Mijail Shólojov - Lucharon Por La Patria

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»En la isba había una atmósfera irrespirable, el bochorno era asfixiante y faltaba poco para que desfalleciéramos. Desperté al sentir una necesidad, me puse en pie y se me ocurrió que estaba en una chabola y que para salir tenía que subir unos peldaños. Estaba despierto, lo recuerdo perfectamente, y me subí a una estufa… ¡Y en la estufa había una vieja durmiendo! Aquella mujer debía de tener más de noventa años y a causa de la vejez parecía estar cubierta de musgo…

De pronto Kopytovski hipó de un modo extraño, enrojeció y luego se puso azulado; se llevó las manos a la boca como si se asfixiara. Miraba a Nekrasov por entre los dedos y con los ojos llenos de lágrimas, estremeciéndose en silencio para contener la risa.

Nekrasov se quedó cortado y Lopajin se enfadó. Movió los labios con rabia, sin que Nekrasov se diera cuenta, y amenazó con su puño nudoso a Kopytovski, diciendo:

– Venga, Nekrasov continúa, no te dé vergüenza, que aquí, aparte de un idiota, todos somos comprensivos.

De espaldas, Kopytovski, que era muy dado a la risa, hacía resonar las tripas, roncaba y lanzaba pequeños silbidos intentando por todos los medios cortar el ataque de risa que le asaltaba. Nekrasov esperó a que Kopytovski se calmara y, con la misma serenidad de antes en su rostro taciturno, continuó:

– ¡Pues lo que aquella anciana llegó a imaginarse! Yo estaba al borde de la estufa. La vieja tinosa, medio dormida y con el consiguiente susto, se puso muy nerviosa y me dijo lastimera: «¡Hijo mío! ¿Qué se te ha ocurrido, maldito?», y me echó las botas a las narices. Debido a sus años, aquella mujer dormía, incluso en aquella estufa caliente, con las botas y la pelliza puestas. ¡Dios mío, daban ganas de reír y llorar a la vez! Bueno, pues cuando me dieron las botas en las narices, espabilé y le dije: «Abuela, por Dios, no hagas ruido y deja de dar patadas, que te puede dar un repente. Verás, yo estaba medio dormido y creí que salía de una chabola. Por eso he subido hasta aquí. Perdona, abuela, por haberte molestado, pero no te preocupes por tu virginidad. ¡Antes me cogerá el cólera!» Bajé de allí pero a causa del sueño me tambaleaba como si estuviera borracho y los oídos me ardían. «Madre mía -pensé-, ¿qué ha pasado? Si alguno de los muchachos ha oído mi conversación con esa vieja, ¿qué pensará? ¡Por culpa de esa vieja estúpida me van a desollar vivo con sus bromas!» Acababa de pensar esto cuando alguien me agarró por una pierna. Un comandante de transmisiones dormía cerca de la estufa. Se había despertado; encendió una linterna y me preguntó muy seriamente: «¿Qué ocurre? ¿Qué te pasa?» Con buenas palabras le expliqué que me había dormido, que había imaginado absurdamente estar en una chabola y que, sin querer, había importunado a la viejecita. Él me dijo: «Camarada soldado, tú tienes la enfermedad de las trincheras. A mí me pasó lo mismo en el frente occidental. La puerta está a la derecha; sal e intenta no ir a parar al tejado para hacer tus necesidades, podrías romperte la cabeza.»

»Menos mal que ninguno de los muchachos oyó nuestra conversación; estaban demasiado cansados y dormían a pierna suelta, de modo que todo acabó bien. Sin embargo, desde entonces es rara la noche en que no me imagino encontrarme en una chabola, en un fortín o en algún refugio. Esta es mi desgracia. Si tocan generala inmediatamente me doy cuenta de lo que pasa, pero cuando me despierto con una necesidad siempre empiezo a hacer cosas raras…

