Mijail Shólojov - Lucharon Por La Patria

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Junto a la trinchera que ocupaba Sviaguintsev había un gran cráter y allí yacía una espoleta cubierta de tierra hasta la mitad, con los bordes metálicos destrozados y retorcidos. Todo el contorno daba la impresión de ser algo nuevo, salvaje y desconocido. Sin embargo, casi por doquier se olía el aroma dulzón de la hierba, se escuchaban las voces de los soldados, y desde el nido de ametralladoras, situado en un viejo silo subterráneo, llegaba una voz temblorosa y alegre a la vez, interrumpida por una risa tan jovial y alegre que Lopajin, al pasar a su lado, pensó con satisfacción: «¡Qué demonios! ¡Son inagotables! Aunque les hayan bombardeado hasta ponerlos patas arriba, cuando todo ha pasado se echan a reír a carcajadas como garañones que no hubieran salido del establo durante mucho tiempo.» Y él mismo se echó a reír involuntariamente cuando oyó la conocida voz del sargento Nikiforov, aguda y llorosa de tanto reír, que decía:

– Cuando lo miro está como un cangrejo, mueve la cabeza y me pregunta: «Fedia, ¿no te han matado?» Los ojos se le salían de la cara como puños y olía que no veas… Se conoce que el miedo…

En una trinchera apartada alguien se reía cansada y quedamente, con sus últimas fuerzas pero sin parar, como si le hubieran maniatado y le sometieran a un cosquilleo constante. Con la sonrisa en los labios, Lopajin evitó los emplazamientos de las ametralladoras y los cráteres para alcanzar al enlace, a quien dijo:

– El tal Nikiforov es un muchacho alegre.

– Hay alegría para unos y, para otros, lágrimas, o incluso el descanso eterno… -repuso el enlace con aire taciturno, mientras señalaba una abertura producida por la caída de una bomba y a un soldado con la guerrera empapada de sangre, que caminaba a lo lejos, como borracho, apoyándose en el brazo del sanitario.

El teniente Goiostchiekov le acogió con una gran sonrisa; con un movimiento del brazo le indicó que bajara a la trinchera. Aprovechando aquellos instantes de calma, acababa de desayunar. Se limpió los labios con un pañuelo negro por la suciedad y le guiñó un ojo maliciosamente.

– ¿Lo has derribado tú, Lopajin?

– Creo que sí, camarada teniente.

– Buen trabajo. ¿Es el primero que derribas en tu servicio?

– Sí, el primero.

– Bueno, siéntate entonces, serás mi huésped. Dices que es el primero; esperemos que no sea el último -dijo el teniente bromeando, mientras tiraba a la zanja un puchero de gachas sin terminar y sacaba una cantimplora que había tomado como botín.

En la trinchera del teniente olía a tierra arcillosa y húmeda, que no había tenido tiempo de secarse, a polvo y a algo avinagrado debido al sudor humano, a las correas de las armas y a las municiones amontonadas. Lopajin pensó en la rapidez con que las trincheras adquieren un olor humano distinto y característico de cada persona. Aunque no venían a cuento, recordó las palabras del sargento Nikiforov y sonrió. El teniente interpretó aquella sonrisa a su manera, le sirvió vodka en un vaso de aluminio y le dijo discretamente:

– Los vecinos, ésos de las ametralladoras, me han proporcionado hoy «combustible»; hacía tiempo que había terminado el mío… Bueno, felicidades por el éxito: toma, bebe.

Lopajin tomó cuidadosamente el vaso con dos dedos y le dio las gracias; para sus adentros pensó con tristeza que el vaso era demasiado pequeño para beber al estilo ruso; cerrando los ojos sorbió lentamente la vodka tibia, que olía levemente a gasolina.

El teniente produjo un chasquido con la lengua al mismo tiempo que Lopajin, como si estuvieran compartiendo la bebida, pero él no bebió; guardó la cantimplora.

– ¡Vaya gente tenemos ahora! ¿Eh, Lopajin? Antes, en cuanto llegaban los aviones alemanes, se echaban al suelo V olían la hierba. Ahora, en cambio, tienen que volar sobre nosotros a una altura prudencial para que no les calentemos la grupa. ¿Verdad, Lopajin?

– Exacto, camarada teniente.

