Mijail Shólojov - Lucharon Por La Patria
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Lo recobró horas más tarde, ya al otro lado del Don, en el puesto médico-sanitario. Estaba acostado en una camilla; lo primero que sintió fue un profundo olor a medicinas. Luego el techo verde de la gran tienda de campaña. Por el suelo, cubierto de lona impermeabilizada, discurrían en silencio personas vestidas con batas blancas.
«He perdido el conocimiento tres veces pero sigo vivo. ¡Esto quiere decir que sobreviviré, que aún no me ha llegado la hora de morir!», pensó Sviaguintsev con esperanza.
Había algo en él que le impedía respirar; con cuidado, lentamente, se llevó la mano sucia a la boca y escupió. La saliva era blanca, no había coágulos rojos en su palma. Sviaguintsev se alegró y esto último le convenció de que saldría bien parado. «Los pulmones están enteros y si un resto de metralla se ha incrustado en el hígado a través de la espalda, los médicos me lo sacarán. Lo más importante son las piernas. ¿Habrá llegado al hueso? ¿Andaré o quedaré inválido?», pensaba observándose de nuevo la callosa palma de la mano.
Junto a él había dos enfermeros desnudando a un soldado herido. Uno lo sostenía por los brazos; el otro procedía con sus gruesos dedos a descoserle los pantalones sucios y de color pardo; en cuanto los pantalones ensangrentados estuvieron amontonados en el suelo, Sviaguintsev pudo ver una herida enorme en la pierna del soldado, más abajo del muslo; era una gran masa de carne roja sangrante que dejaba entrever el hueso blanco.
El soldado guardaba cierto parecido con Streltsof en detalles, difícil de captar. Era hombre maduro, de bigotes canosos sobre una boca hundida, con mandíbulas prominentes y como cubiertas de un color azul pálido. Se comportaba con hombría, no soltó ni una queja o lamento, estuvo durante todo el rato contemplando un punto distante con la mirada abstraída. Sviaguintsev le miró la pierna izquierda, delgada y velluda, indolentemente doblada por la rodilla, que temblaba de modo escalofriante; tuvo que cerrar los ojos, no podía seguir contemplando el dolor y el sufrimiento de otro.
«Este hombre ya ha recibido lo suyo. Los médicos le cortarán esa pierna con la misma naturalidad con que dan de beber a un enfermo, y yo aún andaré un poco. ¿Y si también yo tuviera las piernas destrozadas?», pensaba Sviaguintsev en aburrida espera.
En aquel momento un enfermero calvo, maduro y con gafas se le acercó, le revisó las piernas con mirada penetrante e, inclinándose, intentó empezar a cortar las botas por la caña. Pero Sviaguintsev, que seguía su tarea silenciosamente, con mirada fija y tensa, reunió todas sus fuerzas y con voz queda pero tajante, habló:
– No me importa que descosas los pantalones, pero las botas, por favor, no me las toques, no te lo permito. Aún no hace un mes que las llevo y no me costó poco conseguirlas. ¿ No ves qué tipo de botas son? Las suelas están curtidas, las cañas son de auténtico cuero de vaca… No se trata de una imitación, tienes que comprenderlo… Ya he sido suficientemente castigado por Dios: me he dejado el capote y el macuto en la trinchera, de modo que haz el favor de no quitarme las botas, ¿Entendido?
– No tienes que decirme lo que debo hacer -replicó el enfermero con indiferencia, mientras seguía cortando la costura cuidadosamente.
– ¿Cómo que no he de decírtelo? ¿Pues no son mías las botas? -dijo Sviaguintsev con irritación.
El enfermero enderezó un poco la espalda y le dijo con tono indiferente:
– ¿Cómo que son tuyas? Fueron tuyas y no puedo quitártelas con las piernas dentro.
– Escucha, idiota, tira con cuidado, suavemente, y aguantaré – ordenó Sviaguintsev, que temía moverse; y como si esperase un nuevo y torturante dolor, abrió los ojos desmesuradamente y los clavó en el techo.
Haciendo caso omiso de sus palabras, el enfermero se inclinó y, con un movimiento hábil, descosió la caña hasta el talón, empezando después con la otra bota. Sviaguintsev no había tenido tiempo aún de pensar detenidamente en el sentido exacto de aquellas palabras: «Fueron tuyas», cuando escuchó el leve chasquido del hilo al irse rompiendo. Le dio un vuelco el corazón y la respiración se le cortó cuando oyó el suave ruido de los tacones de las botas que habían sido arrojadas al suelo. En ese momento, sin poderse contener, dijo con voz temblorosa y llena de ira:
– ¡Asqueroso calvo! ¡Maldito demonio calvo! ¿Qué haces, especie de inútil?
