Mijail Shólojov - Lucharon Por La Patria

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La infantería alemana separada de los tanques sufrió algunas pérdidas; pero siguieron adelante. Luego se echaron al suelo, obligados por el fuego que se cernía sobre ellos.

Los disparos de las armas antitanque se fueron incrementando. El primer tanque se detuvo sin llegar a la zona de los espinos; el segundo estalló y quedó del revés, lanzando hacia el cielo una columna de humo negro como el alquitrán. Otros dos tanques se incendiaron por los costados. Los soldados arreciaron el fuego. Disparaban sobre la infantería que intentaba ponerse en pie, sobre las mirillas y sobre los tanquistas, que intentaban saltar por las escotillas.

El quinto tanque logró alcanzar la línea de defensa a unos ciento veinte metros, aprovechando que el fuego anticarro de Borsij enmudeció por un momento. Sin embargo, el cabo Kochetigov ya iba a su encuentro. Apretado contra el suelo, el pequeño y hábil Kochetigov se arrastraba con rapidez por entre los montículos pardos de las madrigueras de las marmotas. Su desplazamiento sólo se notaba por el ligero movimiento de los arbustos.

Nikolai vio cómo se levantaba impetuosamente, se llevaba la mano a un lado, y tras lanzar una granada contra aquel enorme y colosal carro blindado, se agazapaba.

A un costado del tanque se elevó una pálida columna de arena, como si un pájaro inmenso hubiese sacudido de pronto sus negras alas. El tanque se volcó de costado y quedó inmóvil; bajo el fuego a que estaba sometido, se veía el flanco en que estaba dibujada una cruz.

El fusilero antitanque Borsij, que se había quedado inmóvil unos momentos, volvió a la carga, haciendo funcionar ininterrumpidamente su fusil contra aquel tanque volcado, estropeado e indefenso. La ametralladora del tanque disparó una ráfaga y en seguida enmudeció. Sus ocupantes no quisieron o no pudieron salir. A los pocos minutos empezaron a estallar sus municiones y se levantó una gran humareda que surgía en densas columnas por el boquete y por la torreta enmudecida.

La infantería enemiga, sometida al fuego de ametralladoras, intentó varias veces incorporarse y avanzar, pero en seguida se veía obligada a echarse de nuevo al suelo. Finalmente lo consiguieron; con carrerillas rápidas lograron avanzar y acercarse; pero al mismo tiempo los tanques se replegaron dando media vuelta; dejaron abandonados, en la vertiente, seis tanques quemados y averiados.

Desde algún lugar, como si fuera de debajo de la misma tierra, Nikolai oyó la voz alborozada de Sviaguintsev:

– ¡Nikolai, les hemos dado un baño! ¡Querían tomar la posición como si fuera un paseo militar! ¡Les está bien empleado! ¡Que vengan otra vez y les daremos otro baño!

Nikolai cargó cuidadosamente los peines de su fusil, se acercó la cantimplora a los labios, bebió un poco de agua -que estaba como caldo- y miró el reloj. Le daba la impresión de que la lucha había durado unos minutos, pero en realidad había transcurrido media hora desde que empezó. El sol se ocultaba y sus rayos empezaban a disminuir de intensidad.

Tras beber otro sorbo de agua, Nikolai apartó la cantimplora de sus labios resecos y miró con cautela hacia el exterior. Percibía un olor terrible a hierro quemado y gasolina, mezclado con el amargo tufo de la hierba carbonizada. Por encima de los montículos ardían los yerbajos junto a un tanque cercano, y apenas se notaba a la luz diurna. Las lengüecitas de hierba seguían humeantes en la vertiente, destacándose las oscuras masas de los tanques inmovilizados; junto a ellos seguían los montecillos de color pardusco de las madrigueras de las marmotas, que ahora tenían una forma mucho más alargada; incluso su color parecía gris verdoso. Cuando observó más detenidamente, Nikolai se dio cuenta de que eran los cadáveres de los alemanes muertos; en el fondo de su alma habría deseado en aquel momento que no hubiera tantos montecillos de color gris verdoso…

