Mijail Shólojov - Lucharon Por La Patria
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La historia de sus botas conmovió seriamente a Sviaguintsev, definitivamente convencido de que estaba ya lejos de la muerte. Se sentía tan ofendido que a pesar de ser un hombre indiferente y nada rencoroso, cuando estaba desnudo en la mesa de operaciones, a las palabras del cirujano que le estaba examinando: «Es preciso que resistas un poco, hermano», contestó enfadado: «¡Ya he aguantado bastante! ¿A qué viene esto? Lo que tiene que hacer es procurar no cortarme más de la cuenta, porque la responsabilidad será suya.» El cirujano era joven y enjuto. A través de las gafas de aquel hombre Sviaguintsev pudo ver unos ojos hinchados por muchas noches de no dormir. No obstante, estaban atentos a pesar de parecer infinitamente cansados.
– Bueno, pues tienes que aguantar una vez más, soldado, no hay nada más que aguantar; y no te preocupes que no te extirparé nada innecesariamente: no nos hace falta nada tuyo – le tranquilizó el cirujano con cierta dulzura.
Una joven médico que estaba al otro lado de la mesa de operaciones se inclinaba arqueando las cejas para examinar detenidamente la espalda de Sviaguintsev, afectada por la metralla. Tenía una herida que se prolongaba hasta la nalga y la pantorrilla. Sviaguintsev fijó sus ojos en ella, avergonzado de su desnudez, y haciendo una mueca dijo:
– ¡Dios mío! ¿Por qué me mira tanto, camarada mujer? ¿ Acaso no ha visto hombres desnudos? No tengo nada especial ni curioso, y esto no es, que digamos, una feria ganadera soviética, ni yo soy tampoco un toro semental…
Los ojos de la doctora brillaron al oírle, y al cabo replicó con crudeza:
– No contemplo sus bellezas, me limito a cumplir lo que es mi obligación. Y lo mejor sería que se callara usted, camarada. Permanezca acostado y no hable. ¡Ya se ve que es usted un combatiente poco disciplinado!
Sviaguintsev lanzó un bufido y se dio media vuelta. Sin embargo, fijándose en aquellas mejillas sonrosadas y en aquellos ojos maliciosos y redondos como los de un gato, pensó amargamente: «Sí, líate con una mujer de éstas y verás. Le lanzas un disparo y contesta con una ráfaga… Claro que, por otra parte, no es que su trabajo sea fácil; se pasa día y noche hurgando en nuestras carnes de buey…» Avergonzado de su comportamiento grosero con los médicos, con tono solícito y tranquilo añadió:
– Usted, camarada médico militar, que detrás del delantal no se le ve la graduación, debería ordenar que me echaran alcohol en las heridas y en las entrañas.
El silencio fue la única respuesta. Entonces Sviaguintsev miró de arriba abajo con aire suplicante al médico de las gafas y para que no le oyera la doctora, que estaba de espaldas, le susurró en voz baja:
– Discúlpeme, camarada médico, pero tengo un dolor tan fuerte que casi me gustaría que empezara por el final…
El cirujano sonrió:
– ¡Vaya, ya hablas mejor! Así me gusta más. Espera que te examinemos y ya veremos. Si se puede, yo no me opongo, te daré unos tragos del que corresponde al frente.
– Esto no es el frente, no se parece en nada al frente; y aquí, con este sufrimiento, se puede beber más -dijo Sviaguintsev entornando los ojos.
Pero cuando penetró en el interior de la herida que tenía en el hombro una especie de espátula previamente mojada con alcohol, lanzó un rugido de dolor y dijo, con voz que ya no tenía nada de tranquila y solícita, como antes, sino que sonaba ronca y amenazadora:
– ¡Bueno, vale… pero… cuidado con la puntería!
– ¡Venga, hermano, no te portas bien! ¿Por qué resoplas como un ganso delante de un perro? ¡Enfermera: déme alcohol y algodón! Ya te he dicho que tendrías que resistir un poco. ¿Qué pasa? ¿Tienes mal genio?
– ¿Qué hace ahí, camarada médico? ¿Está hurgando en mi herida como si fueran sus propios bolsillos? Perdóneme pero es más que para resoplar, es para ladrar… para aullar como los perros… -repuso con enfado Sviaguintsev, teniendo que hacer pausas entre palabra y palabra.
