Mijail Shólojov - Lucharon Por La Patria
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– Tú, canalla, pedazo de animal. ¿Estás luchando o qué?, Por qué no has disparado a tiempo? ¿Acaso piensas hacerle prisionero? ¡Mátale antes de que pueda levantar los brazos! ¡Mátale en seguida! En esta tierra no necesito alemanes prisioneros, sino muertos. ¿Comprendido, hijo de tu mamá?
12
En el horizonte azul y limpio se levantaba el sol sobre una tierra martirizada por la artillería. El ajenjo recalentado desprendía su aroma más penetrante y amargo. En las alturas del Don volvieron a presentarse, entre la niebla, los tanques y la infantería alemanes. Se iniciaba el tercer asalto infructuoso.
La tropa de la unidad que protegía el paso del Don rechazó seis ataques furiosos. A mediodía los alemanes tuvieron que retirarse tras unas lomas y hubo un breve descanso en la batalla.
Sviaguintsev notó un silencio repentino y extraño tras el zumbido atronador de la artillería, el fragor de las explosiones y el ladrido de las ametralladoras de primera línea. Con movimientos pausados se quitó el casco, se pasó la manga de la guerrera con gesto de fatiga por la frente, se enjugó el sudor y habló en voz alta para oír su propia voz:
– Vaya, ahora se ha callado todo…
Aquel silencio sosegado le produjo un sentimiento de satisfacción. Ladeó un poco la cabeza y con concentración casi infantil se puso a escuchar los débiles rumores de la tierra arcillosa que se desprendía de las paredes de su trinchera. Los granos de arena y los trozos de tierra amarillenta y apelmazada caían como en cascada formando lentamente montoncillos en el fondo de la trinchera. De cuando en cuando un guijarro chocaba con los casquillos que había a los pies de Sviaguintsev y producía un tintineo, como si hubiera campanillas bajo la tierra oscura. No lejos de allí zumbaba un saltamontes. Un sonido nuevo atrajo repentinamente su atención y Sviaguintsev volvió la cabeza hacia él. Era un abejorro anaranjado que, zumbando como una cuerda de bajo mal afinada, dio un par de vueltas sobre la trinchera para ir después a posarse en una margarita. Parpadeando velozmente, Sviaguintsev observaba fijamente el balanceo exagerado de la margarita como si fuera un fenómeno que viera por vez primera en su vida. Repentina-mente giró la cabeza con un movimiento de extrañeza: desde algún lugar lejano el viento suavemente perfumado traía hasta sus oídos el grito claro y sonoro de la codorniz.
Los siseos del viento sobre la hierba quemada por el sol, la tímida y sencilla belleza de la margarita con sus pétalos blancos, el revoloteo del abejorro en el ambiente cálido, el canto de la codorniz que le era familiar desde la infancia, todas las menudencias de la vida todopoderosa hicieron que Sviaguintsev se sintiera a la vez alegre y perplejo: «¡Qué cosa tan rara, es como si no hubiera habido una batalla!», pensaba sorprendido. Hacía solamente un instante que la muerte acechaba muy de cerca, y ahora surgían la codorniz, los zumbidos de los insectos, y todo con pleno orden, como si estuvieran en paz y cada uno se cuidara de lo suyo. ¡Milagros, eran milagros!
Sviaguintsev miraba distraídamente a su alrededor; daba la impresión en ese momento de un hombre recién despertado de una pesadilla dolorosa que, con un suspiro de alivio, acepta una existencia sencilla y real. Necesitó un buen rato para asimilar el silencio y adaptarse a él. La calma era tensa, desagradable, como si precediera a una tormenta, y si se hubiera prolongado seguramente Sviaguintsev se hubiera sentido incómodo. Pero al poco rato se oyeron por el lado izquierdo, más allá de la cima, los disparos de las ametralladoras y los morteros alemanes; la inesperada tregua acabó tan repentinamente como se había iniciado.
Un municionero joven a quien apenas conocía Sviaguintsev se arrastró hasta su trinchera y tras un fuerte resoplido le dijo:
– Te traigo municiones. Bueno, qué pasa, barbas, ¿vas a aprovisionarte?
Sviaguintsev se pasó la mano por la mejilla; tenía abundantes pelos medio rojizos; en tono ofendido, preguntó:
– ¿Qué es eso de barbas? ¿Acaso crees que soy un viejo?
– Hombre, tanto como viejo no, pero casi. La barba te ha crecido tanto que casi ni se te conoce.
