Mijail Shólojov - Lucharon Por La Patria

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»Bueno, pues recibí la respuesta poco antes de la retirada. Me tiemblan las manos cuando cojo la carta, la abro y ¡me da una especie de fiebre!

»Me dice: "Hola, mi adorado gatito" y durante cuatro páginas más no me habla más que de amor. Del parque de máquinas, ni mención. En algún párrafo, en vez de llamarme Iván me llama Eduardo. Pienso: "Bueno, es el colmo; está claro que ese estúpido amor lo saca de los libros. Si no, no me explico de dónde sale ese Eduardo. ¿Y por qué pone tantas comas en sus cartas? Antes no sabía ni que existieran y ahora no hay manera de entender lo que escribe; su carta tiene tantas comas como pecas tendría un hombre comido por la viruela. ¿Y los apodos? Primero 'pollito', luego 'gatito'… ¿Qué me llamará la próxima vez? En su quinta carta igual me llama 'tesoro' o cualquier tontería de esas que se dicen a los niños de pecho. Ni que hubiera nacido en un circo…" Tengo un manual de la fábrica de tractores de Chernoiarsk que me traje de casa y lo suelo llevar conmigo por si alguna vez tengo ganas de darle un vistazo. Pues bien, me daban ganas de copiar un par de páginas y enviárselas, así me las pagaría todas juntas. Luego cambié de idea. Tal vez se sintiera ofendida. De cualquier manera, algo tengo que inventar para sacarle de la cabeza esas historias… ¿Qué harías tú en mi caso, Nikolai?»

Sviaguintsev miró a su compañero y lanzó una exclamación amarga. Nikolai, boca arriba, dormía profundamente. Sus dientes torcidos blanqueaban por debajo de su ralo bigote oscuro y en las comisuras de sus labios se apreciaba la sombra de una sonrisa que no terminó de escapar de su boca, dejándole únicamente unas arrugas.

3

A Nikolai apenas le costó despertarse. Un vientecillo ligero movía el follaje del manzano.

En la hierba resplandecía la claridad de la luz haciendo formas cambiantes. Cerca de allí arrullaba una tórtola, aunque su voz era apagada por el motor de un tractor, que sonaba entrecortadamente.

De la calleja surgían risas y voces. Una voz joven y fuerte, como de tenor, exclamó:

– ¡Ya te he dicho que esa bujía no va bien! ¿Dónde está la llave inglesa? ¡Pásamela! ¡Venga, date prisa, ojo de pez!

El huerto estaba invadido de olores: de hierba marchita, de gachas recalentadas, de humo. Junto a la cocina de campaña estaba con las piernas muy abiertas Piotr Lopajin, fusilero anticarro y buen amigo de Nikolai. Discutía con el cocinero Lisichenko sin dejar de fumar.

– ¿Cocinando gachas otra vez, caballo capón?

– Sí, gachas, y no me insultes.

– ¡Estoy de tus gachas hasta aquí! ¿Me entiendes?

– Me importa un bledo hasta dónde estés de las gachas.

– Lo que pasa es que tú no eres cocinero, hasta un niño se daría cuenta. En tu cabeza no hay ni una idea decente; es como una cazuela vacía que no produce más que ruido. ¿No has podido conseguir en el pueblo un cordero o un lechón birlándoselo a alguien? Podrías haber hecho unas sopas de repollo y luego, de ración, podías haber preparado…

– ¡Lárgate! ¡Haz el favor de largarte ya! Estoy harto de escucharte.

– Hace tres semanas que no nos das más que gachas de harina. ¿Eso hacen los cocineros que se precian? ¡Tú tienes de cocinero lo mismo que de zapatero!

– Pero bueno, ¿qué pretendes? ¿Un hermoso entrecot? ¿O acaso una buena chuleta de cerdo?

– ¡ De ti podríamos sacar unas chuletas magníficas si no fuera porque la materia prima es de pésima calidad! ¡Lástima! ¡Te has inflado como un intendente de segunda clase!

– Ándate con cuidado, Pietia, tengo agua hirviendo al alcance de la mano… ¿Has ido al batallón médico?

– Sí.

– ¿Y qué? -Nada.

– ¿Puedo saber para qué has ido?

Lopajin hizo como que bostezaba y se mantuvo en silencio. Lisichenko se puso en jarras sonriendo y se le quedó mirando a la espera de una contestación.