Desde el barranco subía el ruido de las ametralladoras. Nikolai escondió la cabeza tras su parapeto. Suspirando, apoyó el cuerpo sudoroso en la trinchera y miró hacia lo alto. Allí, en aquel firmamento azul, nada había cambiado: el aguilucho de la estepa volaba armoniosamente dando vueltas y movía de vez en cuando las alas, iluminadas desde abajo. Una nubecilla clara de tono violáceo, parecida a una concha bañada de nácar finísimo, permanecía en el mismo sitio de antes, completamente inmóvil, y desde alguna parte llegaban los trinos de la alondra; todo ello se sentía en el corazón. Sólo la columna de humo parecía difuminarse en la lejana colina; los sotos que la limitaban no parecían tan amenazadores; flotando sobre la tierra, daban la impresión de ser más azules y de tener consistencia tosca.

Nikolai esperaba que el segundo ataque alemán empezara cuando los tanques y las ametralladoras hubieran realizado un movimiento envolvente. Mas al parecer los alemanes pretendían llegar a la encrucijada y salir al camino nivelado al pie de la colina. Como la primera vez, los tanques y la infantería que les acompañaba, con obtusa tenacidad, iban a la cabeza de la formación, por la pendiente sembrada de cadáveres.

Una vez más el fuego separó a la infantería de los tanques y los soldados tuvieron que echarse al suelo mientras los carros se dirigían precipitadamente a la zona defensiva. Dos tanques pudieron llegar a las trincheras por el flanco derecho. A pesar de haber sido ambos alcanzados por las granadas, uno logró aplastar algunas trincheras y, envuelto en llamas, siguió avanzando; rugía terriblemente y la torreta dirigía todo su fuego por la única banda que no había sido tocada. Por su blindaje recalentado se deslizaban luciérnagas de color azul amarillento. Mientras, la pintura, derretida por el calor, se iba desprendiendo en espirales.

Los rayos solares, ya oblicuos, daban bajo el casco, de modo que resultaba difícil mirar y seguir con el punto de mira las figuras de los que corrían. Nikolai disparaba ráfagas cortas para ahorrar munición; disparaba solamente sobre seguro, pero tenía ya los ojos cansados y cegados por el sol. Cuando rechazaron el segundo ataque, suspiró de satisfacción y cerró los ojos un instante.

– ¡Ya les hemos dado otro baño! -sonó a su lado la bronca y contenida voz de Sviaguintsev-. ¿Estás vivo, Nikolai? ¿Estás vivo? Muy bien. Lo importante es saber si tendremos municiones suficientes para seguir cascándoles. Uno les dispara, pero se arrastran por entre el trigo como bichos.

Murmuró algo más en un tono de voz incomprensible pero Nikolai ya no le escuchaba. Estaba absorto por el ruido bajo e intermitente producido por los aviones alemanes.

«Lo que faltaba», pensó mientras oteaba el firmamento y maldecía al sol que impedía ver bien.

Una docena de Junkers seguía la ruta noroeste; al parecer se dirigían hacia el Don. Desde el primer instante Nikolai calculó la dirección que llevaban y dedujo que aquellos aviones pretendían bombardear el paso del río. Suspiró aliviado y pensó: «¡Pasaron!» Pero en aquel mismo instante observó que cuatro de los aviones se separaban de la formación y, dando la vuelta, se dirigían exactamente hacia la colina.

Nikolai se escondió todo lo que pudo en el interior de la trinchera y se preparó para disparar, pero sólo pudo lanzar una ráfaga contra un avión que se dirigía contra él oblicuamente. Al ruido del motor se unió el zumbido de las bombas.

Nikolai no oyó el bramido del suelo sacudido por la explosión ni vio la masa de tierra que se había levantado junto a él. Una ola de aire caliente, densa y compacta, se apoderó de la trinchera, arrastrando el parapeto anterior con tanta fuerza que la cabeza de Nikolai chocó contra un lado. La parte trasera del casco le golpeó la nuca de tal modo que la correa que llevaba bajo el mentón se rompió. Perdió el conocimiento y quedó medio asfixiado, ensordecido…

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