– ¡Claro que me crece! No tengo tiempo para cuidarme, en una retirada como ésta; deberías comprenderlo. En cuanto a los años, no tengo tantos como para considerarme un viejo -insistió Sviaguintsev algo molesto, mientras tocaba la funda de los cartuchos con sus manos grasientas.
Sin hacer caso de sus protestas, el municionero parlanchín prosiguió:
– ¡Qué padrecito! ¿Te pudres en la trinchera como un alma en pena? ¡No hay alemanes a la vista y prácticamente no disparan! ¡Mejor sería que salieras al sol, a desentumecer tus viejos huesos!
Lo de «padrecito» y «viejos huesos» no había sido del agrado de Sviaguintsev, quien, frunciendo el ceño, preguntó irónicamente:
– Entonces, jovencito, ¿por qué te arrastras barriga en tierra, si no hay alemanes que disparan?
– Es una vieja costumbre -contestó el municionero, sonriendo-. Es mi trabajo, ¿comprendes? Estoy tan acostumbrado a arrastrarme que a veces me parece que no puedo ponerme de pie. Así que casi siempre me arrastro por los suelos…
– Eso es absurdo y poco inteligente; puedes llegar a desacostumbrarte del todo -comentó animado Sviaguintsev.
Se encontraba tan aburrido que le entraron ganas de charlar con aquel mozo. Le preguntó, como se suele hacer cuando se habla con soldados jóvenes, con tono involuntario de indulgencia y protección:
– ¿Eres de la tercera, muchacho? Tu cara me suena.
– Sí, pertenezco a la tercera.
– Y ¿cómo te llamas?
– Utishev.
– ¿Estás casado, Utishev?
El muchacho, sonriendo, hizo con la cabeza un gesto negativo.
– Todavía soy joven. Antes de la guerra no tuve tiempo.
– Vaya, no tuviste tiempo… Pues mira, como eres municionero te olvidarás de andar, y después de la guerra, cuando pienses en casarte, en vez de caminar con las piernas como la gente normal, te acordarás de tus tiempos de guerra y te arrastrarás sobre la tripa para ir a buscar a una muchacha. ¡Se enfadará cuando vea un novio así! Y su madre te dará con una vara en las espaldas, diciéndote: «¡No deshonres a tu novia, sinvergüenza! ¡Camina como es debido!»
– Aunque estás sin afeitar eres un guasón… Tú no me líes. Yo te escucho, pero también llevo la cuenta de los cartuchos. ¡Se acabó! No eres el único que tiene que disparar.
Sviaguintsev quería decirle algo más pero Utishevse arrastró hasta la trinchera contigua y, sin volver la cabeza, añadió con repentina seriedad:
– Oye, barbas, ahorra los disparos y apunta bien, que parece que disparas al aire, como si fuese a una moneda. A tu edad deberías pensar menos en las chicas, y así las manos no te temblarían.
Ante aquella ofensa inesperada, Sviaguintsev se quedó sin saber qué responder; al cabo de un rato rompió a gritar con todas sus fuerzas:
– ¡Le vas a enseñar a tu abuela cómo se dispara! ¡Vaya mocoso estás hecho!
Utishev seguía arrastrándose y tirando de la caja de cartuchos, riendo y sin girarse. Sviaguintsev miró despectivamente sus espaldas, en las que destacaban dos manchas de sal, y advirtió que la cuerda que llevaba en bandolera se le clavaba en la guerrera desteñida por el sol y descolorida, y pensó amargamente: «¡Qué gente poco seria nos ha salido! ¡Sólo el demonio sabe qué clase de gente es! Se diría que son alumnos de Pietia Lopajin… ¡Qué desgracia, qué lástima que no esté aquí Nikolai Streltsof! No hay ni una persona decente con quien hablar.»
Tras esta breve lamentación por la ausencia del amigo, Sviaguintsev puso en orden toda su impedimenta de soldado y arrojó fuera las vainas de los cartuchos que había bajo sus pies, limpió su escudilla con un manojo de hierba y la metió en el hueco de la trinchera; le hubiera gustado ahondar un poco más la trinchera, pero todo su cuerpo se opuso a la idea de empuñar la pala nuevamente y arrancar trabajosamente trozos de tierra seca y dura como la piedra; sintió tal cansancio que decidió inmediatamente: «La verdad es que puede pasar tal como está; no hace falta cavar un pozo. Si la muerte se empeña, también le encuentra a uno en un pozo.»
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