Mijail Shólojov - Lucharon Por La Patria

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No oye -dijo Lopajin; alzando la voz y ruborizándose ligeramente, añadió -: ¿Por qué te golpeas las carnes desnudas, como si estuvieras en escena? ¡Menudo actor estás tú hecho! Está contusionado, no hay por qué asombrarse ni ponerse a hacer gestos como en un ballet. Mejor sería que remendaras tus pantalones, que con esa facha pareces un santo en el paraíso enseñando las vergüenzas…

– ¡ Mis pantalones, eso te ha llegado al alma! – le interrumpió Kopytovski, ofendido -. ¿Cuántas veces me lo has dicho? ¡Ya estoy harto! ¿Cómo voy a remendarlos, si no tengo con qué? ¡Además, mira cómo están ya estos pantalones! Por delante, solo queda la entrepierna; por detrás, la trabilla; lo demás está tan podrido que sólo con tocarlo se rompe del todo. Aquí, aunque no quieras, pareces un santo, si no algo peor… Además no hay hilo. ¿Sabes tú dónde están los hilos, en las tiendas del ejército? Seguramente más allá de Saratov. Pero tú, dale que dale con la misma historia: que los remiendes, que los remiendes…

Nekrasov apoyó un brazo en el hombro de Streltsof y le dijo a voz en cuello: -¡Hola, Nikolai!.

Streltsof, sobresaltado, levantó la cabeza y frunció el ceño, pero al momento una sonrisa descubrió bajo sus bigotes la blancura de sus dientes desiguales. Abrió la boca como si intentara decir algo y puso el cuello en tensión, la cabeza le temblaba. La nuez de la garganta, cubierta de pelillos negros, le subía y le bajaba a intervalos mientras unos sonidos ininteligibles agitaban convulsivamente su garganta.

A Lopajin se le encogía el corazón. Como le ocurría cada vez que pasaba por momentos de agitación interior, se le pusieron blancas las ventanillas de la nariz y de repente se enfrentó a Kopytovski con los ojos muy abiertos y llenos de furia:

– ¡Lárgate con tus escrúpulos! ¿Por qué le miras de ese modo? ¡Se ha quedado sordo v tartamudo! ¡No le mires! ¿No comprendes que le resulta desagradable? ¡Vete de aquí ahora mismo, demonio andrajoso!

Kopytovski, cohibido, se encogió de hombros.

– No me he dado cuenta. ¿Por qué gritas tanto, Lopajin? Con esa garganta lo que deberías hacer es vender pipas de girasol en un almacén o meterte a charlatán callejero… Desde luego, eres un grosero, un insolente, y por si fuera poco trabajabas en una mina y asistías a las clases nocturnas de una universidad laboral. Tienes tanta cultura como la que cabe en una cabeza de alfiler. ¡Ni más ni menos!

Kopytovski, excitado, juntó una uña con el dedo meñique para indicar cuánta era la cultura de Lopajin. Pero éste no hizo caso de sus palabras. Agarrando puñados de hierba se arrastró por el suelo con impaciencia en espera de que Streltsof hablase. Incluso se sonrojó de emoción.

Streltsof, cerrando los ojos y con las pestañas temblorosas por la tensión a que estaba sometido, pronunció unas palabras de saludo; entonces Lopajin se secó el sudor de la frente y dijo con un suspiro de alivio:

– Lo peor es cuánto le cuesta empezar; pero cuando lo ha hecho, aunque sea con dificultad, se le puede entender aunque pronuncie rápidamente. Hay oradores que hablan peor en las reuniones. ¡Palabra de honor!

Tras soltar un breve discurso, sonreír con gesto de culpabilidad y estrechar las manos de sus camaradas, Streltsof prosiguió:

– Me he quedado sordo, muchachos, y la lengua no me responde muy bien… no me obedece. Pero el médico ha dicho que es una cosa pasajera. Estoy muy contento de encontrarme de nuevo entre vosotros. Lo que pasa es que para comunicarse conmigo hay que hacerlo por escrito. Lopajin y yo hemos montado una oficina -y con los ojos entornados y sonrientes señaló las páginas escritas del cuaderno de notas.

Compungido y con aire de lástima, Nekrasov soltó el fusil ametrallador y se sentó junto a Streltsof; le dio unos golpecitos en la espalda, como compartiendo su dolor.

