Mijail Shólojov - Lucharon Por La Patria

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– Descansar… ¿Cuándo y cómo? -contestó evasivamente Lopajin.

– No, déjate de excusas. ¡Dilo!

– Ahora, no tienes derecho a descansar.

Lopajin habló con dureza y de nuevo miró a Nekrasov a los ojos, con fijeza y sin pestañear. Nekrasov giró la cabeza a un lado como si buscara comprensión y ayuda y guiñó un ojo a Kopytovski, que seguía sin perder palabra la conversación.

– ¡Aja! Así que ahora no. ¿Cuándo, pues? La primera vez que fui herido no pude siquiera darme cuenta de cómo me reintegraron del batallón médico-sanitario a mi compañía. A la segunda vez pasé revista en la compañía de la retaguardia y me hice la ilusión de que probablemente me enviarían a casa para descansar una semana al menos. ¡Pero no fue así! ¡Cómo me iban a dar permiso! Después de un traslado volví a oír el tronar del frente. La tercera vez que me hirieron, me ingresaron en un hospital militar; y luego, vuelta a la compañía. Llevo un año entero dando vueltas gratis por esta feria. ¿Hasta cuándo puede divertirse así un hombre ya mayorcito? Yo ya no estoy en mis años mozos.

– Entonces, ¿eres viejo para combatir pero no para casarte?

– ¿Piensas que me voy a arrimar a una mujer por ímpetu juvenil? ¡Es por necesidad, estúpido! ¡Las malditas gachas de mijo concentrado me han echado a perder el estómago y el bazo! -gritó Nekrasov cada vez más enfadado -. Además, después de tres heridas se resiente la salud.

– Entonces, ¿no tienes salud suficiente para combatir pero sí para convertirte en yerno? -preguntó de nuevo Lopajin con la misma seriedad de antes.

Kopytovski soltó un resoplido, como un caballo cuando sabe que le van a dar avena, y se tapó la boca con la mano. Pero Nekrasov, mirando a Lopajin atentamente, dijo:

– En el hospital me he enterado de que existe una enfermedad terrible que se llama cáncer de estómago.

Lopajin hizo una mueca maligna.

– ¿No tendrás tú cáncer?

– No tengo esa enfermedad; eres tú, Lopajin, esa enfermedad, mi enfermedad. Pero bueno, ¿es que no se puede hablar contigo como una persona? Siempre estás con tus bromitas, tus ocurrencias y tus tonterías… ¡Tú no eres un hombre, eres un cáncer de estómago con dos patas!

– De mí no merece la pena hablar; mejor será que hablemos de ti. ¿Por qué se resiente tu salud? ¿De qué te quejas?

– ¡Déjame en paz, vete al demonio!

– No, de veras. Dime qué pasa con tu salud.

– Si tú no eres médico, ¿para qué voy a explicarte? -repuso Nekrasov indeciso.

Lopajin lio un cigarrillo con parsimonia, después le pasó la petaca a Nekrasov y cuando, casualmente, se le ocurrió echarle un vistazo, se quedó estupefacto: Nekrasov había arrancado un buen pedazo de papel de un periódico y echando tabaco generosamente, se disponía a liar un buen cigarrillo.

– ¡Quieto! -gritó asustado Lopajin quitándole la petaca-,; Así no! ¿Cómo quieres hacerlo tan grueso como mi dedo? No llevo un almacén de tabaco en el macuto. ¡Echa la mitad!

– Es que yo no sé liar cigarrillos delgados con tabaco ajeno -repuso Nekrasov tranquilamente.

– Entonces ya te lo haré yo, ¿vale?

– No, no lo toques que se te caerá. Lo haré yo mismo. – Nekrasov se puso a liar el cigarrillo y mientras lo pegaba con saliva no hacía más que mirar de reojo a Lopajin.

– Tienes verdadera práctica en hacerte buenos puros con el tabaco de los demás -Lopajin movía la cabeza, mirando y sopesando con amargura la petaca liviana que tenía en la mano.

– Con mi tabaco me salen la mitad de delgados -dijo Nekrasov tan fresco, y se dispuso a encender el cigarrillo.

Encendieron los dos con la misma cerilla y se quedaron en silencio, mirándose el uno al otro con animadversión evidente.

18

Al iniciarse la conversación Streltsof escudriñaba con atención los gestos de Nekrasov y de Lopajin: pero al poco se aburrió. Reclinó la cabeza en el capote plegado y sintió un cansancio tan grande por todo el cuerpo que casi le produjo náuseas. Sabía por experiencia que las charlas de los soldados en las horas de ocio forzado se prolongaban mucho, y aunque quería dormir no lograba conciliar el sueño. Sentía en los oídos un zumbido agudo y persistente; le dolían las sienes. Parecía rodearle un silencio pesado y mortífero.

