Mijail Shólojov - Lucharon Por La Patria

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– Resulta algo embarazoso.

– ¿Crees tú que nos las daría?

– Quizá nos las diera, pero no por ello dejaría de resultar embarazoso.

– ¡Ah, qué diablos! ¿Y si no tuviéramos cocina? ¡Qué embarazoso ni qué niño muerto! ¡Vamos! Mira que no encontrar unas schi en nuestra propia región…

– No somos peregrinos ni mendigos -dijo Nikolai con indecisión.

Dos soldados a quienes conocían salieron de la represa. Uno de ellos, alto y seco, de ojos descoloridos y boca pequeña, llevaba en la mano un hatillo mojado mientras el otro iba a la zaga abrochándose los botones de la guerrera al tiempo que caminaba. Su rostro, azul como el de un ahogado, se contraía de frío y los labios le temblaban. Los soldados se acercaron a Lopajin y éste, alargando el cuello como un ave de rapiña, inquirió:

– ¿Qué lleváis en el hatillo, pajarracos?

– Cangrejos -repuso el más alto a regañadientes.

– ¡Vaya! ¿Dónde los habéis encontrado?

– Cerca de la represa. Hay un manantial allí. ¡El agua está terriblemente tria!

– ¿Cómo no se nos habrá ocurrido a nosotros? -exclamó Lopajin con gesto airado mirando a Nikolai; y luego, con aire de hombre de negocios, se dirigió al alto-: ¿Cuántos lleváis en el hato?

– Cerca de cien, pero no son muy grandes.

– Es lo mismo, para dos es demasiado -dijo Lopajin con decisión -. Iremos con vosotros. Yo conseguiré un cubo y sal para cocerlos. ¿De acuerdo?

– Id a buscarlos vosotros mismos, éstos son nuestros.

– ¡Venga, hombre, si no nos da tiempo! Invita, no te hagas de rogar; en cuanto tomemos Berlín te convidaré a cerveza. ¡Palabra de fusilero anticarro!

El soldado alto puso sus labios como la boquilla de una trompeta y silbó burlonamente.

– ¡Eso me consuela poco!

Estaba claro que Lopajin tenía muchas ganas de comer los cangrejos cocidos. Después de haber pensado un instante, dijo:

– Además tengo algo de vodka; quizá llegue a un vasito por barba; la guardaba por si caía herido pero ahora habrá que bebería con los cangrejos.

– ¡Entonces, vamos! -dijo en seguida el alto; sus ojos brillaron alegremente.

5

Caminando con seguridad, Lopajin empujó la verja retorcida y, como si se tratara de su propia casa, pasó a un patio invadido por las ortigas y la maleza. Alrededor del patio todo estaba medio ruinoso. De una bisagra colgaba una contraventana; los peldaños de madera de la entrada estaban medio podridos; era evidente que en aquella casa faltaban manos de hombre. «Parece que el amo está en el frente. A ver si conseguimos algo», reflexionó Lopajin.

Junto al cobertizo estaba una viejecilla diminuta con cara avinagrada y vestida con una falda azul y un blusón poco limpio; trasteaba con trozos de abono seco. Oyó el chirrido de la verja, se enderezó haciendo un esfuerzo y se llevó una mano oscura a la frente para mirar al soldado que tenía delante. Lopajin se le acercó, la saludó con respeto y preguntó:

– ¡Hola, madrecita! ¿Sería tan amable de dejarnos un pozal y un puñado de sal? Hemos cogido unos cuantos cangrejos y nos gustaría cocerlos.

La vieja gruñó y dijo con voz hombruna y cascada:

– ¿Queréis sal? Yo creo que aunque os diera pedazos de abono me daría lástima desperdiciarlos. ¡O sea que no digamos si me pedís sal!

Lopajin, muy extrañado, parpadeó y volvió a preguntar:

– ¿Por qué siente tanto desprecio por nosotros?

– ¡Vaya! ¿No te imaginas por qué? -inquirió la vieja con rudeza-. ¡Qué poca vergüenza! ¿Adónde vais? ¿Corriendo hacia el Don? ¿Y quién luchará aquí? A lo mejor nos mandáis a las viejas tomar las armas para defendernos de los soldados alemanes. Lleváis ya tres días en el pueblo. ¡Estamos más que hartos de veros! ¿ Quién se va a quedar a cargo de la población? ¡No tenéis vergüenza ni conciencia, no tenéis nada de nada, malditos! ¿Cuándo se ha visto que el enemigo llegue hasta nuestros pueblos? Desde que estoy en este mundo no ha ocurrido nunca. Por las mañanas se oye cómo retumban los cañones por el oeste. ¿Queréis sal? ¡Que os salen en el otro mundo, que no dejen de hacerlo! ¡No os daré sal! ¡Fuera de aquí!

