Mijail Shólojov - Lucharon Por La Patria

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– Salud.

– ¿Qué es esto, padrecito? ¿La cuadra de un koljós? – inquirió Lopajin señalando los establos.

– No, no, es nuestra granja regional lechera. Estamos preparándonos para la retirada.

– Han tardado demasiado en decidirse -le dijo Lopajin con seriedad – Tenían que haberlo pensado mucho antes.

El viejo se acarició la barba suspirando y dijo, contemplando a Lopajin:

– Maldita sea la hora en que habéis llegado sin orden ni concierto a nuestro pueblo, cuadrilla de alborotadores. Anteayer mismo la radio decía que los combates tenían lugar en la aldea de Rososhi, y hoy ya estáis pegados a nuestros almacenes; desde luego, parece que los alemanes os siguen de cerca y os atizan.

La conversación amenazaba con tomar derroteros que a Lopajin no le interesaban; con habilidad, consiguió darle otro cariz, preguntando con interés:

– ¿No han trasladado todavía las vacas a la otra ribera del Don? Porque parece que las vacas de aquí son de raza.

– ¡Las vacas que tenemos aquí son más que vacas, son oro puro! -exclamó el viejo entusiasmado – El traslado empezó anoche, pero no sé si podrá continuar hoy, pues en el paso del río hay un follón terrible. Los alemanes llevan dos días bombardeando el puente y a este paso lo destruirán todo. ¡Y con la cantidad de máquinas y vehículos de guerra que hay allí! Seguro que ante el paso del río están rompiéndose la cabeza los oficiales pensando en cómo trasladar todo eso.

– Sí, la verdad es que el asunto está complicado -asintió Lopajin -. Pero usted, padrecito, no tiene que preocuparse por eso, pues nuestro heroico regimiento ha optado por montar la defensa. O sea que puede estar seguro de que los alemanes no pasarán el Don; los sangraremos en esta ribera del río.

– Si nuestro pueblo queda en zona de combate, si la lucha se entabla por aquí, arderá todo – dijo el viejo con voz temblorosa y en tono de triste premonición.

– Sí, padrecito, el pueblo también sufrirá, pero lo defenderemos mientras nos quede sangre en las venas.

– Que el Señor os ayude -comentó el viejo con confianza, y pareció que iba a santiguarse; pero al mirar a Lopajin de reojo y ver que éste tenía una medalla en el pecho, no se llevó la mano a la frente, sino que empezó a mesarse lentamente su barba blanca y sedosa – ¿Es vuestra unidad la que estaba cavando trincheras más allá del huerto?

– Sí, padrecito, es nuestra unidad. Cavamos, nos esforzamos todo lo posible y, claro, tenemos la boca completamente seca… – Lopajin guardó silencio diplomáticamente pero al parecer el viejo no había prestado atención a sus palabras. Seguía mesándose las barbas y observaba el trabajo de las ordeñadoras, que cargaban unos bidones en el carro; inesperadamente empezó a gritar con voz potente:

– ¡Glaska, maldita sea! ¿Cómo puede ser que no esté aquí todavía la yegua? ¡Empezaréis a espabilar cuando hayan llegado los alemanes!

Glaska, una ordeñadora rellenita y fuerte, con gruesos labios rojos, lanzó una mirada fulminante a Lopajin mientras susurraba unas palabras a las demás mujeres, que se pusieron a reír entre cloqueos. Después, sin ninguna prisa, contestó al viejo:

– No te impacientes, Luka Mijailich, que en seguida la traen; tendrás tiempo de llevar a tu vieja al Don.

Lopajin, muy tranquilo, se extasiaba en la contemplación de la ordeñadora, frunciendo el ceño como si le molestara el sol. No sin cierto esfuerzo separó su mirada del rostro moreno y encendido de aquella mujer, suspiró y preguntó con voz ronca:

– Qué, padrecito, ¿cómo se vivía en este koljós antes de la guerra? Yo diría que esta gente está bien alimentada…

– Sí, se vivía muy bien. Teníamos escuela, hospital, club y todo lo demás, para no hablar de los alimentos; nos sobraba de todo, y ahora… ahora hay que abandonar todo lo que nos da la tierra. ¿Adónde iremos a parar? Veremos todo esto quemado, qué desgracia -dijo el viejo con aire inexorable, como si inevitablemente hubiera de ser así.

