Mijail Shólojov - Lucharon Por La Patria

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– ¡No puedo más! Tengo que aclarar las cosas con Olga, llegar hasta el final. ¡Ya no puedo más, no tengo fuerza!

Así, sin alegría, inició su primer día verdaderamente primaveral Nikolai Streltsof, angustiado por la tristeza y los celos. Aquel mismo día, cuando salió el sol, surgió la primera brizna de hierba en la loma arcillosa, junto a la casa de Streltsof. Su punta verde pálido asomaba por el entramado de hojas otoñales de arce traídas por el viento desde lugares lejanos; luego la doblegó el peso excesivo de una gota de lluvia. Pero de pronto una ráfaga de viento del Sur impulsó a ras de tierra las hojas muertas convirtiéndolas en polvo húmedo mientras la brillante gota de lluvia rodaba por tierra. En seguida la hierba se enderezó de nuevo, imperceptible y solitaria en la grandeza de la tierra, tendiéndose tenazmente y con avidez hacia el sol, eterna fuente de vida.

Al lado de un montón de paja, donde el hielo no se había deshecho todavía, un tractor de la fábrica de Chernoiarsk giró bruscamente y despidió gran cantidad de virutas heladas mezcladas con barro y paja; la cadena izquierda del vehículo se dirigía rápidamente al cerco. Apenas se había introducido cuando, con un movimiento brusco, se hundió por la parte trasera. Todo intento de salir le hundía todavía más en el agua sucia de estiércol, hasta que se detuvo. Un humo azulado envolvió todo el vehículo como una nube extendiéndose por el rastrojo pardo. El motor se puso en marcha a pocas revoluciones y por fin se paró.

El tractorista caminó hacia el barracón de la brigada de tractores; le costaba trabajo despegar los pies del barro; mientras caminaba dificultosamente, se limpiaba las manos con un manojo de estopa.

– Ya te había dicho, Iván Stepanovich, que no hacía ninguna falta empezar hoy. Mira el resultado: se ha atascado el tractor. ¿Quién lo sacará de ahí? Tendrán que trabajar hasta la noche para desatascarlo -decía Streltsof de mal humor mientras jugueteaba con su negro bigote. Sin ocultar su irritación miraba el rostro encendido y rollizo del director del parque de máquinas y tractores.

El director se limitó a responder con un gesto de amargura. Ya cerca del barracón dirigió una mirada bondadosa a Streltsof y, ladeando la cabeza, dijo:

– Venga, no te enfades. No hay que enfadarse por tonterías. No se hundirá tu tractor, no le pasará nada malo. Los muchachos lo sacarán antes del anochecer y mañana volveremos a probar. El esfuerzo no ha sido inútil. Hay que empezar alguna vez. ¿O es que vamos a esperar la sequía? ¿Has estado en los cultivos de otoño?

– Sí, hace cinco días. -¿Y qué?

– Nada especial, han soportado bien los fríos del invierno. Allá abajo, junto al barranco de Golog, se ha inundado una parcela.

– ¿De las grandes?

– No, poca cosa, unas dos hectáreas. Pero habrá que volver a sembrar. Ahora iré otra vez por allí a echar una ojeada. ¡Y no se te ocurra labrar todo en un solo día! Sé que eres obstinado, pero esta cualidad tuya no hará que la tierra se seque antes. Yo hubiera llevado dos tractores a Staliniest. Ya sabes que allí el terreno es arenoso y se puede arar mejor.

El director, asustado, agitó las manos.

– ¿Y el ganado? ¿Y el gasto de combustible? ¡Más vale que no hables de eso! ¡Vaya broma, enviar tractores a doce kilómetros por un par de días! ¡Me desollarían vivo en el comité regional! ¡ Me acusarían de no saber distribuir las fuerzas! Me cargarían la cabeza y me atacarían. No, ni una palabra de traslados.

– O sea que, según tú, es mejor que los tractores permanezcan inactivos.

El director frunció el ceño y agitó silenciosamente la mano, como dando la conversación por terminada. No quería seguir escuchando los argumentos de Streltsof; aceleró el paso, alojándose. Pero éste logró alcanzarle y le preguntó:

– ¿Por qué te callas? El silencio no es un argumento a tu favor.

