Mijail Shólojov - Lucharon Por La Patria
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Notaba todas las articulaciones fatigadas, se sentía extenuado, necesitaba reposo; pero después de haber visto aquello, había algo que le espoleaba. Sviaguintsev pensaba en la guerra; para ahuyentar el sueño se puso a murmurar con voz audible:
– ¡Maldito alemán, qué parásito tan malo eres! Culebra asquerosa, qué pronto te acostumbras a correr por tierra ajena y a ser insolente. Espera, ya verás lo que sucede cuando llevemos la guerra a tu país. ¿Qué crees que pasará entonces? En esta tierra estás tan fresco, matas con total despreocupación a mujeres y niños, abrasas enormes extensiones sembradas de trigo, destruyes nuestros pueblos… y nada conmueve tu espíritu. Pero ya verás lo que será de ti cuando se libre la lucha en tu propio territorio, en tu tierra fascista. Entonces cambiarán las tornas, alemán obstinado; ya no estarás tan ricamente como ahora, acomodado en la trinchera y tocando el acordeón: te olvidarás de la música, levantarás el morro y empezarás a aullar como un perro, pues tu olfato te dirá lo cerca que está tu destino. ¿A cuántas mujeres has dejado viudas, alemán, a cuántos niños huérfanos? Son tantos que, inevitablemente, tenemos que desquitarnos. Ni uno de nuestros soldados, ni uno de nuestros oficiales tendrá una palabra amable para ti; nadie abogará por tu vida. ¡ Puedes estar seguro! Y yo viviré hasta que llegue ese día, el día en que nos traslademos a tu tierra inmunda con todo nuestro fuego; pues quiero ver cómo te enjugas el llanto. Y será así porque te odio demasiado. Tengo deseos de enviarte al otro mundo por los siglos de los siglos; tengo deseos de que te quedes en tu nido de serpiente, no aquí, en nuestra tierra.
Sin dejar de marchar y murmurando en voz baja contra el invisible alemán, se desahogaba injuriando a todo lo que en aquel momento representaba para él el ejército alemán. Le horrorizaba la magnitud de las maldades que se habían hecho en territorio ruso. Sviaguintsev había presenciado muchas maldades en la guerra, en los frentes, y ahora, una vez más, podía comprobarlas bajo el cruel resplandor de los incendios.
Pensar en voz alta le ayudaba a combatir el sueño. En lo profundo de su conciencia cada vez estaba más seguro de que, pronto o tarde, el enemigo tendría su merecido; y esto por encima de las continuas tentativas destructoras de los alemanes.
– ¡Te aniquilaremos, te destruiremos, hijo de perra! ¿Quieres ir de visita? Pues aprende a recibir visitas -iba diciendo Sviaguintsev en voz cada vez más alta, según sus pensamientos le acaloraban.
Lopajin, que marchaba cansinamente a pocos metros de él, aceleró el paso, le puso una mano en el hombro y le preguntó:
– ¿Qué murmuras, maquinista? Pareces un gallo en el pajar. ¿No estarás calculando la cantidad de trigo que se ha perdido? Vamos, no te atormentes más, esas pérdidas ni siquiera te caben en la cabeza. Haría falta un buen profesor de matemáticas.
Entonces Sviaguintsev se calló y al poco rato replicó con voz baja y soñolienta:
– Lo que pasa es que esa es mi manera de ahuyentar el sueño. No te creas, a mí me da mucha lástima el trigo perdido, tanta como al campesino. ¡Dios mío, cuantísimo se ha perdido! Hay que calcular cien o ciento veinte puds por hectárea, hermano, nada menos. Y hacer crecer con tanta fuerza el trigo no se parece en nada a sacar carbón.
– Claro, como que el trigo crece solo, mientras que el carbón hay que irlo sacando. Pero no creo que lo entiendas. Oye, ¿por qué no me dices cómo se te ocurre hablar solo? Tendrías que, hablar conmigo, si sigues murmurando no sabré si estás en tu juicio o si has perdido esta noche la poca sensatez que te quedaba; que no se te ocurra volver a hablar a solas. Es una tontería y te lo prohíbo.
– Pero bueno, tú no eres mi superior, no puedes prohibirme nada -le respondió irritado Sviaguintsev.