– ¿Duele mucho? ¿Se aguanta?
– No es que duela, es que me hace cosquillas y desde niño las temo… Por eso no aguanto… -dijo Sviaguintsev con los dientes apretados; y se volvió de lado para secarse las lágrimas que le resbalaban por las mejillas, cuidando de que no le vieran usar el extremo de la sábana.
– ¡Aguanta, soldado, aguanta! Ahora te encontrarás mucho mejor -dijo el cirujano.
– Lo que debería hacer es ponerme un poquito de anestesia. ¿Por qué escatima de este modo las medicinas? -susurró Sviaguintsev.
Pero el cirujano contestó algo breve y tajante; y Sviaguintsev, que durante la guerra se había acostumbrado a obedecer órdenes lacónicas e imperativas, calló humildemente y aguantó sumido en un profundo sopor. Sin embargo, ese sopor no impedía que en ciertos momentos sintiera tales pellizcos que tenía la impresión de que su cuerpo yacía sobre una llama cruel que intentaba llegar hasta sus propios huesos.
Unas manos suaves, femeninas al parecer, le sujetaban las muñecas; sentía el calor de aquellas manos por todo el cuerpo. Luego le dieron un poco de vodka y al final se sentía como borracho. No por la vodka – resultaba imposible emborracharse con un vasito de alcohol -, sino por todo lo que había pasado en aquella jornada difícil y poco común. Más tarde el dolor se hizo en cierto modo diferente, más suave, más calmado, gracias i las manos expertas del cirujano.
Cuando ya retiraban vendado a Sviaguintsev -que no sentía el peso de su cuerpo- en la camilla, intentó mover el brazo s.ino, el derecho, y dijo en voz muy baja, tan baja que sólo los camilleros pudieron oírle, a pesar de que él creía gritar a pleno pulmón:
– ¡No quiero quedarme en esta sección! ¡Al demonio! ¡Mis nervios no aguantarán aquí! ¡Que me lleven a cualquier parte menos aquí! ¿Al frente? ¡Eso es, al frente! ¡Aquí no quiero estar más! ¿Dónde han metido mis botas? ¡Tráiganmelas aquí, que las pondré debajo de mi cabeza! Así se conservarán… ¡Aquí hay muchos que se dedican a quedarse con las botas ajenas! ¡No, gánatelas primero, llévalas antes de morir! Cualquier inútil puede descoserlas… ¡Dios mío, cómo me duele!
Dijo todavía algo más, algunas palabras deshilvanadas; deliraba, llamaba a Lopajin, lloraba, rechinaba los dientes y, como si le sumergieran en un baño de agua tibia, perdió el conocimiento. Mientras, el cirujano, con ambas manos apoyadas en el borde de la mesa, en la que parecía haberse vertido vino tinto, se mecía, balanceándose de las punteras a los tacones de sus zapatos. Dormía. Cuando un colega -un médico alto, de negras barbas- terminó en la mesa contigua una difícil laparatomía, se quitó los guantes de las manos, blandos y pegajosos por la sangre que los empapaba, y le preguntó en voz baja: «Bien, ¿cómo va su caballero, Nikolai Petrovich? ¿Vivirá?»; el cirujano joven se despertó, separó las manos que se aferraban al borde de la mesa y tras ajustarse las gafas con un gesto habitual, dijo con voz ronca pero de persona diligente:
– Sin ninguna duda. De momento no hay nada que temer. Este no sólo tiene que vivir, sino que volverá a luchar. ¡El diablo sabe hasta qué punto es hombre sano! Incluso causa envidia… De momento no se le puede enviar al frente. Una de sus heridas tiene mal aspecto.
Guardó silencio y se meció unas cuantas veces más desde las punteras a los tacones. Luchaba con toda su fuerza contra el sueño y el cansancio, y cuando recobró de nuevo la conciencia y la voluntad, volvió nuevamente el rostro hacia la puerta de sala, cubierta por una cortina, y mirando con la misma atención de hacía media hora, con los ojos inflamados y horriblemente cansados, se limitó a decir secamente: – ¡Evstignetev, el siguiente!
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