Mijail Shólojov - Lucharon Por La Patria
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– ¡Pietia, tú estás loco! Pero ¿cómo vamos a cavar una zanja de cuarenta metros? Tendrás que prescindir de ella. Además, ¿para qué demonio la necesitas? Y si es preciso, cuando te apetezca salir de la trinchera te arrastras, sí, como si fueras una criatura… Pero vamos a ver, ¿por qué me metes la pala por las narices? Ya te he dicho que no quiero cavar más y no lo haré. ¿Acaso soy yo tu zapador? No nos quedan fuerzas para gastarlas inútilmente. Si quieres, haz tú mismo una zanja de comunicación, como si la haces de un kilómetro. Pero estás muy equivocado si crees que la haré yo.
– ¿Y si hace falta? ¿Tendré que ponerme a trepar por esa zona pelada? -y Lopajin señaló con un gesto un trozo de terreno baldío, cubierto por alguna hierba marchita-. Yo tengo que ser el primero, de modo que si me derriban me dejarán hecho una chuleta, me dejarán como un sombrero atravesado por un clavo. ¡Ay, qué poca gratitud humana! Yo defendiéndole a pecho descubierto de los tanques y a él le da pereza seguir cavando… ¡Vete al demonio! Lo haré sin ti pero te advierto de antemano que si me convierten en comandante y me proponen para una condecoración, no esperes nada de mí por mucho que des saltos e intentes sobresalir; aunque te meriendes vivos a los fascistas alemanes, no recibirás nada. Ya verás entonces lo que es canela.
– Vaya, ya has encontrado con qué asustarme -dijo Sviaguintsev sonriente; y perezosamente se dispuso a empuñar la pala.
Lopajin salió de su trinchera para echar un vistazo alrededor. Mientras tanto Sviaguintsev y el segundo proveedor, Aleksandr Kopytovski, un muchacho con la cara redonda como una torta y con el pelo demasiado largo, limpiaban la pala quitándole el barro arcilloso que se había adherido.
El rocío cubría la hierba de color gris azulado; los tallos se doblaban pesadamente hacia el suelo hasta apoyarse sobre las hojas secas. El sol ya se había puesto y abajo, más allá de los álamos, se divisaba una de las curvas que describía el Don. Se extendía sobre las aguas la niebla surgida de las zonas ribereñas, que parecían bañarse en agua hirviendo, al igual como sucede en primavera cuando crecen las aguas y se desbordan los ríos.
9
La línea defensiva estaba situada en los límites de un pueblo. Lo que quedaba del regimiento había sido agrupado en una sola unidad. Los soldados tenían sus puestos en las cercanías de un edificio ruinoso con tejas coloradas; junto a él había un huerto.
Lopajin dedicó un buen rato a examinar los alrededores. Calculó la distancia que había hasta lo alto de la colina que tenían delante; tras averiguar la orientación del lugar, afirmó con satisfacción:
– ¡Tengo una posición magnífica! Esto es una maravilla, no una posición. Es un punto ideal para atacar a los blindados alemanes. Ya veréis, convertiré a los tanques en chatarra y a los tanquistas en pedazos de carne asada.
– Sí que eres valiente ahora -comentó mordazmente Sashka Kopytovski desperezándose-. En cuanto te has enterado de que tenemos, además de nuestras armas, fuerzas antitanque, te has puesto más alegre que un manojo de cascabeles. Había que verte ayer, cuando teníamos los tanques encima; sí que estabas pálido entonces.
– Sí, cuando se me vienen encima, siempre me pongo pálido – replicó Lopajin con sencillez.
– ¡Hay que ver cómo chillabas, que parecías un chivo: «Los cartuchos, prepara los cartuchos…!» Como si no supiera yo lo que tengo que hacer en cada momento sin necesidad de que me lo diga nadie. Anda, que estabas tan nervioso que parecías una mujer.
Lopajin mantuvo silencio y prestó atención a los sonidos circundantes. Desde algún punto del huerto llegó el chillido de una mujer y un ruido de vajilla. Su mirada distraída se espabiló iluminándose como por encanto; estirando el cuello, inclinó todo su cuerpo hacia adelante, aguzó el oído y prestó atención.