»La semana pasada, cuando pasamos la noche en Stukachev, me las ingenié por todos los medios para meterme en una estufa. ¡En una estufa! Sólo un verdadero loco haría semejante cosa. Por poco me asfixio allí. Donde quiera que me meta, ¡el acabóse! No se me ocurrió dar un paso atrás, puse la cabeza en el ladrillo y me acosté. Alrededor apestaba a quemado… «Bueno -pensé-, ya ha llegado mi muerte, me han sepultado con granadas.» Un caso parecido me sucedió en noviembre del año pasado, cuando me enterraron vivo en un fortín. Si entonces no me hubieran desenterrado rápidamente mis cama-radas, seguramente en estos momentos estaría criando malvas. Y ahí me tenéis, arañando el ladrillo con las uñas. De repente di un manotazo a la leña, me agité y grité con todas mis fuerzas: «¡Camaradas! ¿Quién ha quedado vivo? ¡Vamos a desenterrarnos por nuestros propios medios!» Nadie me contestó. Únicamente oí mi propio corazón que, a causa del susto, me latía casi en la garganta. Fui tanteando con las manos, pues no llevaba la pala. Pensé que los demás muchachos habían podido desenterrarse y que yo solo no lograría conseguirlo. Y al darme cuenta de todo esto me puse a llorar. Pensé: «¡Qué muerte tan absurda me acecha por segunda vez! ¡Morir de esta manera, en esta guerra…!» En aquel instante noté que alguien me cogía de las piernas. Era el cabo primero. Me sacó arrastrándome y yo, que estaba tumbado, no vi quién era. Al ponerme en pie sentí gran alegría. «¡Gracias, muchacho, eres un buen tío, camarada, que nos has salvado de la muerte! ¡Apresurémonos a sacar a los demás, si no, acabarán asfixiados!» El cabo primero, soñoliento aún, no comprendía una sola palabra de todo aquello; me agarró por un hombro y al oído, muy lentamente, me dijo: «Pero ¿cuántos estabais en la estufa, y por qué demonio?» Luego, al darse cuenta de lo que pasaba, me llevó al refugio, me echó una bronca y terminó diciendo: «He luchado en tres guerras en las que he visto todo tipo de cosas, pero lunáticos que en vez de andar por los tejados se metan en las estufas ajenas, es la primera vez que veo. Si tú mismo has visto que la patrona había sacado todo el combustible y la había cargado de leña, ¿por qué demonio te has metido allí?»

Yo me empezaba a recuperar y quise darle una explicación sobre mi enfermedad de las trincheras, pero él no quería escucharme. Se rascó, bostezó y luego, con suave acento ucraniano, dijo muy despacio: «¡Sufres alucinaciones, hijo del demonio! Mañana cubrirás dos servicios, por haber ido a hurgar en una estufa ajena y ofender a la gente, y otros dos servicios más por no saber buscar en el lugar adecuado, pues la leche hervida y las schtchi que sobraron de la cena se las llevó la patrona al sótano al anochecer. ¡Ni siquiera tienes capacidad de observación militar!»

Kopytovski se echó a reír y se dio una palmada en la cadera desnuda.

– ¡Con qué buen criterio lo arregló todo el cabo primero! ¡Eso no es un cabo primero, sino un tribunal supremo!

Nekrasov le miró con cara de pocos amigos y con mucha parsimonia, como si estuviese hablando de otra persona, continuó:

– ¡He ensayado todos los sistemas para conciliar el sueño durante las noches, pero es inútil! He pasado días enteros sin probar agua y sin llevarme a la boca comida caliente. ¡Y nada! Antes del alba pego un salto como impulsado por la voz de «firmes» y empiezo a vagabundear… Incluso esta misma noche me he despertado antes del amanecer; llovía y yo tenía los pies mojados. Todavía soñando, la maldita enfermedad de las trincheras me ha hecho pensar: «La chabola se ha inundado, tendré que sacar el agua que ha entrado durante la noche.» Me levanto y palpo un árbol con las manos. No me daba cuenta de que Maiboroda y yo nos habíamos echado a dormir bajo un álamo. Seguí tanteando el árbol creyendo que era una pared;

busco las escalerillas, porque quiero subir. Mientras estaba rodeando el tronco del álamo le pisé sin querer la cabeza a Maiboroda… ¡Vaya jaleo armó! Se levanta de un salto, tira el capote, traga saliva y se pone a blasfemar y a soltar palabrotas. «¡Estúpido -me dijo -, eres un psicópata, que si esto y lo otro, que si te has vuelto loco de repente y por las noches trepas a los árboles como los monos! ¡Por lo menos no molestes a los demás y no andes por encima de sus cabezas; de lo contrario cogeré el fusil y os agujearé a ti y al árbol! ¡Te pudrirás como una manzana llena de gusanos!»

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