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Gueorgui Martinov: 220 dias en una nave sideral

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Gueorgui Martinov 220 dias en una nave sideral

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Enumeraba esas cifras abrumadoras con un aire tan imperturbable, como si se tratara de un paseo en automóvil.

— Si voláramos hacia la Luna en línea recta, la alcanzaríamos en 3 horas 53 minutos pero nuestro camino será casi perpendicular al eje Tierra-Luna. A la Luna ni la veremos de cerca, podrá usted admirarla a una distancia aún mayor de la habitual.

— ¡Qué lástima!

— Pero en cambio verá el lado que generalmente no vemos desde acá.

— Gracias a usted — le dije —, el mundo entero sabe que el lado invisible de la Luna en nada difiere del visible; pero, naturalmente, sería muy interesante cerciorarse con los propios ojos. Permítame preguntarle algo.

— ¡Cómo no!

— Usted dijo que, de paso hacia Marte, quiere dar un vistazo a Venus. No lo entiendo.

— ¿Qué es lo que no entiende?

— Cómo alcanzar a Venus en camino hacia Marte si sus órbitas están en direcciones opuestas a la Tierra.

— Su perplejidad sería comprensible si los planetas fueran inmóviles, pero se mueven y a velocidades diferentes. Suele ocurrir que ambos, es decir Venus y Marte, se encuentran de un mismo lado de la Tierra. Para que usted entienda más claramente nuestro derrotero, se lo dibujaré en el papel.

Tomó un lápiz e hizo rápidamente varios círculos. Aunque los hacía sin compás, salieron muy parejos. Conservé el dibujo como recuerdo.

— Vea — dijo Kamov—; el punto en el centro de este pequeño círculo, representa al Sol. La primera circunferencia, es la órbita de Venus. Entre ella y el Sol está el planeta Mercurio, pero no introduzco su órbita porque no la necesitamos. La segunda circunferencia es la órbita de la Tierra y la tercera, la de Marte. Si yo mantuviera la escala correcta sería imposible representar a los planetas en esta hoja de papel, pero esto no es un mapa sino un esquema. Los circulitos que marco con un «1» corresponden a la posición de los planetas en el momento de nuestro despegue. El movimiento de todos los planetas en su órbita tiene la misma dirección de derecha a izquierda. Desde el circulito que representa a la Tierra señalo nuestra ruta con una línea de puntos. ¡Así! En este punto encontramos a Venus.

Dibujó una segunda circunferencia en la órbita de Venus, marcándola con un «2».

— Desde aquí nos dirigiremos a Marte y lo encontraremos acá, luego regresaremos a la Tierra, que, durante ese lapso, habrá recorrido más de la mitad de su ruta anual y habrá de encontrarse más o menos aquí…

— ¡Claro! — exclamé.

— Este dibujo no es más que un bosquejo, prosiguió Kamov. Las órbitas de los planetas no se cierran, puesto que el Sol, arrastrándolos consigo, se mueve también en el espacio; pero así usted ha de entender mejor, ¿verdad?

Gracias Ahora todo me parece claro Ahora usted entenderá perfectamente - фото 2

— Gracias. Ahora, todo me parece claro.

— Ahora usted entenderá perfectamente por que no podemos postergar el «decolage» ni por un solo día, pues con ello se trastornarían todos los cálculos.

— Comprendo.

— Bien, por hoy basta. En siete meses y medio tendremos tiempo para conversar de todo. Su participación en la expedición comienza desde mañana por la mañana, cuando lo revise la comisión médica. Para prepararlo para el vuelo, no se puede perder ni un solo día.

Así terminó mi primera conversación con Kamov. Era más de medianoche cuando regresé a casa. La Luna estaba ya levantándose por encima de los techos. El hombre con el cual yo había conversado hoy la había visitado. Quizás yo también me hallaré un día en su reluciente superficie. «¿Reluciente?» Me acordé de un artículo de Kamov, donde decía que la superficie de la Luna era tenebrosa y tétrica, cubierta de rocas obscuras, y me pareció irónico mi entusiasmo.

