaricé enteramente con ella.

Ahora estoy escribiendo en la mesa. Estoy cómodo, pero, ¿qué aspecto tiene ésto?

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