– Calla, anda, que ya está hecho. Te sienta bastante mal decir burradas. Deja que te ayude a ponerte de lado -contestó el enfermero pacíficamente.
– ¡Lárgate con tu ayuda al lugar de donde has venido, y más lejos! -gritó Sviaguintsev henchido de indignación y de rabia-. – ¡Te la cargarás, camello sin pelo, peste con gafas! ¿Qué has hecho con mis botas del Estado, hijo de puta? ¿Cómo me apañaré con ese descosido si tengo que volver a llevarlas en el próximo otoño? ¿No ves que por mucho que las recosa las costuras calarán de todos modos? ¡Animal calvo, sarnoso! ¡No eres más que un asqueroso enemigo del pueblo!
En silencio y con mucho cuidado el enfermero le quitaba los calcetines empapados de sangre y de sudor, que despedían una especie de vaho. Después de sacarle el segundo se irguió y, sin ocultar una sonrisa bajo sus bigotes rojizos, le dijo con voz de sargento:
– ¡Ilia Muromets! ¿Has terminado de insultarme? Sviaguintsev se sentía debilitado después del ataque de rabia.
Acostado y en silencio, los latidos del corazón se le hacían cada vez más fuertes y frecuentes y sentía un peso insoportable en todo su cuerpo y un extraño frío en los pies. Pero encontró fuerzas para seguir injuriando al enfermero que tan mala pasada le había jugado; con voz debilitada y escogiendo las palabras, le dijo:
– ¡Eres como un árbol podrido y no como un hombre! ¡Mejor dicho, ni siquiera se te puede considerar un árbol, sino un montón de tierra! ¿Tienes inteligencia por casualidad? ¡Deberías avergonzarte de lo que has hecho! Lo más seguro es que antes de la guerra sólo tuvieras en tu casa unos cuantos sapos, y encima se morirían de hambre… ¡Apártate de mi vista, desgraciado, culo de mal asiento, pesadilla con patas!
Evidentemente, el comportamiento de Sviaguintsev alteraba el orden: el estricto silencio que reinaba en el centro sanitario de campaña del batallón sólo se veía alterado, por regla general, por los quejidos y lamentos de los heridos. Pero eran rarísimas las ocasiones en que se oían blasfemias o injurias. No obstante el enfermero seguía con la mirada fija en el rostro de Sviaguintsev, lleno de pelos rojizos, manteniendo todo el rato en los labios una sonrisa clara y cierta alegría. Tras ocho meses de guerra y después de ver de cerca tanto sufrimiento ajeno, el enfermero había envejecido física y espiritualmente. Mas no por ello se le había endurecido el corazón. Había visto a muchos soldados y oficiales heridos y agonizantes, a tantos, que ya tenía bastante y prefería las injurias de este hombre a los espasmos dolorosos de los que le traían con ataques de demencia. De pronto, y sin que viniera a cuento, se acordó de sus dos hijos, que combatían en el frente oeste, y lanzando un suspiro pensó: «¡Este sobrevivirá! ¡Vaya diablo vivo y espabilado! ¿Cómo estarán mis hijos? ¡Qué vida llevamos! Me gustaría verles, aunque sólo fuera un instante, para saber cómo cumplen el servicio. ¿Estarán vivos todavía o los habrán internado en alguna parte, destrozados?»
Sviaguintsev no sólo vivía sino que se aferraba a la existencia con uñas y dientes; incluso tendido en la camilla, pálido como un muerto, con los ojos cerrados, inflamados, no hacía más que pensar en las botas irremisiblemente perdidas y en el soldado con la pierna destrozada que habían metido hacía poco en la tienda de operaciones. «¡Pobre hombre, está destrozado, tiene metralla por todas partes! Tiene casi todo el hueso fuera pero no se queja. ¡Calla como un héroe! Mal asunto el suyo, pero yo debo salir de esta. Los dedos del pie también me duelen. ¡A ver si el médico se confunde y me corta las piernas! Bueno, me quedaré aquí acostado un poco y luego seguiré luchando. A lo mejor el alemán que me dirigió el morterazo cae en mis manos… ¡Ah, no le mataría de golpe! ¡No, le tendría en mis manos retorciéndole el pescuezo para que muriera poco a poco! Lo que está claro es que a ese muchacho le cortarán la pierna. Y entonces, ¿para qué le servirán las botas? Ni piensa en ellas. Pero lo mío es distinto. En cuanto me haya recuperado un poco volveré a la compañía, y no encontraré ya unas botas como éstas. ¡Ni hablar! ¡Y con qué rapidez me las ha descosido el calvo maldito! ¡Dios mío, pensar que permiten que semejantes canallas sean enfermeros! Ese debería estar en un matadero de ganado, en lugar de estropear las botas de sus propios soldados…»
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