Mijail Shólojov - Lucharon Por La Patria

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»El muy idiota no quería comprender que yo le había molestado porque no estaba en mi juicio y que la culpa la tenía la maldita enfermedad de las trincheras. Estuvo diciendo palabrotas hasta que se quedó afónico de tanto gritar. Como comprendí que yo era culpable de aquello tuve que callarme. El recogió sus cosas, las envolvió en el capote y antes de buscar un nuevo sitio en el bosque, me soltó como despedida: «Mira qué suerte más perra: a los muchachos buenos los matan y en cambio tú, Nekrasov, todavía sigues vivo.» Entonces ya no me pude aguantar y le dije: «¡ Vete, haz el favor, no me apestes aquí! ¡Lástima que haya pisado tu cabezota estúpida con un solo pie, en vez de hacerlo con los dos y a fondo…!» Y él, que es un tipo recio y robusto como un toro, vino hacia mí enseñándome los puños. Yo cogí el fusil ametrallador, di dos pasos atrás y le grité de lejos: «¡No te acerques o te limpiaré la cara con una ráfaga! ¡Te haré migas!» Por poco pasamos a las manos.

– Ya he oído esta noche como os gritabais -comentó Lopajin-. Pero ¿para qué nos cuentas todo eso? No entiendo…

– Pues está claro, que necesito un descanso.

– Y los demás, ¿qué?

– De los demás yo no sé nada. Quizá yo no sea tan fuerte como los demás -dijo Nekrasov con tono lastimero.

Se había sentado con las piernas muy abiertas; sus botas de color blanquecino estaban estropeadas por la vegetación de la estepa; seguía haciendo dibujos absurdos sobre la arena con una ramita fina sin levantar la cabeza inclinada hacia el suelo.

Una refriega aérea se libraba a la izquierda, detrás del bosque, en aquel cielo azul despejado que desde la tierra parecía sólido y compacto. Ninguno de los que estaban sentados en el claro del bosque había visto los aviones. Solamente se oía cómo en las alturas se cruzaban el sonoro ruido de las ráfagas de las ametralladoras y los continuos y sordos disparos de los cañones.

Del conjunto de sonidos distintos y del conjunto de los motores se separó por unos momentos el rugido de un avión cazabombardero; al principio era fino y agudo, luego se incrementaba hasta convertirse en un sonido ronco y muy rabioso que al poco rato cesó de repente. A lo lejos se oían sonidos de disparos y explosiones, como si estuvieran rasgando un tejido.

De pronto surgió en la parte izquierda del cielo una columna de humo inclinada; en su extremo se divisaba la silueta de un avión que se precipitaba a tierra y cuyo fuselaje brillaba bajo los rayos del sol. Poco después se oyó un estruendo seco y rechinante en la otra orilla del Don.

Kopytovski palideció visiblemente y murmuró:

– Ahí va uno… ¡Madre mía, que no sea de los nuestros! Se me revuelve el estómago cada vez que veo caer a uno de los nuestros.

Permaneció unos instantes en silencio y cuando se repuso de la primera impresión miró receloso a Nekrasov y con un tono de voz preocupado le preguntó:

– Oye, esa enfermedad de las trincheras que tienes… ¿no es contagiosa? Porque a lo mejor se sienta uno a tu lado tranquilamente y en su juicio y luego, por la noche, empieza a trepar por donde no debe.

Nekrasov frunció el entrecejo y exclamó despectivo: -¡Idiota!

– Muy interesante. ¿Por qué soy idiota? -preguntó Kopytovski maravillado.

– Porque con la salud que tienes tú no se te pegaría ni el carbunco, y menos aún una enfermedad cerebral.

Kopytovski, al parecer halagado, adoptando expresión juvenil e hinchando el pecho, aspiró una bocanada de aire y, visiblemente orgulloso de sí mismo, dijo:

– Lo que dices es cierto, yo gozo de buena salud.

