Mijail Shólojov - Lucharon Por La Patria

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– Por mí, estoy dispuesto a pasarme la vida entera con usted en este frigorífico -afirmó Lopajin descaradamente.

Miró cautelosamente la puerta cerrada e intentó abrazar el apetitoso cuerpo de la ordeñadora; pero ésta se resistió y enseñó a Lopajin un puño moreno, a pesar de lo cual sonreía amistosamente.

– Escucha, chico, esto te enfriará mucho más que el hielo. Has de saber que yo soy una viuda muy seria y que no me gustan las tonterías.

– Cualquier cosa que me dé una viuda así tiene que gustarme por fuerza; además, no pienso echarme atrás. Creo que ya he retrocedido lo suficiente -añadió acercándose con decisión a la ordeñadora, con la vista clavada en sus labios colorados.

En aquel momento se abrió la puerta; apareció en el umbral la oscura silueta del viejo, que empezó a vociferar:

– ¡Glikerya! ¿Andas perdida por ahí? ¿O se te han pegado las faldas al hielo? ¡Sal ahora mismo y haz que me traigan la yegua inmediatamente!

Lopajin se retiró precipitadamente soltando una retahíla de juramentos; subió a toda velocidad los peldaños húmedos y resbaladizos y, una vez en el exterior, esperó a la ordeñadora. Ésta seguía mirándole con sonrisa maliciosa. Lopajin, que no perdía todas las esperanzas, le preguntó con voz melosa:

– ¿Pensáis pasar al otro lado del río o vais a quedaros? Me interesa por si acaso… A lo mejor hay alguna ocasión…

– Sí, soldadito, nosotros nos vamos. Pero no me digas que quieres acompañarnos…

– No, de momento no es ése mi camino -le respondió Lopajin secamente y con gesto que denotaba entereza. Pero inmediatamente su voz enronquecida se hizo dulce-: Pero si fuera así, dime dónde podríamos encontrarnos, Glashenka.

La mujer, entre risas, apartó con un hombro a Lopajin de la puerta y contestó:

– Yo creo que no hay motivo para que nos encontremos; de todos modos, si tienes muchas ganas de verme y no puedes aguantarte, puedes buscarme en el bosque, en la otra ribera del Don. Nosotros no nos alejaremos del pueblo.

Lopajin, suspirando y maldiciendo la vida del soldado, cargó con los bidones de leche y se encaminó hacia el huerto, que atravesó rápidamente. Le apetecía mucho volverse a mirar a la viuda, de apariencia tan seria pero de expresión y mirada dulce y tierna. Por fin se giró y casi se cayó de bruces al topar con un montón de piedras. Se alejó rápidamente mientras notaba el eco de una risa femenina en su corazón.

Cuando llegó a la trinchera, Lopajin se amorró a uno de los bidones y, sin apartar los labios del borde del recipiente, bebió largamente paladeando la leche. Luego, ahíto y contento como una criatura, dijo a Kopytovski que repartiera el líquido tonificante entre la tropa, dándoles a cazo por persona y añadiendo que, si sobraba, no escatimara nada. Decidió que se marchaba de nuevo pero Kopytovski, preocupado, le aconsejó que no hiciera tal cosa.

10

– No se te ocurra ir, el cabo se va a enfadar.

Con aire soñador, Lopajin le contestó:

– Bueno, a lo mejor yo no quiero ir, pero son las piernas las que me llevan. Allí hay una ordeñadora que se llama Glaska, y si no fuera por la maldita guerra me pasaría la vida entera junto a ella, bajo el vientre de una vaca y sin soltar las ubres.

Kopytovski, con los ojos entrecerrados por la risa y poniéndose ante la boca un mano negra, le dijo:

– ¿De qué tetas dices que te cogerías?

– Eso es lo de menos -contestó Lopajin distraídamente, como si pensara en otro asunto.

Dejaba que su mirada se deslizase por la mancha verde de los bosquecillos cercanos hasta tropezar con el tejado rojizo de la central lechera.

– Ándate con ojo, no sea que te sorprenda el cabo primero. Está desde ayer más rabioso que un perro atado -le avisó Kopytovski.