– Ya ves, han estropeado a un hombre a fondo -dijo alargando las sílabas – Lo han mutilado. ¡Qué bestias!

En el claro del bosque un vientecillo movía la hierba fina y hacía que las hojas de los árboles se desprendieran de las últimas gotas de lluvia. Olía a escaramujo recalentado por el sol y al insípido aroma de las raíces de la hierba. De la tierra reblandecida por la lluvia se desprendía un olor como de barril de encina, con el áspero amargor de las hojas descompuestas del año pasado.

En la ribera derecha del Don se oían ruidosas explosiones; por encima de los cercanos chopos varias columnas de humo ascendían lentamente hacia el cielo.

– Están estallando vehículos de avituallamiento y combustible. ¡Nuestra riqueza se pierde en vano! -dijo Kopytovski para sí, sin dirigirse a nadie en particular.

Permanecieron un rato en silencio y finalmente Nekrasov le preguntó a Lopajin:

– ¿Qué crees tú? ¿Nos mandarán a reorganizarnos? Lopajin se encogió de hombros y se mantuvo silencioso.

– El cabo primero ha ido a preguntar dónde debe meternos ahora. Tal vez los nuestros estén cerca de aquí. Parece que alguno de los muchachos dice que ha visto al jefe de estado mayor de la treinta y cuatro. Ya es hora de que salgamos de aquí -dijo pausadamente Nekrasov -. La gente se ocupa de la defensa: unos montan blindajes, otros abren las comunicaciones; todo el mundo hace algo, mientras que nosotros estamos sin hacer nada, vagando por el bosque y molestando a los demás.

Lopajin siguió mudo. Nekrasov le echó una mirada y sacudió la cabeza, pensando en Streltsof.

– Nikolai ha hecho mal en largarse del puesto médico-sanita-rio. Escríbele que ha de curarse; de lo contrario se quedará así toda la vida, tartamudo, y seguirá moviendo la cabeza como una cabra hasta que se muera.

– Ya se lo he escrito -contestó escuetamente Lopajin.

– ¿Y qué dice él?

– Que se quedará aquí.

– ¿Ha venido porque ha querido? -¿Y qué crees tú?

– ¡Lástima! Tenías que haberle convencido. Vosotros sois amigos, al fin y al cabo.

– Ya lo he intentado. -¿Y qué?

– Que no quiere. Él ve las cosas de manera distinta que otros que son unos hijos de puta -replicó Lopajin, agresivo.

– ¡Y que lo digas! -comentó Nekrasov entre dientes mientras miraba a Streltsof con cierta ironía.

Hacía bastante tiempo que Lopajin conocía a Nekrasov. Juntos habían formado parte de una compañía que había padecido las fatigas de las luchas de invierno en la ruta de Jarkov. Después pasaron a este regimiento y formaron parte de los refuerzos. Nunca habían trabado amistad y no simpatizaban, probablemente porque Nekrasov no se mostraba sociable, si bien era indudable que se podía confiar en él durante la lucha. Lopajin lo sabía muy bien; por ello, mirando a Nekrasov a los ojos, azulados y llenos de fatiga, le dijo:

– Streltsof y yo hemos decidido que nos quedamos aquí. La situación actual no es como para irse a retaguardia. Ya ves hasta dónde nos han hecho retroceder los alemanes. ¡Da vergüenza ver hasta dónde nos han empujado estos hijos de perra! ¿Y tú qué, Nekrasov? ¿No nos acompañarás, como viejo amigo? Si se queda un veterano, y otro, y otro más, eso ya constituye una fuerza. Muchas gotas de cera forman un cirio pascual. ¿No te parece que hacemos aquí más falta que en otra parte?

Kopytovski notó, admirado, que en la voz de Lopajin había cierta solicitud hacia él. Pero Nekrasov, sin pararse a reflexionar, respondió con tono decidido:

– No, yo no me quedaré. Que sean los reclutas los que luchen y sufran un poco, que ni siquiera han olido todavía la pólvora. Yo no me opondré a ir a retaguardia. Mientras esto se reorganiza, entre una cosa y otra descansaré a mis anchas. ¡Me resarciré un poco de estos días agotadores! ¿No ves que en los últimos tiempos me han salido hasta piojos, quizá de nostalgia?

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