– Estás confundido, amiguito. Precisamente sucede que soy ahora tu jefe inmediato.
Sviaguintsev volvió un poco para dar la cara a Lopajin y preguntó con voz apagada y sin gran interés:
– ¿Cómo es que figuras entre los mandos?
Lopajin dio un golpecito con su uña manchada de nicotina en el casco de Sviaguintsev; a continuación le dijo con tono socarrón:
– ¡ A ver si piensas con la cabeza y no con el pedazo de hierro que llevas encima! ¿Preguntas por qué soy tu jefe? Ahora te lo diré; en el ataque el comandante estaba delante, ¿verdad? Y en la retirada estaba detrás, ¿no es así? Y cuando defendimos la colina, detrás del pueblo, mi trinchera estaba unos veinte metros por delante de la tuya; y ahora, en este momento, yo estoy detrás de ti. O sea que usa tu pobre cabezota y piensa: ¿quién es aquí el jefe, tú o yo? No tienes que ponerte insolente conmigo, sino, al contrario, darme gusto en todo lo posible.
– Qué cosas tienes. ¿Por qué había de ser así? -preguntó cada vez más enfadado Sviaguintsev, que no tenía aguante para las bromas y soportaba mal las guasas de Lopajin.
– Escúchame, pedazo de alcornoque. En el regimiento sólo quedamos unos pocos, y si tenemos que seguir luchando y resistir en una posición en un par de ocasiones más, llegará un momento en que sólo quedemos tres: tú, yo y el cocinero Lisichenko. Y cuando sólo quedemos tres en todo el regimiento, el comandante seré yo; y a ti, idiota, te haré jefe de estado mayor. De modo que intenta no perder mi amistad por la cuenta que te trae.
Sviaguintsev hizo un gesto de mal humor y agitó ligeramente un hombro para acomodarse la correa del fusil. Sin darse la vuelta replicó a los comentarios de Lopajin con tono de sincera irritación:
– Yo no he visto nunca que haya comandantes como tú.
– ¿Y por qué?
– Pues porque el comandante de un regimiento ha de ser una persona responsable de sus palabras, seria.
– ¿Y tú crees que yo no soy una persona seria?
– Te voy a decir lo que eres tú: un charlatán y un juerguista. Tú sólo hablas para decir guasas y bromas, usas la lengua como si tocaras la balalaika. ¡Menudo comandante harías! ¡Un buen sinvergüenza, sí, pero lo que es un comandante…!
Lopajin carraspeó; cuando habló de nuevo, en sus palabras había guasa:
– ¡Sviaguintsev, Sviaguintsev, eres un pobre ingenuo koljosiano! Hay comandantes de muy distintos tipos, según sean su inteligencia y su carácter. Unos son serios, otros alegres, otros muy listos e incluso algunos algo tontos. Pero los jefes de estado mayor son todos del mismo aire, todos son hombres inteligentes. Fíjate, en estos últimos tiempos ha habido comandantes como el que te voy a describir ahora: un comandante que es tonto rematado pero al mismo tiempo valiente y tenaz; que tiene mucha energía y es capaz de echar una mano al que está a su lado; en cuestiones de guerra a lo mejor ni siquiera tiene ideas; y sin embargo se le hincha el pecho, se le pone el bigote tieso y saca una voz bien recia para dar órdenes; y además su madre dice que es un genio. En fin, que manda en todo, es un buen comandante y no se puede decir nada en contra de él. Porque en la guerra no basta con tener un uniforme vistoso, ¿no te parece?
Sviaguintsev hizo un gesto de asentimiento; Lopajin siguió su perorata:
– Bueno, pues llegado el caso, a este comandante le ponen un jefe de estado mayor que es inteligente de verdad. ¡Y fíjate en qué se convierten ahora las buenas acciones de nuestro aguerrido comandante! Sólo por tener junto a él una autoridad superior, la suya crece; al poco tiempo todos empiezan a hablar bien del comandante, no hacen más que alabarlo; y mientras tanto el jefe de estado mayor, listo como un zorro pero mucho más modesto, vive a la sombra del comandante… Claro, nadie habla bien de él, nadie le llama Iván Ivanovich; sin embargo, es el cerebro de todo, el comandante es sólo la pantalla donde él se proyecta. Estas cosas ya pasaban en tiempos de los faraones.
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