Mijail Shólojov - Lucharon Por La Patria
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Pasaron unos momentos de angustia interminables. El fuego no cesaba. Sviaguintsev levantó de pronto la cabeza, volvió a apretar con fuerza los puños hasta que le crujieron las articulaciones y miró con sus ojos hinchados, centelleantes de rabia, la pared de la trinchera de la cual se desprendían montones de tierra. Se puso a gritar en alta voz, diciendo palabrotas y blasfemando. El mismo Lopajin habría sentido envidia de haberle oído. Pero tampoco esto le alivió. Se calló. Gradualmente se apoderaba de él una indiferencia cada vez mayor… Se quitó de la barbilla la correa resbaladiza y mojada de sudor, se desprendió del casco, presionó la mejilla grisácea contra la pared de la trinchera y, harto ya y sin interés por nada, dijo en su interior: «¡Que me maten pronto, que acaben ya…!»
Alrededor, todo rugía y tronaba en medio del polvo y de los relámpagos amarillos de las explosiones. La aldea, abandonada por sus habitantes, ardía por todas partes. Sobre las casas, polvorientas por el tiroteo, se alzaban las alas imprecisas de una gran nube de polvo. Por encima de las trincheras flotaba el olor corrosivo a pólvora mezclado con el amargo humo de los árboles y la paja quemados.
El fuego de preparación artillero no duró más de media hora pero al aterrorizado Sviaguintsev le pareció haber vivido toda una segunda existencia. Acababa de asaltarle un deseo insensato: saltar de su agujero y dirigirse corriendo a la montaña, al encuentro de la negra masa que avanzaba hacia las trincheras. Tuvo que hacer un gran esfuerzo de voluntad para no cometer tan insensata acción.
La artillería alemana dirigió su fuego al fondo de la línea de defensa. El sordo ruido de los proyectiles crecía en el poblado en llamas e incluso más lejos, por el pequeño robledal esparcido por la pradera anegada. Sviaguintsev, hundido y envejecido en esa media hora maldita, se puso maquinalmente el casco, frotó con la manga el cerrojo y el punto de mira del fusil y echó un vistazo fuera de su trinchera.
Más allá de las montañas, en la lejanía, la compacta infantería alemana iba avanzando bajo la protección de los carros de combate. Sviaguintsev oyó, amortiguado por la distancia, el ruido de los motores, el griterío de los soldados alemanes que iban al ataque, y sin saber cómo ni por qué se le hizo un nudo en la garganta. Haciendo un esfuerzo logró reaccionar.
Aunque su corazón seguía latiendo acelerada y desacompasadamente, ya no quedaba en él rastro alguno del desánimo que había sufrido. La lenta penetración de los carros enemigos, acompañados por los gritos de los alemanes, representaba un peligro evidente contra el cual se podía actuar; y Sviaguintsev estaba acostumbrado a hacerlo. Al fin y al cabo, había algo que dependía también de él, de Iván Sviaguintsev. Por lo menos ahora podía defenderse y no quedarse sentado, cruzado de brazos, esperando triste e impotente que un alemán invisible, atontado por el calor, hiciera blanco en su trinchera disparando al azar…
Sviaguintsev bebió un trago de agua tibia que sabía a barro y se recobró definitivamente. Al principio sintió unos terribles deseos de fumar, pero se dio cuenta de que no tendría tiempo para liar un cigarrillo y fumárselo entero. Recordó el pánico que había experimentado hacía poco y cómo había rezado, con qué pena, y pensó como si se tratara de otra persona: «¡Hay que ver lo que han hecho con el hombre, a qué punto le hacen llegar! ¡Bestias!» Luego imaginó la cáustica sonrisa del rostro de Lopajin y en seguida pensó, precavido: «Tengo que callarme todo esto. ¡Dios me libre de contárselo a Piotr! ¡No me dejaría vivir, acabaría haciéndome la vida imposible! Desde luego, a mí la religión no me está prohibida, puesto que no soy del partido. De todos modos no es muy… aunque no estoy seguro…»
Recordando lo que había pasado experimentaba cierto descontento, una ligera sensación de vergüenza, pero no tenía tiempo ni ganas de buscar razones de peso para justificarse. Se maldijo a sí mismo y pensó: «¡Ay, qué desgracia, que haya rezado un poco! Bueno, la verdad es que he rezado muy poco… ¡Aún podría hacer cosas peores, si el destino me obligara! La muerte no le cae bien a nadie, resulta horrible a todos, al que es del partido, al que no lo es y a cualquier persona, sea lo que sea.»