– Creo que todo está dicho; no discutamos más aquí, en el equipo.

– Discutamos, pues, en otro lugar.

– ¿Dónde?

– En el comité regional.

Muy pocas veces no se mostraba afable el director. En esta ocasión soltó una carcajada y, golpeando con su manaza el hombro de Streltsof, exclamó:

– ¡Qué ardoroso eres, agrónomo Nikolai! ¿Sabes qué les pasa a los hombres impetuosos como tú? ¡Casi nada! Intenta decir algo en el comité regional y te verás en un brete. Te acusaré de sustituirme ¡legalmente y de entrometerte en mis funciones administrativas. ¿Qué te parece?

La bondad inagotable del complaciente Iván Stepanovich siempre desarmaba al impetuoso Streltsof. Sin bromear pero ya más tranquilo, dijo:

– No me entrometo, yo sólo aconsejo…

Pero el director le interrumpió:

– Para empezar, no te exaltes. Las emociones pueden perjudicar tu débil constitución.

Sin embargo, al advertir que Streltsof se enfadaba, abandonó su tono alegre y empezó a hablar como un hombre de negocios.

– ¡Al demonio! Quizá tengas razón. Lo pensaré, lo hablaré en el equipo y si merece la pena, por la noche trasladaremos los tractores a Staliniest. Indudablemente, allí ya pueden empezar. Pero yo pensaba que Romanenko podría arreglárselas solo. Hay que llamarle para saber si se ha puesto ya a arar o si aún no se ha decidido.

Y hablando al tractorista que se acercaba, movió la cabeza con gesto de reproche, diciendo:

– ¡ Ay, Fiodor, Fiodor! ¿Cómo se te ocurre hundir el tractor? Y eso que serviste en tanques y te distinguieron cuando eras soldado…

El tractorista Fiodor Beliavin era apodado por sus compañeros, no sin malicia, Escarabajo Negro. Llevaba zapatos negros, pantalones negros de algodón y una prenda del mismo color como abrigo, echada sobre los hombros; una gorra de cuero negro con orejeras, por debajo de la cual asomaba un mechón negro; su rostro estaba tiznado de manchas de gasolina imposibles de lavar y todo ello justificaba sobradamente el apodo con que le designaban.

Guiñando los ojos burlonamente hizo centellear el azul de sus pupilas y el blanco de sus dientes; luego respondió:

– Se ha hundido por tu culpa, Iván Stepanovich. Todos te lo dijimos, el brigada, el agrónomo y todos los tractoristas, que no pasaría. Es inútil discutir contigo. Todos estamos empeñados en lo mismo. Y ahora míralo si quieres, pero ayúdanos a sacarlo. Tienes fuerzas suficientes para ello. Tienes un aspecto tan bueno como el de la fábrica de tractores de Chernoiarsk. ¡Ya te has cuidado durante el invierno!

– ¡Ya estás lloriqueando otra vez! -exclamó el director sin inmutarse y con tono ligeramente despectivo -. ¡Vaya! Se te saltan las lágrimas y los muchachos te consideran un héroe. Creo que están equivocados… Vayamos a ver qué has hecho.

Se acercaron los dos al tractor. El brigada también llegaba con dos tractoristas. Streltsof, de mala gana, fue hacia el barracón junto al que estaba atado Voronok. No quería marcharse del equipo, donde respiraba con más libertad. En el trabajo y rodeado de gente le resultaba más fácil soportar la desgracia que le había caído encima. Pero también debía echar una ojeada a las labores en el exterior de los koljoses. Caminaba lentamente sobre la hierba marchita y aplastada; se miraba los pies intentando alejar el pensamiento de su mujer y de sus relaciones con el profesor Ovrazin, de todo lo que en los últimos tiempos le oprimía el corazón con un peso amargo y vergonzoso que no le dejaba ni de noche ni de día y le estorbaba para vivir y trabajar.

– ¡Quédese a almorzar con nosotros, camarada Streltsof! He cocinado unas gachas como no las ha comido usted en su vida – le dijo Marfa, la cocinera del equipo, cuando Streltsof, con la cabeza inclinada, pasaba junto a la cocina de campaña, instalada junto al barracón por las manos hábiles de uno de los tractoristas, avezado a aquellos trabajos.

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