– Hace poco ha llamado el comandante preguntando quién ha derribado el avión. La gente ha dicho que has sido tú y yo mismo lo he visto. Al parecer serás propuesto para una recompensa. Bueno, márchate, hay que esperar un nuevo ataque; mucha atención a los tanques. Pasa por donde está Borsij y adviértele de mi parte; dile que la lucha será fuerte: hay que combatir y resistir, como suele decirse, hasta la muerte. Dile que deposito mi confianza en él. Ahora voy a ir al flanco derecho… Algún motivo tendrán los alemanes para empeñarse en combatir el paso del río… Será un día muy fuerte, de modo que preocúpate de las dos cosas.

Lopajin volvía a su puesto radiante de alegría y colorado como un ladrillo a causa de la vodka, pero ya cerca de la trinchera del anticarro Borsij, borró la sonrisa de su cara.

Borsij estaba desayunando; rebanaba con gran cuidado una lata de carne con una miga de pan.

Lopajin se acercó a la trinchera preguntando:

– ¡Qué! ¿Cómo te van las cosas, ciudadano de Siberia? ¿No te impresionan las bombas?

– A mí no me impresionará nada hasta que me muera -replicó con voz de bajo el siberiano, ancho de espaldas y ágil, sin interrumpir lo que estaba haciendo.

– Oye, ¿no me invitas a sbaneski? He venido aquí en calidad de invitado.

– Preséntate como invitado en Omsk, en casa de mi mujer; hoy es domingo y seguro que prepara sbaneski. Ella te convidará.

Lopajin bajó la cabeza triste y negativamente.

– Eso está muy lejos; no iré. Que se las trague el polvo, y a ti también…

– Sí, cae un poco lejos, y además… -dijo Borsij suspirando. No se podía adivinar por qué suspiraba: si por su Omsk natal, lejana en la desnuda estepa, o porque se le había acabado la lata de carne.

Casi sin moverse, Borsij tiró la lata vacía a la maleza, se limpió las manos en los pantalones grasientos y dijo:

– Mejor será que me invites a tabaco, Lopajin.

– ¿Es que ya te has fumado el tuyo? -preguntó Lopajin extrañado.

– ¿Qué tiene que ver eso? El de los demás siempre sabe mejor – respondió Borsij juiciosamente. Extrajo un papel de fumar y sacó la mano de la trinchera-. Echa, no seas miserable. Si yo hubiera derribado un avión, gastaría todo el tabaco en invitar a los amigos.

Después de haber aspirado dos bocanadas de humo, Lopajin dijo:

– El teniente me ha ordenado que te avise para que estés alerta. Es un tío listo y cree que lo primero que harán los tanques será plantarnos cara a nosotros. Detrás de las lomas que están frente a nosotros pueden concentrarse. Además, allí hay un buen camino y una barranca ocultos. ¿Lo has visto?

Borsij asintió con la cabeza en silencio.

– El teniente dijo también estas palabras: «Lopajin, deposito mi confianza en ti y en Borsij. Resistiremos hasta el final.»

– Hace bien en confiar -comentó Borsij prudentemente-. Nos ha quedado poca gente; sin embargo, son hombres valientes. Nosotros resistiremos, sí, pero ¿y los vecinos?

– Los vecinos tienen que preocuparse de sí mismos – replicó Lopajin.

Borsij asintió de nuevo con un gesto de la cabeza. Lopajin se levantó y estrechando la ancha y fuerte mano del camarada, dijo:

– ¡Te deseo buena suerte, Akim!

– Lo mismo te digo.

Cruzó dos trincheras de tiradores y cuando llegó a la altura OC la tercera se detuvo como si se encontrara ante un obstáculo inesperado; se frotó los ojos como anonadado y murmuró entre dientes: «¡Qué maravilla! A mis años, sólo me faltaba esto.» Unos ojos azules, inmóviles, cansados e inexpresivos como siempre, le miraban debajo de un casco. Sentado en una trinchera abierta al cielo y perfectamente visible, estaba el cocinero Lisichenko. El rostro lleno del cocinero, con mofletes como manzanas, era juvenil e incluso alegre y sus ojos azules despedían tranquilidad. A Lopajin le pareció que se entornaban de un modo provocativo y descarado.

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