Antes de romper a hablar, Lopajin hizo un gesto con la mano; luego replicó ardorosamente:

– ¡Vete al demonio con tanto consejo, tanto cabo primero y tanto niño muerto! ¿Es que no puedo ni mover una mano? Tú, si te preguntan, dices que Lopajin se ha ido a por mantequilla. Y mientras tanto les invitas a leche. Y como se le ocurra al primero meterse conmigo, ya verá lo que se encuentra. Estoy más que harto de las gachas de Lisichenko. Acabaré con úlcera de estómago. Tendrían que darnos un rancho como está mandado en el reglamento y así no haría falta que cada uno se las arreglara por su cuenta. ¿Tú crees que yo estaría bien de la cabeza si me negara a aceptar la mantequilla fresca que me ofrece la gente? ¡No tengo ninguna intención de dejar que caiga en manos del enemigo!

– De acuerdo, de acuerdo. Si es verdad que te van a dar mantequilla, no te retrases; vete ahora mismo – dijo Kopytovski repentinamente convencido.

Al rato, Lopajin caminaba por el pequeño sendero del huerto escuchando el canto madrugador de los pájaros y respirando con satisfacción el olor fresco y fugaz de la hierba húmeda por el rocío.

Aunque apenas había dormido en las últimas jornadas, no se había alimentado lo suficiente y había efectuado marchas agotadoras con los demás soldados, marchas de más de doscientos kilómetros, aquella mañana se sentía de muy buen humor. ¿Acaso necesita gran cosa un hombre en la guerra? La alegría del soldado se alcanza con apartarse un poco de la muerte consabida, descansar, dormir a pierna suelta, comer bien, recibir alguna carta de casa y fumar un cigarrillo con los amigos sin prisas. En realidad Lopajin no había tenido correspondencia de su familia, pero en cambio la noche anterior les habían dado tabaco, por el que tanto suspiraban desde hacía tiempo, una lata de carne en conserva y gran cantidad de munición. Antes de amanecer pudo conciliar un poco el sueño; luego, ya fresco y animado, cavó trincheras convencido de que en la ribera del Don se interrumpiría al fin esa amarga retirada; no sentía tanto odio como antes hacia el trabajo que le habían encomendado. Estaba satisfecho de la posición que había conseguido y más que satisfecho por haber podido beber leche a sus anchas. Además, había tenido ocasión de conocer la belleza salvaje de Glaska. ¡Demonio! Naturalmente, hubiera preferido conocerla en algún lugar de descanso, pues allí habrían podido despacharse a gusto, como en otros tiempos. De todos modos el breve encuentro le había proporcionado unos minutos agradables. En la guerra se había acostumbrado a conformarse con poco y a resignarse a toda clase de privaciones.

Lopajin rió embebido en sus pensamientos y silbó muy bajito mientras avanzaba por el sendero, apartando con el pie las hojas vencidas por el rocío. Al principio no se percató de que un débil y bajo rumor llegaba de detrás de la montaña. Repentinamente el ruido se hizo más intenso y Lopajin se detuvo para prestar atención. En seguida se dio cuenta de que se trataba de aviones alemanes; al mismo tiempo oyó una voz que gritaba: «¡A-via-ción!»

Lopajin se volvió rápidamente y se dirigió a las trincheras a todo correr. Por espacio de unos segundos se deslizó por su mente un pensamiento amargo: «Ha desaparecido la mantequilla y también Glaska…» Pero después, a pesar de la profunda tristeza que le causaba esta doble pérdida, se olvidó de ella por mucho tiempo.

Hicieron acto de presencia por encima del horizonte catorce aviones alemanes; se acercaban con decisión. Apenas Lopajin había tenido tiempo de alcanzar su trinchera cuando empezó a retumbar la artillería emplazada en el jardín de la escuela. Los pequeños círculos de color gris oscuro de las explosiones estallaban en el cielo casi delante y por debajo de los aparatos. Pronto se incrementaron los disparos de la artillería, que se mezclaban en el cielo claro y despejado. Casi acompañando a los aviones, les obligaron a romper la formación que llevaban e incluso a cambiar de rumbo.

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