Mijail Shólojov - Lucharon Por La Patria
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A lo largo del bosque sonaban las explosiones. Con un bostezo, alguien que estaba cerca de Lopajin, tras unos mato-11.des, exclamó:
– ¡Cómo mejora la puntería el parásito! Ya verás, ahora empezará a lanzar proyectiles de todo tipo y entre los morteros y las minas machacará el bosque entero. ¡ Qué sinvergüenza, no le importa disparar más de la cuenta!
Pero el fuego pronto amainó hasta que las ráfagas secas y cortantes de las ametralladoras sólo se oyeron en la otra ribera del Don, junto al puente destruido por el bombardeo. Al parecer el ejército alemán se dedicaba a comprobar periódicamente el silencio del bosque.
Al poco rato dejó de oírse la ametralladora germana para dar paso a otros sonidos de la guerra: el prolongado trueno de la artillería, que amortiguaba la distancia; el rugido de un avión alemán de reconocimiento que se iba acentuando, pues volaba por el este a gran altura; el rodar de los tanques y blindados alemanes por la orilla derecha del Don, camino de la stanitzs de Kletskaia.
Los altos álamos, que el viento no movía, estaban envueltos en una capa de niebla violeta que casi no atravesaban los rayos del sol. Sobre las hierbas soñolientas y las flores sonrosadas del escaramujo brillaban gotas de rocío como reflejos del arco iris.
Streltsof se quedó pensativo y, admirando el bosque vivificado por la lluvia nocturna, dijo: – ¡Qué cosa más hermosa!
Lopajin se quedó mirándole pero no dijo nada. Apretó los dientes con fuerza y volvió la mirada al cerro que había tras la ribera derecha del Don, observando sin pestañear la polvareda de mal agüero que allí se levantaba, mientras escuchaba en silencio los rugidos amenazadores, conocidos desde hacía mucho tiempo, de la gran ofensiva.
A Lopajin le gustaba la naturaleza, la quería como puede quererla un hombre que se ha pasado largos años de su existencia bajo la tierra, en la mina. Incluso a veces, en las trincheras, en las breves pausas de los combates, se detenía a admirar alguna nubecilla blanca como un cisne que sobrevolaba majestuosamente la atmósfera llena del humo del frente de guerra o alguna flor silvestre que asomaba confiadamente al borde de un cráter de tierra quemada, mostrando su belleza natural…
Pero ahora Lopajin no veía el encanto embriagador del bosque lavado por la lluvia ni la triste hermosura del cercano escaramujo. No veía nada excepto la gran polvareda que levantaban los vehículos enemigos en su desplazamiento hacia el oeste.
Allí, en el oeste, se encontraban sus camaradas caídos en el fragor de la lucha en las estepas azuladas, junto al Don; allí, en el lejano oeste, estaba su ciudad natal, con su familia, con su pequeña casa paterna y los esbeltos arces sembrados por su propio padre, que siempre estaban plateados por el polvillo del carbón y que, a pesar de su aspecto lastimero, todas las mañanas, indefectiblemente, les alegraban la vista a él y a su padre cuando iban a la mina. Todo lo que habían amado en su vida y que tanto les había alegrado sus corazones allí quedaba, en poder de los alemanes. Y una vez más en el número incalculable de veces que lo había experimentado en el curso de la guerra, Lopajin sintió de pronto un odio ciego hacia el enemigo sin poderlo expresar mediante una injuria salida de su garganta reseca. Esto ya le había sucedido en diversas ocasiones a lo largo de la guerra. Pero entonces tenía ante sí a los soldados enemigos y a sus malditos carros de combate de color gris oscuro y con sus cruces en los flancos; y no sólo los tenía ante sí, sino que los eliminaba a todos con sus propias armas. El odio que brotaba en su interior y se apoderaba de su garganta hallaba desfogue en el combate. Pero, ¿y ahora? Ahora no era más que un espectador pasivo, un soldado de una compañía descalabrada que contemplaba con impotente rabia la furia con que disparaban los enemigos contra su patria y cómo avanzaban sin cesar hacia el este…
Lopajin arrancó de manos de Streltsof la libreta y escribió apresuradamente: «Nikolai, yo no iré a la retaguardia, pues al parecer nuestros asuntos van mal. ¡Ahora no puedo irme de aquí! Pienso quedarme para defender el paso del río, me alistaré en alguna compañía. ¡Kolia, quédate también conmigo!»