– Fui por hacer algo, sin un motivo especial; quería ver si había algún conocido -contestó Lopajin con desenfado.

– Anda por allí una mujer muy atractiva… ¿No ha caído en la trampa?

– No le he tendido ninguna.

– Bueno, dejémoslo. He observado cómo te frotabas los zapatos con hierba y cómo limpiabas la medalla con un trapo. Pero no te ha servido de mucha ayuda, ¿verdad? Además, ¿cómo te iba a servir de ayuda? Si al menos tuvieras alguna condecoración; eso sí que te serviría. Ya sabes que no te han dado una medalla por tu valor. ¡ Amigo, los hay con otro tipo de condecoraciones!

– ¡Imbécil! -replicó Lopajin, inocente-. Te aseguro que no llevaba ningún plan; lo único que quería era dar un paseo por la aldea. Después de las comidas que nos preparas no hay manera de pasear. Últimamente he adelgazado tanto que hasta he dejado de soñar con mi mujer.

– ¿Y qué ocupa tus sueños, valiente?

– Mis sueños son de ayuno. Sueño con cualquier bazofia, hasta con tus gachas.

«Qué ganas tienen de mover la lengua», pensó Streltsof mientras se levantaba y estiraba sus entumecidos brazos.

Se le acercó Lopajin y le hizo una reverencia en plan de broma.

– ¿Cómo ha descansado el ilustre señor Streltsof?

– Sigue charlando con el cocinero, tengo dolor de cabeza – dijo Nikolai con aspereza.

Lopajin entornó sus ojos claros y picaros y movió la cabeza tiernamente.

– Ya sé lo que te pasa. Nuestra retirada te ha puesto de mal humor. ¿Tienes calor? ¿Te duele la cabeza? Oye, Kolia, vamos a bañarnos hasta la hora de comer. Pronto reemprenderemos la marcha. Nuestros muchachos se pasan el día en el río. Yo ya me he dado un chapuzón.

No hacía mucho que Lopajin y Nikolai se habían hecho amigos. Fue en el transcurso de la batalla por el sovjós Sendero Claro, en el que coincidieron sus trincheras. Lopajin se había incorporado al regimiento con el último reemplazo y Nikolai lo vio por primera vez en pleno trabajo. Los soldados antitanques habían incendiado dos carros de combate, permitiéndoles aproximarse ciento cincuenta y cien metros respectivamente; pero una vez que el segundo servidor de la pieza hubo muerto, Lopajin tardó en disparar. El tercer tanque vio el fuego desde el camino y pasó junto a la trinchera de los fusileros antitanque. Luego, se dirigió a toda velocidad hacia las posiciones de la batería. Nikolai seguía arrodillado, cargando tembloroso el peine de la ametralladora. Vio como llovía sóbrela trinchera de Lopajin gran cantidad de tierra arcillosa que saltaba de debajo del tanque y pensó que los fusileros anticarro debían de haber muerto; pero unos instantes después salió de la trinchera medio destruida el largo cañón del fusil, apuntando hacia el lugar donde estaba el tanque agujereado. Sonó un único disparo y por el blindaje oscuro del carro salió despedida una llama, un lagarto veloz; a continuación surgió un espeso humo negro. En aquel mismo instante Lopajin gritó a Nikolai:

– ¡Eh, tú, el moreno de los bigotes! ¿Estás vivo? -Nikolai levantó la cabeza y vio el rostro de Lopajin enrojecido, iracundo y lleno de sangre-. ¿Por qué no disparas? ¡Que se lleven tus huesos al ataúd! Pero ¿no estás viendo que se nos echan encima? -gritó Lopajin con una mirada fiera en sus ojos desmesuradamente abiertos, señalando a los alemanes que se arrastraban a lo largo del lindero.

La primera ráfaga que Nikolai disparó segó las cabezas de las margaritas que había en lo alto del parapeto; luego apuntó más abajo y pudo escuchar con satisfacción un agudo grito que se repitió dos veces.

Al anochecer, terminada la lucha, Lopajin entró en la cabaña. Miró a todos y cada uno de los soldados y preguntó:

– Muchachos, ¿tenéis por ahí a un soldado moreno y con bigotazo, parecido al ministro inglés Anthony Edén?

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