Streltsof no se acustumbraba a su nueva condición de sordo, era incapaz de asimilar la repentina pérdida del oído. Veía que las hojas brillantes, bañadas por la lluvia nocturna, se movían sobre su cabeza; veía que Jos abejorros y las avispas revoloteaban por encima de los escaramujos; y todo lo que contemplaba estaba privado de los correspondientes sonidos. Empezó a darle vueltas a la cabeza. Cerrando los ojos se puso a rememorar lentamente el pasado, su tranquila vida, que se había visto alterada el 22 de junio del año anterior. Y cuando recordó a sus hijos y empezó a pensar en el futuro, que hacía ya tiempo le obsesionaba, volvió a estremecérsele el corazón y de repente se le agolparon a los ojos unas lágrimas; volvió a abrirlos.

Lopajin estaba igual que ante?, encorvado y con las robustas manos sobre las rodillas angulosas. Pero en su cara ya no brillaban la malignidad y la tensión. Su mirada clara y atrevida hacía guiños de confianza y en las comisuras de los labios le afloraba una sonrisa.

Streltsof conocía esta expresión en los rasgos de Lopajin; sin proponérselo sonreía, pensando: «Seguro que está exasperando al tonto de Nekrasov.»

Al poco rato Streltsof quedó sumido en un sueño pesado y triste; pero también durante el sueño su cabeza daba sacudidas y sus manos, apoyadas en el pecho, eran presa de un temblor febril.

Nekrasov le miró un buen rato, tragando en silencio el humo de su cigarrillo y moviendo la nuez con dificultad; luego arrojó a sus pies la colilla, que le estaba quemando las puntas de los dedos, y por último habló:

– ¿Qué combatiente va a ser él? Es una triste realidad, pero ya no es un soldado. Mira las convulsiones que sufre; no podrá tomar una ametralladora con esas manos, y a pesar de ello le animas para que se quede en primera fila. Lopajin, tú tendrás mucha persuasión, pero lo que es cabeza…

– Tú no hables de los demás; será mejor que no cuentes lo de tu enfermedad secreta -dijo Lopajin sonriendo, y miró atentamente el curtido rostro de Nekrasov, cuyos pómulos se empezaban ya a despellejar.

– No hay motivo para reírse -repuso Nekrasov despechado-. No viene a cuento. Por si quieres saberlo, no tengo más que la enfermedad de las trincheras, eso es todo.

– ¡La primera vez que oigo eso! ¿Qué broma es ésta? – preguntó Lopajin, sinceramente asombrado -. ¿Algo así como…?

Nekrasov, molesto, se enfurruñó.

– No, no tiene nada que ver con la simpleza que pensáis. La enfermedad no es corporal sino cerebral.

– ¿Ce-re-bral? -exclamó Lopajin separando mucho las sílabas -. ¡Vaya estupidez! No puedes sufrir esa enfermedad, no tienes por qué, ¡no hay motivo!

– ¿En qué consiste esa especie de enfermedad? Cuéntanoslo, no te calles ahora -interrumpió Kopytovski picado por la curiosidad.

Nekrasov hizo como que no oía las palabras de Lopajin. Durante un buen rato se entretuvo haciendo dibujos en la arena con una ramita que había cortado; después se la pasó por las gastadas botas y finalmente, con desgana, empezó a hablar.

– Verás cómo sucedió. Ya en el invierno empecé a notar que algo cambiaba en mí. No tenía ganas de charlar con los amigos, de afeitarme, de lavarme ni de otras cosas. Sólo me cuidaba escrupulosamente de mi ametralladora, pero no me preocupaba de nada de mi persona. No hice nada para arreglarme el forro del cuello, que estaba roto, ni procuré tener un aspecto aseado; incluso te diré que no me cambié la ropa interior ni me lavé como es debido durante unos dos meses. «Un pobre diablo que se pierde -pensé-, da igual que se lave o no.» En una palabra, me volví triste y muy nervioso. Vivo como en sueños, camino como un inválido… El teniente Zmykov me amenazó con enviarme al batallón de castigo, pero yo ni siquiera le escuché, ya tenía mi idea formada: ¡no me mandarían más allá del frente ni podían rebajarme a menos de soldado raso! Sólo conseguí embrutecerme. Evitaba a los camaradas, no me entendía a mí mismo, nada me causaba lástima, ni los compañeros ni los amigos ni yo mismo. Ya estábamos en primavera… ¿Te acuerdas, Lopajin, cuando nos reagruparon y avanzamos a lo largo del frente, que pasamos una noche en Semienovka? Fue entonces cuando me sucedió todo esto por vez primera. A media compañía nos metieron en una isba y allí dormimos amontonados, sentados o como pudimos.

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