Nekrasov observó, entristecido:

– Los jóvenes pueden combatir sin descanso, pero yo ya no puedo. Mis años no son los tuyos, me gustaría poder estar en mi casa… Tengo cuatro hijos y, compréndelo, hace un año que no les veo… He olvidado hasta la cara que tienen, es decir sus rasgos. Recuerdo vagamente sus miradas y veo sus figuras como a través de la niebla. A veces por la noche, cuando no combatimos, me atormento tratando de imaginármelos, pero no puedo. ¡Por más que lo intento, y aunque se me desgarra el corazón, no logro imaginármelos! Y lo peor es que me pasa lo mismo con la mayor de los cuatro, Masutka, que tendrá unos quince años… Es inteligente, siempre queda la primera de la clase…

Nekrasov hablaba cada vez más sordamente y con menos claridad. Pronunció las últimas palabras tembloroso, casi sin voz, y quedó en silencio. Rompió la ramita con la que había estado jugueteando y de pronto dirigió hacia Lopajin sus ojos brillantes por las lágrimas, sonriendo como si quisiera disimular su estado de ánimo.

– Y ya no hablo de mi mujer… Para eso no tengo palabras… Sólo puedo decir que hace tiempo que he olvidado cómo le huelen los sobacos…

Pálido, casi sin poder dominarse, Lopajin miraba a Nekrasov con ojos llenos de rabia y le escuchaba en silencio; al cabo de un rato, con voz suave y lenta, preguntó:

– ¿De dónde eres, Nekrasov? ¿De Kursk?

También en voz baja y tosiendo ligeramente, Nekrasov contestó:

– Sí, de Kursk, cerca de Lebedjan.

Lopajin apretó los dedos con fuerza y, sin apartar la vista del entristecido rostro de Nekrasov, dijo sordamente:

– ¡Qué lástima da escucharte cuando hablas de los niños, da verdadera lástima! ¡ Oírte hablar como un amante padre y esposo! Sin embargo, mientras los alemanes se apoderan de tu hogar y se quedan con tu familia, tú sólo piensas en convertirte en un yerno más, aquí en la retaguardia; has buscado el momento más oportuno para… Bueno, pues descansa, llénate la barriga de comida, diviértete con otra mujer y deja que mientras tanto los alemanes labren la tierra de tu mujer y-que tus hijos se mueran de hambre como perros. ¡Total, qué más da! ¡Y encima dices que te has olvidado de las caras de tus hijos! ¿No te da vergüenza preocuparte sólo de tu propio pellejo? ¡Escucha, no vuelvas la jeta! Dices que te gustaría estar en tu casa, pero ¿cómo piensas estar allí? ¿Entrando con la conciencia y el honor de un soldado o arrastrando la barriga como prisionero de los alemanes? Después te arrastrarás hasta tu puerta y moverás el rabo para alegrar a tu familia, pues nuestro héroe se siente fatigado de combatir pero está dispuesto a servir en cuerpo y alma al fascista alemán, ¿no es eso? Nekrasov, yo creía que eras un auténtico ruso y por lo visto eres un individuo de nacionalidad desconocida. ¡Vete de aquí sapo asqueroso, no me hagas desbarrar!

A medida que Lopajin hablaba, su corazón se le iba endureciendo cada vez más; finalmente se calló y dejó salir el aire de sus pulmones con tanto ímpetu como si tuviera en el pecho el fuelle de un forjador.

– Quizá sería mejor que te largaras, Nekrasov; de lo contrario podría suceder que éste… te pegara sin querer -aconsejó Kopytovski seriamente preocupado, no por las palabras de Lopajin, sino por su forma de hablar amenazadora y contenida.

Nekrasov ni se inmutó. Al principio escuchaba sonrojándose lentamente, sin apartar su brillante mirada de los ojos de Lopajin. Después apartó la vista y tanto en sus mandíbulas como en su mentón y en los pómulos despellejados apareció una palidez azulada.

Ahora permanecía silencioso, cabizbajo, y sus dedos temblorosos jugueteaban con la correa del fusil ametrallador. Tan pesado se había hecho el silencio que Lopajin no lo pudo resistir y, con voz todavía más dura y áspera, se volvió hacia Kopytovski.

– Bueno, y tú, Sashka, ¿qué? ¿Te quedarás aquí? Kopytovski rasgó rabiosamente un trozo de papel para liar un cigarrillo y elevó una ceja con enojo, mientras decía:

– ¡Vaya pregunta difícil de contestar! ¿Partiremos en dos nuestro fusil? Si te quedas tú, también me quedo yo. Tú y yo somos como el pez y el agua. Marcharemos juntos hasta la victoria final. No puedo dejarte. Sin mí te morirías de nostalgia, no tendrías a quién insultar. Yo tengo mucha paciencia, otro cualquiera no te aguantaría, según lo que le dijeras.

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