Allí, a medida que uno va aproximándose, todo parece diferente de lo que vemos desde la Tierra. En realidad, los planetas que nos parecen brillantes no son cuerpos luminosos. Pronto yo mismo estaré en uno de ellos.

Pero, ¿seguro que estaré? ¿Y si me rechaza el veredicto médico? ¡Entonces me quedará para siempre vedado este camino y la decepción será muy dolorosa!

Dormí muy mal aquella noche, escuchando con los ojos abiertos el lento tic-tac del reloj, que a veces me parecía detenerse. Recién a la madrugada concilié el sueño, siempre perseguido por el pensamiento de un posible fracaso de mis aspiraciones.

Pero mi aprensión resultó sin sentido. La comisión examinadora, integrada por tres médicos bajo la presidencia de un célebre profesor, me auscultó y me examinó durante largo rato. Puso a prueba la vista y el oído, me hizo girar en una especie de tiovivo, estar cabeza abajo durante varios minutos, colgado de unos lazos especiales, después de lo cual me volvió a auscultar detenidamente.

Por fin me dijo el viejo profesor, palmeándome la espalda, estas palabras que resonaron en mis oídos como una dulce melodía:

— ¡Un organismo ideal! ¡Puede viajar a la Estrella Polar, si está tan aburrido de nuestra Tierra!

Los médicos se pusieron a reír y el profesor prosiguió ya seriamente:

— Prepárese para el vuelo, pero recuerde que si antes del despegue llegara a resfriarse, no será admitido. Aténgase al más riguroso régimen — y señalando a uno de los miembros de la comisión, añadió—: aquí, el doctor Andreev está especialmente designado para asesorar a la expedición. Consúltelo con frecuencia. El trabajo, el descanso, la alimentación, las distracciones, todo tiene que hacerse bajo su control. Usted ya no se pertenece.

Aprobado por la comisión, me fui directamente a casa de Kamov, para recibir sus instrucciones. Me estaba esperando y expresó su complacencia de que todo estuviera en orden.

— Sentiría perderlo. Me alegro que no haya ocurrido. Aquí — dijo llevándome hacia un hombre alto y delgado, sentado ante el escritorio— le presento a Constantin Serguevich Belopolski, mi ayudante en el vuelo cósmico.

Cuando Kamov me nombró y dijo que yo participaría en el próximo vuelo, Belopolski me estrechó la mano, pero lo hizo con absoluta indiferencia. No hubo ni rastros de sonrisa en su rostro surcado de profundas arrugas (a pesar de que sólo tenía cuarenta y cinco años) y no dijo nada de lo que suele decirse en circunstancias análogas. Recuerdo la impresión desagradable que me produjo este silencio. Pensaba que no sería nada ameno tenerlo como compañero de travesía. En la actualidad ya sé que este silencio es una característica de este hombre que solamente gusta de conversar sobre temas de astronomía o matemáticas.

El cuarto participante de la expedición, Arsenio Georgievich Paichadze que conocí dos días después, me recibió de un modo totalmente distinto.

Joven aún, de no más de treinta y cinco años, era ya conocido como perito sobresaliente en análisis espectrales. Era un enamorado de la astronomía a la que llamaba «la ciencia suprema». Paichadze podía hablar durante horas de una estrella o una nebulosa. Hablaba el ruso con cierto acento caucasiano. Yo sabía que los estudiantes universitarios de quienes era profesor de astronomía, lo escuchaban con apasionado interés.

— ¿Boris Nicolaevich Melnicov? — preguntó, estrechándome la mano con tal fuerza, que no pude reprimir una mueca de dolor —. He oído hablar de usted. Usted tomó parte en la expedición al Polo Sur.

— Así es.

— En aquel entonces se iba al Polo Sur y ahora nos vamos a Marte. ¿No le asusta la idea?

— Hablando francamente: un poco.

Posiblemente, yo no habría contestado así a otra persona. Pero toda su presencia, su silueta esbelta, su rostro tostado, sus bigotitos, su mirada cariñosa y todo su semblante daban la impresión de haberle conocido siempre.

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