Mijail Shólojov - Lucharon Por La Patria
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Lopajin se levantó repentinamente y, sacudiéndose la tierra de las rodillas, se dirigió a la vieja cabaña en que estaba el cabo primero.
«Pediré que me dejen en una unidad activa. ¡Se acabó el baile, no me moveré de aquí para ir a otra parte!», se dijo Lopajin decidido. Cruzó en línea recta los espesos matorrales de escaramujo.
Apenas había andado unos veinte pasos cuando oyó la voz conocida de Streltsof. Lopajin, sorprendido y sin dar crédito a sus oídos, se dirigió a un costado, salió a un pequeño claro y vio a Streltsof de espaldas con tres soldados desconocidos.
– ¡Nikolai! -gritó Lopajin lleno de alegría.
Los soldados, volviéndose hacia Lopajin, esperaron; pero Streltsof continuó su camino sin volverse, hablando en voz alta.
– ¡Nikolai! ¿De dónde sales? -gritó de nuevo Lopajin enloquecido de alegría, temblándole incluso la voz, de puro emocionado.
Uno de los soldados que iban con Streltsof le tocó en un brazo y éste se volvió. Al momento su rostro se iluminó con una amplia sonrisa y se dirigió al encuentro de Lopajin.
– Amigo mío, ¿de dónde vienes? -volvió a gritar Lopajin desde lejos.
Streltsof sonreía silenciosamente, moviendo sus largos brazos y caminando por el claro del bosque a grandes zancadas, aunque con cierta inseguridad.
Cuando estuvieron juntos, al lado de una zanja abierta recientemente, entre montones de tierra, se abrazaron fuertemente. Lopajin vio de cerca los ojos negros de Streltsof radiantes de felicidad; entusiasmado, exclamó:
– ¡Demonio! Te chillo a grito pelado y tú como si no. ¿Qué ha pasado? Dime de dónde vienes. ¿Por qué has aparecido aquí?
Streltsof, casi inmóvil, con una sonrisa fría en el rostro miraba fijamente el movimiento de los labios de Lopajin. Finalmente pronunció muy lentamente estas palabras, tartamudeando.
– ¡Pietia, qué contento estoy de verte! No puedes imaginar hasta qué punto. Ya había perdido la esperanza de ver a alguno de vosotros… Hay tanta gente por aquí…
– Pero ¿de dónde sales? ¿No te habían mandado al batallón médico-sanitario? -preguntó Lopajin.
– ¡ Desde ayer noche os estoy buscando por todas las compañías! Quise pasar a aquel lado pero un capitán de artillería me dijo que todos se retiraban de allá – dijo Streltsof tartamudeando un poco más, con los labios brillantes.
Sin darse cuenta todavía de lo que le había pasado a su amigo, Lopajin se rió; dándole golpecitos en la espalda, dijo:
– ¡Eh, padrecito! ¿No oyes bien? Mira por dónde nos pasa lo mismo que en el cuento satírico: «¡Hola, compadre!» «Vengo del mercado.» «¿Te has quedado sordo?» «He comprado un gallo.» Pero tú, ¿es que no oyes bien? -preguntó Lopajin levantando un poco más la voz -. Hablas torpemente, tartamudeas… Espera… ¿Eso es lo que te ha ocurrido después de la conmoción? ¡Claro, eso tiene que ser!
Lopajin se sonrojó de ira y contempló con profundo dolor el rostro de Streltsof, que, a pesar de todo, conservaba la misma sonrisa de antes. Puso sobre el hombro de Lopajin su temblorosa mano y tartamudeó con dificultad, penosamente:
– Vamos a sentarnos, Pietia. Resulta difícil hablar contigo. Después de aquella bomba no oigo nada. Y ves, hasta tartamudeo… Escribe y yo te contestaré.
Sentándose junto a la zanja, sacó del bolsillo una sucia libreta de notas y un lápiz. Lopajin cogió el lápiz de sus manos y escribió rápidamente: «Ya entiendo. ¿Te has escapado del batallón médico-sanitario?» Streltsof le miró por encima del hombro y dijo:
– Bueno, cómo te explicaría yo… me escapé. Más exactamente… me fui. Le dije al doctor que me iría en cuanto me sintiera mejor.
«¡Qué diablos! ¿Por qué? ¡Lo que has de hacer es curarte, estúpido!», escribió Lopajin; apretaba tanto la punta del lápiz que la rompió cuando puso el signo de admiración.
