Mijail Shólojov - Lucharon Por La Patria
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– Es de suciedad. Si te bañaras una vez al año, por lo menos… – dijo Lopajin en voz baja fijando la vista en las manos de Nekrasov, cuyas uñas sucias y negras formaban una especie de costra ovalada.
– Quizá sea de suciedad -admitió Nekrasov -. Pero sabes de sobra que no tengo tiempo para bañarme. Además, no estamos en un balneario, y tampoco me lo permite la malaria. Aprovecharé para quitarme en la retaguardia los piojos por una temporada y seré temporalmente yerno de alguna comadre… ¡Me da igual cómo sea con tal de que tenga una vaca en el establo! ¡Y viviré de maravilla a base de requesón y pastelillos de miel! Descansaré todo lo que me haga falta, y después… después a lo mejor vuelvo al frente, no me opondría…
Nekrasov se expresaba con aire soñador, los ojos entrecerrados, mostrando unas pestañas blanquecinas y haciendo chasquear los labios con cierta satisfacción. Lopajin, elevando cada vez más la ceja izquierda, escuchaba su lenta charla, hasta que finalmente, sin poder aguantar más, dijo con alegría fingida:
– ¡Nekrasov, eres un tipo bien raro!
– Yo no soy raro, el raro es el carnero, que mama hasta la tiesta del Prokov y tiene los ojos redondos. En cambio yo nada tengo de raro. En eso te equivocas.
– Entonces, si no eres un tipo raro, eres algo mucho peor… -dijo Lopajin tranquilo y con la malicia contenida que precedía siempre a sus arrebatos de ira.
– A estas alturas no me vas a cambiar, ya es tarde -replicó Nekrasov-. Además, en todo esto no hay nada raro. Escucha, uno de nuestra división, que estaba en la línea defensiva, me ha contado esto: la unidad se había formado en la ciudad de Volsk y allí él tuvo relaciones con una mujerzuela cuyo marido estaba en el ejército; en aquella casa había tres cabras lecheras. ¡Decía que aquello no era vida, sino un carnaval continuo! Y sea por la leche de cabra o por cualquier otra causa, el caso es que engordó seis quilos. Y lo comprendo -añadió- ¡Vaya veraneo!
– Estás loco -replicó cruelmente Lopajin-. ¿Es que no te enteras, atontado, cómo va la guerra?
– Sí, me entero, no estoy sordo.
– Entonces, ¿de qué me hablas? ¿De qué mujerzuelas? ¿De qué descanso?
Lopajin al fin estalló y empezó a decir injurias sin detenerse en términos tan raros, prolijos y groseros que Nekrasov, sin terminar de escucharle, de repente sonrió beatíficamente, cerró los ojos e inclinó la testa sobre el hombro derecho, como si estuviera gozando de una música celestial.
– ¡Muérete de una vez! ¡Mira que eres complicado para explicarte! -exclamó con alegría y desenfado cuando Lopajin, ya un poco calmado, se detuvo para llenar de aire los pulmones.
Parecía que de un manotazo hubieran quitado a Nekrasov el cansancio soñoliento que le invadía; se puso a hablar rápidamente, mirando de vez en cuando a Lopajin y sonriendo:
– ¡Vaya, tú estás fuerte, amigo! Precisamente tuvimos en nuestra compañía en el año cuarenta y uno a un joven instructor político, Astajov, que era un maestro soltando palabras y discursos bonitos. ¡Pero no podía ni compararse contigo! El muchacho ya murió; a veces no le salían las palabras, parecían burlarse de él. ¡Pero era un buen orador a pesar de todo! A veces, a pesar de incitarnos al ataque, nosotros seguíamos tirados. Entonces se volvía a un lado y gritaba: «¡Camaradas! ¡Adelante, contra el maldito enemigo! ¡Abajo los fascistas canallas!» Nosotros seguíamos tumbados porque los fascistas alemanes disparaban de tal modo que no dejaban ni respirar. Ellos, los muy brutos, saben que están a pocos pasos de la muerte y creen que estamos a punto de levantarnos… Entonces Astajov se acerca a mí o a otro soldado rechinando los dientes de ira: «¿Piensas levantarte o vas a echar raíces en el suelo? ¿Eres un hombre o una remolacha?» El que está tumbado suelta un lamento que se oye por todas partes. Con voz fuerte, como de bajo, que atronaba. Entonces nos levantamos todos para atacar a los fascistas alemanes con todas nuestras fuerzas, hasta hacerlos picadillo. Astajov siempre tenía un montón de palabras a punto para soltarlas. Al escuchar una de sus arengas tumbado en el barro, bajo el fuego enemigo, sentía un hormigueo en la espalda como si me picara una pulga y, como si me hubiera tragado medio litro de vodka, corría a toda velocidad hacia las trincheras de los fascistas alemanes. ¡No corría, volaba! ¡No se nota el frío ni el miedo, todo queda atrás! Y Astajov iba delante correteando y gritando con voz sobrehumana: «¡Dadles, muchachos, de una vez para siempre!» ¿Cómo no combatir con semejante instructor político? Él daba el mejor ejemplo en la lucha, fuera manejando el fusil o lanzando granadas, y mejor todavía hablando. ¡Se expresaba con imaginación y belleza! Cuando pronunciaba un discurso, si quería, podía hacer saltar las lágrimas a toda la compañía; y si quería, levantaba el ánimo de tal manera que nos revolcábamos de risa. ¡Era un hombre que hablaba maravillosamente!