Streltsof leyó lo escrito e inmediatamente respondió sin tartamudear y sin pausa alguna:
– Lo mismo opino. Por ese motivo he venido. Claro que habrá que ver al cabo. ¿Te lo permitirá? Me temo… Para mí es más sencillo: por el momento figuro en el batallón médico-sanitario.
– ¿Cómo? ¡Si no se trata de pedirle permiso para reunirme con mi mujer! ¿Por qué no va a darme ese permiso? ¡A ver si es capaz de no dármelo? – exclamó Lopajin indignado, olvidando por un momento que Streltsof no le oía. Al mirar a su amigo a la cara, atenta y expectante como la de un sordomudo, como en una tensa espera, se calló entristecido y escribió en la libreta: «Permitirá», seguido de una serie de signos de admiración como si quisiera dar énfasis a la palabra y desvanecer totalmente las dudas de Streltsof.
En la copa de un fresno frondoso cantaba un cuclillo. Pero de repente se calló como si comprendiera que su canto, triste y meditabundo, quedaba fuera de lugar en aquel bosque lleno de gente armada y de fragor artillero. Casi en aquel mismo instante, Lopajin oyó la voz de Kopytovski, pedante y antipática, que decía:
– ¡Vaya pájaro listo ese cuclillo! Canta hasta el día de San Pedro y su canto es tan agradable como el ruido del tocino crepitando en la sartén. Pero, aparte de eso, no le pidas nada más. Después de haberle oído, sé el tiempo que viviré todavía. El maldito ha cantado dos veces y luego se ha callado. ¡Pues sí que ha sido generoso el rabilargo! Ahora sé que podré seguir luchando dos años más sin que me maten. ¡Es magnífico! No necesito nada más. La guerra se acabará antes de dos años, ¿no? Seguro. Pues bien, después de la guerra no prestaré atención al canto del cuclillo y seguiré viviendo todo lo que me dé la gana. ¡Fíjate si es fácil!
– ¡Qué bien lo arreglas, chico! -dijo Pavel Nekrasof, servidor de ametralladora, con voz acatarrada- Eso supone que ahora crees en el cuclillo y que después de la guerra no harás caso de sus predicciones.
– ¿Y qué quieres? -replicó Kopytovski juiciosamente -. Amigo mío, es ahora cuando necesito un tranquilizante, después de la guerra ya me arreglaré por mí mismo y podré pasar sin calmantes.
Kopytovski vio la figura de Streltsof que salía de entre los arbustos caminando muy despacio y le miró fijamente con los ojos muy abiertos. Una incomprensible y estúpida sonrisa llenó la redondez de su rostro carnoso. Se golpeó la cadera, que llevaba al aire por un roto de sus pantalones que iba de la cintura a la misma rodilla, y le gritó:
– ¡Streltsof! ¡Qué sorpresa!
Nekrasof, flemático por naturaleza, sin soltar de las manos el fusil ametrallador que le colgaba del cuello, dijo, como si sólo hiciera media hora que se había separado de Streltsof:
– ¿Has vuelto, Nikolai? ¡Muy bien! De lo contrario, se hubiera notado un triste vacío. Últimamente nos ha jorobado tanto el maldito alemán que parecía que nos iba pasando por una criba.
Streltsof miraba fijamente la tierra con la cabeza inclinada, como meditabundo y concentrado en algo. Se atusaba el bigote con los dedos de la mano izquierda, sin advertir la presencia de los camaradas que iban a su encuentro.
Lopajin dirigió una mirada rápida a aquel cuerpo vacilante, observó su cabeza y su mano, que parecían poseídos de un tic característico de temblor senil, y espetó a bocajarro y con odio al saludable Kopytovski:
¡No grites! De todos modos no te oirá, se ha quedado completamente sordo.
¿No oye nada? -preguntó Kopytovski extrañado, al tiempo que volvía a golpearse la cadera.
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