– ¿Qué pasa? ¿Venteas alguna pieza? -preguntó sonriendo Kopytovski. Pero Lopajin no le hizo caso.
Las tejas de un edificio blanco, empapadas por la humedad, brillaban. Los rayos del sol, oblicuos, daban reflejos dorados a las tejas y teñían las ventanas de color azulado. Por entre los árboles, a media luz, Lopajin pudo ver dos figuras femeninas y se le encendió una idea.
– Sashka, quédate un momento velando por los intereses de la patria, que yo voy a ese edificio de las tejas coloradas a ver qué pasa -dijo a Kopytovski guiñando un ojo.
Su interlocutor arqueó las cejas grisáceas y preguntó:
– ¿A qué vas?
– Tengo un presentimiento; me parece que si esa casa no es una escuela o un dispensario antituberculoso, conseguiré algo bueno para el desayuno.
– Pues a mí me parece que aquello debe ser una clínica veterinaria -comentó Kopytovski; y añadió-: Seguro que es una clínica veterinaria, o sea que aparte de tina y sarna de oveja, no encontrarás nada para comer.
Lopajin entrecerró los ojos haciendo un gesto de desconfianza y preguntó:
– ¿Cómo sabes eso? ¿Precisamente una clínica, y además veterinaria? Sí que estás enterado, clarividente.
– Digo yo que será una clínica veterinaria, porque está en un lugar apartado. Además, hace un rato he oído desde la parte de allí los mugidos de una vaca; de una vaca enferma, o sea que la habrán llevado allá para curarla.
Lopajin se hizo el desentendido y se puso a silbar. Durante un rato las dudas le hicieron sentirse melancólico y decepcionado. Pero se recuperó y decidió ir.
– Pues a pesar de todo voy a echar un vistazo -afirmó con decisión-. Si por casualidad viene el cabo o alguna otra persona preguntando por mí, le decís que tengo fuertes dolores de vientre, que a lo mejor es disentería.
Lopajin, inclinado, arrastrando los pies y con la cabeza gacha, dio un rodeo para evitar la trinchera del teniente Golostchiekov; procuró que los telefonistas, que tendían un cable entre el puesto de mando y una posición adelantada, no le vieran; por fin se metió en el huerto. En cuanto se vio protegido por los cerezos, que le ocultaban de los demás, se irguió, se ciñó el correaje, se ladeó un poco el casco y, contoneándose, se encaminó a la entrada del edificio, cuya puerta estaba hospitalariamente abierta.
Desde lejos puedo ver movimiento de mujeres junto a las cuadras; distinguió también una hilera de bidones que brillaban bajo los débiles rayos del sol poniente. De todo ello sacó la conclusión de que estaba en una lechería o una granja koljosiana. Sufrió una desilusión cuando, tras saltar la valla, vio junto a las cuadras a un viejo que impartía órdenes al elemento femenino. Lástima, siempre había confiado en la ternura y la bondad del corazón femenino; y aunque había sufrido algunos fracasos en las lides amorosas, seguía creyendo que era irresistible. En cuanto a los viejos, no les tenía ningún aprecio; consideraba que, sin excepción, eran todos unos avaros; en consecuencia, procuraba por todos los medios no tener que recurrir a ellos ni pedirles nada. Pero en aquella situación no tenía ninguna posibilidad de librarse del viejo; por lo que podía ver, era él quien mandaba allí.
Se armó de valor y esperando en su fuero interno que el viejo se muriera de repente, Lopajin se acercó a la cuadra. No iba con el paso jacarandoso y el rostro sonriente que lucía al entrar, talante de conquistador de corazones femeninos, sino que llevaba paso decidido. Se había enderezado el casco y ya no le brillaban los ojos.
Tras observar sagazmente la espalda recta y los hombros cuadrados de aquel anciano, Lopajin meditó: «¡Seguro que este barbudo ha sido sargento! Si no hay más remedio, le trataré con educación.» Avanzó unos pasos más hacia él, hizo chocar los talones al detenerse y saludó militarmente corno si estuviera ante el jefe de una división. Su estratagema tuvo éxito. El anciano, impresionado, devolvió el saludo llevando la mano a la visera de su viejo gorro de cosaco; con tono respetuoso y voz de bajo, dijo:
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