Streltsof leyó la nota y se encogió de hombros con extrañeza.
– ¿Cómo que diablos? La sangre ya no me sale por los oídos y apenas tengo náuseas. ¿Para qué tenía que estar allí acostado? – Cogió cuidadosamente el lápiz de manos de Lopajin y le afiló la punta con una navaja; después sopló las virutas que habían caído sobre sus rodillas y dijo-: Además, en aquel momento no podía quedarme allí. El regimiento estaba pasando un momento difícil, quedábamos pocos… ¿Cómo podía dejar de venir? Y vine. Aunque esté sordo, puedo seguir luchando al lado de los camaradas. ¿No es cierto, Pietia?
El orgullo que le inspiraba aquel hombre, el cariño y la admiración llenaron el corazón de Lopajin. Tenía ganas de abrazar y besar a Streltsof, pero sintió que se le formaba en la garganta un nudo caliente y, avergonzado de sus lágrimas, sacó tapidamente la petaca del bolsillo.
Con la cabeza gacha, Lopajin se puso a liar un cigarrillo; cuando ya casi había terminado, una lágrima grande y clara cayó sobre el papel, que se deshizo entre sus dedos.
Pero Lopajin era hombre tenaz: cogió un pedazo de papel de periódico, negro por la suciedad y los dobleces, le echó el tabaco y volvió a liar el cigarrillo.
16
Sviaguintsev se recuperó de las convulsiones y de un dolor agudo que se enseñoreaba de su cuerpo como si fuera una centella. Empezó a toser suspirando roncamente; tenía la boca llena de polvo y tierra. Oyó su propia voz, suave y entrecortada, como si procediera de otra parte. De lo más profundo de su ser surgió un lamento.
A su alrededor explotaban minas y proyectiles. Los estallidos estremecían la tierra, unos más y otros menos. El aire estaba lleno de fragmentos de metralla que corrían con el zumbido de la muerte. Desde atrás llegaba el sonido de las ráfagas largas de una ametralladora. Sviaguintsev se aplastaba contra el suelo en un inútil intento de evitar las bocanadas de aire caliente y de humo procedentes de las explosiones más cercanas. A su alrededor revoloteaban nubes de polvo. Sviaguintsev oía estos ruidos como si provinieran de un lugar alejado e invisible. Hizo un movimiento y sintió un dolor agudo. En su conciencia entorpecida se abrió paso la idea de que estaba vivo.
No tenía fuerzas para moverse. Notó que la guerrera estaba empapada en sangre por los hombros y la espalda, al igual que los pantalones. Sviaguintsev dedujo de ello que estaba gravemente herido. Ese era el motivo del dolor lacerante que le dominaba por entero.
Ahogó un quejido y con la lengua intentó sacar la tierra viscosa que tenía en la boca y que le impedía respirar. La arena rechinaba entre sus dientes; era un sonido tan agudo que le retumbó la cabeza. El olor de sangre coagulada era tan fuerte que casi vomitó y volvió a perder el conocimiento, que pendía de un hilo muy fino que amenazaba con romperse en cualquier momento. Pero a poco sus sentidos empezaron a fortalecerse y Sviaguintsev volvió en sí. Con el consiguiente retraso empezó a recordar aterrado que hacía poco rato había salido de la trinchera y había visto a los alemanes acercándosele, concretamente a uno de ellos, encorvado y con la guerrera desabrocha-da, sucia de barro, con unos ojos grises que casi se le salían de las órbitas… El alemán corría apretando con fuerza sus labios finos, respirando jadeante por la nariz y echando el hombro izquierdo un poco hacia delante. Al mismo tiempo que corría, intentaba meter en el fusil ametrallador un cargador plano y negro. Entonces Sviaguintsev, con pasos cortos y decididos, se topó con él. Vio los ojos grises del enemigo, iracundos por la suerte del ataque, y el botón descolorido de su guerrera, por debajo del cual debía penetrar la punta de la bayoneta, y vio también cómo temblaba de tal modo que podían observarse los brillos de su machete a medida que corría. Todo ocurrió en escasos segundos. Algo breve como un trueno de verano estalló con fuerza detrás y le golpeó con violencia la espalda y las piernas. Sviaguintsev cayó de bruces y en esa caída terrible, al no tener fuerzas para levantar los brazos y protegerse la cara del golpe, pensó que había llegado su fin.
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