Rojo de vergüenza, confusión y rabia, Lopajin escuchaba las airadas palabras de la vieja; anonadado, dijo:

– Está bien. ¡Ya eres cruel, madrecita!

– No mereces que sea buena contigo. ¿Acaso tengo que recompensarte por habértelas ingeniado para capturar unos cangrejos? Te habrán dado una medalla por eso, ¿no?

– No te metas con la medalla, madrecita, que no es cosa tuya.

La vieja estaba encorvada sobre el abono troceado y, enderezándose de nuevo, clavó en él una profunda mirada. Jovialmente, pero con rabia, dijo:

– Sí es cosa mía, muchacho. He trabajado hasta la vejez, he pagado los impuestos y no he ayudado al gobierno para que ahora corráis como conejos dejándolo todo desolado y destruido. ¿Comprendes, cabeza hueca?

Lopajin gimió e hizo un gesto como si le doliesen las muelas.

– ¡Madrecita, ya sé todo eso, no hace falta que me lo digas! Pero te confundes…

– Juzgo como puedo. A mis años no vendrás tú a enseñarme.

– Seguramente no tienes a nadie en el ejército, si no, no hablarías así.

– ¿Que no tengo a nadie en el ejército? Vete a preguntar a los vecinos, a ver qué te dicen. Tengo tres hijos y el yerno en el frente; el más joven murió a las puertas de Sebastopol, ¿entiendes? Tú no eres de aquí, eres forastero, por eso te hablo pacíficamente; pero si apareciera de repente uno de mis hijos, no le dejaría entrar en el corral. Le daría mi bendición con un palo en la cabeza y le diría con cariño maternal: «¿Así que habéis ido a luchar? Pues bien, diablos, hacedlo como está mandado, no traigáis detrás al enemigo ni hagáis pasar a vuestra madre vergüenza delante de la gente.»

Lopajin se enjugó el sudor de la frente con un pañuelo y dijo:

– Bueno, perdona, madrecita; lo nuestro corre prisa, iré a otro lado a pedir el pozal.

Después de despedirse se metió por un callejón lleno de hierbajos, mientras pensaba con despecho: «El diablo me ha conducido hasta aquí. Y eso que yo le he hablado con tanta dulzura como si hubiera comido miel…»

– ¡Eh, soldado, espera!

Lopajin se dio la vuelta. La vieja iba tras él; en silencio se dirigió a la casa, subió lentamente los peldaños crujientes y sacó un pozal y sal en una escudilla de madera desportillada.

– Cuando acabes, tráeme los cacharros -dijo la vieja con el mismo tono severo.

Con su ocurrencia y desenfado habituales, Lopajin murmuró de modo ininteligible:

– Bueno, no somos orgullosos… Se puede aceptar… Gracias, madrecita. – Y sin saber por qué, se inclinó ante ella.

Y aquella vieja menuda, cansada, doblada por el trabajo y el paso de los años, pasó junto a él con tan severa majestad que a Lopajin le pareció que era dos veces más alta que él y se sintió mirado de arriba abajo, con una mirada como de lástima y desprecio…

Nikolai y los otros dos soldados le esperaban fuera del patio. Se habían sentado, soportando el frío bajo el tejadillo. Los cangrejos se movían en el hatillo que habían hecho con una camisa mojada.

El soldado alto miró al sol y dijo:

– Pues sí que tarda nuestro fusilero antitanque. No habrá encontrado un pozal. No nos dará tiempo de cocer los cangrejos.

– Sí, nos dará -replicó el otro -. El capitán Surnskov y el comisario del batallón hace poco han ido al teléfono, donde están los de antiaéreos.

Después comentaron que aquel año habría trigo en todas partes, que las trilladoras y segadoras tendrían mucho trabajo, que las mujeres estarían muy atareadas en la recolección; a no ser que se retrasara la retirada, era más que probable que los alemanes se aprovecharan de cantidad de bienes. Hablaban de las cuestiones del campo detenidamente, como campesinos en día de fiesta, sentados en un banco cerca de la isba. Nikolai pensaba: «Ayer, sin ir más lejos, esta gente tomaba parte en la batalla y hoy da la impresión de que para ellos no existe la guerra. Han descansado, se han bañado y ya están hablando de la cosecha. Sviaguintsev se preocupa por el tractor. Lopajin intenta cocer unos cangrejos… Para ellos, todo es claro y sencillo. Casi no hablan de la retirada ni de la muerte. La guerra es para ellos algo así como la subida a un monte empinado; la victoria está allá, en la altura, y van subiendo sin pensar en las dificultades inevitables del camino, sin pensar siquiera en ellas. Dejan en segundo plano sus propias experiencias: lo importante es llegar a la cumbre cueste lo que cueste. Resbalan, se precipitan, caen, pero se vuelven a levantar y siguen el camino. ¿Qué puede detenerlos? Se romperán las uñas, sangrarán, pero llegarán a la cima. ¡Aunque sea a gatas, pero llegarán!»

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