La artillería enemiga concentró otra vez el fuego en la primera línea, pero ahora Sviaguintsev ya no se tomaba a pecho todo lo que sucedía alrededor suyo: el fuego enemigo ya no le parecía tan arrollador y las bombas no removían la tierra solamente alrededor de la trinchera, como creía antes, sino que, siguiendo el designio alemán, iban ribeteando la línea defensiva destruida.
La infantería alemana se acercaba a la línea de fuego y a las trincheras. Los soldados, erguidos, avanzaban en formación compacta; los tanques disparaban sobre la marcha y haciendo pausas. Sin embargo, Sviaguintsev se dio cuenta de que el fuego Je respuesta iba en disminución y se debilitaba. Entonces llegó en nuestra ayuda la artillería pesada. A lo lejos, más allá del Don, se oyó un trueno de cuatro explosiones juntas; los proyectiles, con un grave y fuerte susurro, trazaron sobre las trincheras arcos invisibles y pronto empezaron a verse inmensas columnas de tierra que se desintegraban en el aire, ante las filas alemanas.
Los tanques avanzaban con rapidez para salir de la zona batida. Sin darles alcance, la infantería alemana corría tras ellos.
Sviaguintsev observaba con el corazón en un puño cómo los grupos de soldados enemigos caían derribados por las explosiones, evitaban cráteres, se acercaban rápidamente, astutamente diseminados y muy disminuidos en número. Muchos de ellos disparaban las ametralladoras sin dejar de correr. ¡Y de pronto pareció volver a la vida nuestra primera línea, hasta entonces silenciosa y secreta! Daba la impresión de que todo lo vivo hacía tiempo que había sido barrido por la artillería enemiga, arrasado por completo. Pero cuando los puestos supervivientes empezaron a actuar todos a una, la infantería alemana se vio sesgada por un mortífero chaparrón de fuego de ametrallado-ras. Los alemanes se echaron cuerpo a tierra pero poco después empezaron a efectuar breves carreras de aproximación.
Durante unos instantes Sviaguintsev levantó la vista que tenía fija en tierra; nada se había alterado arriba, en el cielo, durante aquella media hora; el firmamento seguía tan azul como antes, tranquilo e inalterable en su profundidad; las nubes se movían lentamente en la misma dirección, separadas, como quemadas por el sol y un poco ahumadas en sus bordes, impulsadas continuamente por un airecillo que las orientaba hacia el este. Sviaguintsev pudo ver un retazo de ese mundo azul lleno de sol, pero todo lo que tuvo tiempo de divisar en una mirada rápida atravesó su corazón de parte a parte como la apesadumbrada sonrisa de despedida de una mujer, toda llena de lágrimas…
Junto a la mejilla de Sviaguintsev, cerca de su ojo entornado, se mecía una margarita inclinada y cubierta de polvo, molestándola el campo de visión. Las ramitas gris azulado de ajenjo también se movían; más allá de los matojos de hierbas se dibujaban distintamente las figuras de los enemigos que aumentaban de tamaño según se acercaban, inexorablemente.
Eran ocho los soldados alemanes que se dirigían directamente a la trinchera de Sviaguintsev. Los encabezaba, inclinándose un poco hacia adelante, como si le diera un fuerte viento de frente, un oficial. Mientras caminaba movía distraídamente una vara que llevaba en la mano; luego se volvió y al parecer transmitió una orden. Los soldados echaron a correr hasta alcanzarle.
Sviaguintsev apuntó al oficial, contuvo la respiración un instante y disparó. Esperaba que el oficial cayera, pero éste siguió su avance como si nada. Maravillado del arrojo del oficial y al mismo tiempo indignado consigo mismo, Sviaguintsev disparó por segunda y tercera vez. Era metódico y al mismo tiempo se precipitaba; efectuó dos disparos más. El oficial seguía como si estuviera embrujado, incluso parecía que acelerase el paso; y, como antes, movía juguetonamente el bastón que llevaba en la mano, como si fuera de paseo. Pareció que decía algo a los soldados que le seguían.
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