Espera. ¿A qué vienen ahora los discursos hermosos? dijo Lopajin meditabundo, intentando cortar a Nekrasov; pero éste, inmerso en los recuerdos, hizo un gesto de impaciencia.
¡No me interrumpas y sigue escuchando! Para que te enteres, a Astajov le comprendían y respetaban soldados de todas las nacionalidades. ¡Era todo un hombre! Y aunque no formaba parte del cuadro de mandos ni era muy instruido, además de ser ya un poco mayor, ¡era un gran combatiente! ¡Como que le concedieron la bandera roja por su intervención en la guerra civil! Todos los de la compañía le estimábamos mucho. Le queríamos por su valor, por su bondad con los demás y sobre todo por lo bien que se expresaba. Cuando le enterramos, cerca de la aldea de Krasny Kut, lloraba toda la compañía; veteranos y reclutas le lloramos como niños. Todos los que formaban la compañía, además de nosotros, los rusos, le lloraban, y cada uno expresaba su dolor en su propia lengua. ¿Y tú, Lopajin, dices que a qué viene ahora hablar de bonitos discursos? Hermano, hablar bien es una cosa importante para una persona; y la palabra precisa, si se dice a tiempo, siempre encuentra el camino hacia el corazón. Al menos, así lo creo yo.
Desconcertado, Lopajin escuchaba a su compañero y se encogía de hombros lleno de sorpresa, lanzando miradas de perplejidad a Kopytovski y al adormilado Streltsof; en su rostro se reflejaba un desconcierto inhabitual en él. No se esperaba que sus blasfemias hubieran causado tal impresión ni imaginaba que Nekrasov las encajaría de aquella forma, pues siempre le había tenido por hombre duro e indiferente a cualquier elocuencia.
Nekrasov todavía sonreía pensativamente, inmerso en sus recuerdos, mientras Lopajin se frotaba con fuerza la arrugada mejilla, en cuyos poros aún había polvillo de carbón. Finalmente, dijo-:
– Escucha, amiguito, la cuestión no es esa. No se trata de bonitos discursos, ¡al demonio con ellos! La cuestión es que el alemán se nos adelanta y se dirige hacia el Volga. Y allí está Stalingrado. ¿Entiendes ahora?
– Sí, ya veo, está muy claro. Seguro que quieren ir allí, los muy bestias, eso es lo que buscan, los canallas.
– Y entonces, ¿en qué piensas? ¿Por qué mierda sólo sueñas en convertirte en yerno y en descansar? Quítate esas bobadas de la cabeza, Nekrasov. Tienes el cerebro embotado, eso es lo que te pasa; es porque has dormido en la tierra mojada…
– ¿Y tú en un colchón de plumas? Todos hemos dormido en la tierra mojada.
– Pero tú eres el único a quien se le ha ocurrido casarse. Di lo que quieras, pero eso te ha sucedido por culpa de la humedad…
– ¿De qué humedad hablas? -dijo Nekrasov mosqueado -. Estoy muy cansado, después de un año de combatir. Eso es lo que pasa, si quieres saberlo. ¿Es que el mundo se acaba conmigo? A mí no tienes por qué hacerme propaganda; estoy educado políticamente desde niño. Y si me quedo aquí contigo, ¿haremos mucho tú y yo juntos? ¿Vamos a contener el frente? ¡Claro que no! Lopajin, desde los primeros días de la guerra llevo a la espalda esta miseria gris. -Nekrasov golpeó con su ancha mano el capote; sus ojos apagados se animaron de pronto con un brillo claro y agresivo -. ¿Acaso no tengo derecho a descansar?
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