En circunstancias normales a Lopajin le hubiera inspirado lástima la desgracia ajena; pero en aquella ocasión no podía perder el tiempo e intentó nuevamente dar a entender al viejo el motivo de su visita:

– Pues resulta que el agua del pozo que tenemos es salada. Estamos abriendo trincheras y pasamos una sed terrible pero no encontramos agua buena en ningún sitio. ¿Ustedes tienen agua buena? -preguntó con insistencia intencionada.

– ¿Salada? ¿Agua salada? -preguntó el viejo con extrañeza-. ¿De qué pozo dice que la sacan?

Lopajin, que no había probado el agua de aquel pueblo, no sabía dónde estaba el pozo, de modo que hizo un gesto vago con el brazo señalando el lado en que estaban los árboles del jardín de la escuela. El viejo pareció extrañarse todavía más.

– ¡Qué cosa más rara! El agua del pozo de la escuela es la mejor de aquí, todo el mundo bebe de esa agua. ¿Cómo puede ser que se haya estropeado? Ayer mismo sacaron de ese pozo agua clara y buena, yo bebí de ella.

Clavó una pensativa mirada en el suelo y se quedó en silencio; Lopajin, ya casi desalentado, dijo:

– Padrecito, es que no nos permiten beber agua sin hervir para evitar las diarreas y las infecciones.

– Nuestra agua puede beberse sin necesidad de hervirla – afirmó el anciano – Cada año limpiamos el pozo y hace muchísimo tiempo que no enferma nadie del vientre.

Lopajin, al ver que no conseguía, a pesar de todos los recursos utilizados, que aquel anciano obstinado le comprendiera, decidió hablar claramente:

– ¿No podríamos conseguir aquí algo de mantequilla o un poco de leche?

– Muchacho, si eso es lo que quieren tendrán que dirigirse a la administración de la granja central lechera. La administradora es aquélla, la que está con las ordeñadoras; esa pecosa un poco llenita que lleva el chal gris.

– ¿Y cuál es el cargo que tiene usted aquí? -preguntó algo confuso Lopajin.

El viejo, mesándose de nuevo las barbas, repuso orgulloso:

– Llevo ya tres años trabajando como mozo de cuadra. Así pues, trabajo, siego, cuido de los caballos y hago un poco de todo en la granja. Incluso me prometieron una recompensa para este año…

El viejo seguía hablando; pero Lopajin, impaciente, saludó llevándose la mano al casco y, sin pronunciar palabra, se acercó a la mujer del chal gris.

La administradora tenía aspecto de mujer sencilla y bondadosa. Prestó atención a las demandas de Lopajin y a continuación le respondió:

– Hemos enviado ciento cincuenta litros de leche y mantequilla para los heridos del hospital. Nos ha quedado algo que no podemos llevarnos con nosotros. ¿Tendrá bastante con dos latas de leche? ¿Habrá suficiente para todos los soldados? Glaska, dale dos latas de leche de ayer por la tarde al camarada comandante; y si en la nevera queda mantequilla, le das también dos o tres kilos.

Lopajin, orondo y satisfecho de haber sido tomado por comandante, estrechó efusivamente la mano de la administradora y bajó a la cámara frigorífica. Tomó los bidones de leche de manos de la ordeñadora y le dijo con admiración:

– ¡Glaska, no sé cuál es su nombre completo, pero es usted algo más que una mujer, es una maravilla! Tengo tanta hambre que me la comería entera; pero eso sí, a pedacitos chicos para que me durase más, aunque fuera sin sal.

– Cada uno es como es -repuso secamente la ingenua ordeñadora.

– Vamos, Glaska, no sea modesta. ¡Está usted estupenda! Lástima que no esté con nosotros. Y dígame, ¿con qué se ha puesto tan redondita? ¿A base de leche fresca o con natillas? – decía Lopajin con gesto extasiado.

– Coja los bidones y váyase. Luego puede volver a por la mantequilla.

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