Mijail Shólojov - Lucharon Por La Patria
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Nikolai volvió la cara a la luz: Lopajin al verle exclamó:
– ¡Vaya, ya te encontré! Vamos, compadre, sal conmigo a fumar un pitillo.
Se sentaron junto a la cabaña y encendieron cigarrillos.
– Te has cargado con habilidad el último tanque -dijo Nikolai mientras observaba el rostro moreno y de color ladrillo del fusilero anticarro -. Ya me parecía que os habían sepultado cuando, de pronto, vi aparecer el fusil…
Lopajin le interrumpió jovialmente:
– Eso es lo que yo esperaba. Te extrañas de lo que he hecho, pero tú ¿por qué no disparabas cuando el tanque aplastaba mi trinchera? ¿Por qué no empezaste a disparar hasta que te grité? Necesito tu admiración tanto como un muerto una cataplasma. ¿Está eso claro? ¡A mí me interesan los hechos, no la admiración!
Nikolai sonrió y le explicó que la demora se debía a que en aquel momento había vaciado todos los cargadores. Lopajin frunció el ceño, le miró de reojo y comentó:
– ¿Cómo se te ocurre meterte en la lucha sin estar preparado? Sólo falta una cosa: que hagas como nuestros unionistas, echarte la conciencia a la espalda y pasarme los cartuchos para que yo haga la guerra por ti. ¿Te parece bonito? ¡Buenas serían nuestras relaciones!
Al ver que Nikolai se empezaba a enfadar, Lopajin le tendió su corta y fuerte mano y dijo con tono pacificador:
No te enfades. ¿Por qué enfadarse por una cosa que es cierta? Ya que nos ha unido la necesidad, luchemos juntos; conozcámonos bien; tengo la impresión de que tú y yo somos paisanos. ¿Eres de la región de Rostov? Yo soy de la ciudad de Shajt. Nada, tan amigos.
Efectivamente, desde aquel día se hicieron amigos, con esa amistad sencilla y sólida propia de los soldados. Lopajin – guasón, mal hablado, alegre y mujeriego- parecía complementario del reservado Nikolai. El cabo primero Popristshenko, un ucraniano viejo y tranquilo, solía decir:
– Si a Piotr Lopajin y a Nikolai Streltsof se les transformara en pasta y con ella, una vez amasada, se hiciera un hombre nuevo, tal vez de los dos saldría un hombre completo. O quizá no. ¿Quién sabe lo que podría salir de semejante mezcla?
En la orilla del río sonaban camarinas las sierras de los zapadores; resonaban el chapoteo del agua y las carcajadas de los soldados del Ejército Rojo que se bañaban. Lopajin y Nikolai andaban en silencio por la hierba. Lopajin propuso:
– Vayamos detrás del puente; allí el agua cubrirá más.
Él saltó primero por encima de la valla caída. Con un gesto de la cabeza señaló el tractor que estaba parado en el camino. Dos tractoristas arremangados se afanaban junto al motor. Sviaguintsev, con el torso desnudo, les estaba ayudando. Tenía los brazos y las recias espaldas salpicados de grasa e incluso se le veían manchas oscuras en la cara. Se había quitado la guerrera por precaución y le hacía sentirse bien hallarse junto a un motor. Se puso a manejar las herramientas con decisión.
– ¡Tú, elegante! Pide un estropajo a esos muchachos y ven a bañarte con nosotros. Ya encontraremos la manera de rascarte la grasa -gritó Lopajin al pasar.
Sviaguintsev miró en aquella dirección y al ver a Nikolai sonrió.
– ¡Escucha Nikolai, un tractor es siempre un tractor! Tiene una fuerza irresistible. ¿Has visto qué juguete lleva dentro? Me he acercado a él y me ha dado la impresión de estar en casa, es como si estuviera en el parque de máquinas y tractores. ¡Este motor, además, es mejor que tres máquinas complejas!
El rostro sudoroso de Sviaguintsev irradiaba tal felicidad que Nikolai llegó a sentir envidia.
4
En las aguas estancadas flotaban nenúfares amarillos. Dominaba un olor a cieno y a humedad. Nikolai se lavó la guerrera y los calcetines. Cuando hubo terminado se sentó en el suelo y se agarró las rodillas con las manos. A su vera se sentó Lopajin.
– Nikolai, te noto melancólico.
– ¿Acaso tengo algún motivo para estar contento? Por lo menos, yo no lo veo.
– ¿Para qué quieres motivos? ¡Estás vivo, alégrate! ¿No has visto el día que hace? Mira el sol, el río, los nenúfares flotando… ¡Qué hermoso es todo! Es raro, eres un veterano, llevas más de un año combatiendo y sin embargo reaccionas ante cualquier sufrimiento como un soldado bisoño. ¿Qué te parece a ti? Ahora nos han dado un descanso. ¿Crees tú que eso significa que todo ha terminado? ¿Que ha llegado el fin del mundo? ¿El final de la guerra?
Nikolai hizo un gesto de mal humor y repuso con tono enojado:
– ¿Cómo que el final de la guerra? Yo ni pienso en eso; pero tampoco dejo de lado todo lo que ha sucedido hasta el momento. No soy yo, eres tú el que se porta como si no hubiera sucedido nada importante. Yo veo claramente que hemos padecido una catástrofe. Tanto yo como tú ignoramos el alcance de esta catástrofe, pero algo podemos imaginar. Hace ya cinco días que marchamos; pronto llegaremos al Don y luego a Stalingrado. Nuestro regimiento está destrozado. ¿Qué habrá pasado con los demás? ¿Qué habrá pasado con el Ejército Rojo? Desde luego, han roto el frente por varios sitios. Tenemos a los alemanes pegados a los talones. Hasta ayer no hemos podido separarnos ni un poco de ellos. No hacemos más que patalear sin saber cuándo se afianzarán nuestras posiciones. ¿No es triste seguir así, sin saber nada? ¿Y con qué ojos nos miran los civiles? ¡Es como para volverse loco!
Nikolai rechinó los dientes y se dio la vuelta. Guardó silencio durante un minuto, como para vencer la agitación que le invadía, y luego continuó hablando, ya más tranquilo y con un tono de voz más bajo:
– Encima de que aún se me parte el alma con todo esto, tú te pones a predicar: «¡Alégrate, hombre, estás vivo, los nenúfares flotan…!» ¡Al infierno tú y tus nenúfares, da asco mirarlos! Pareces el animador de una obra barata, hasta te las has arreglado para pasar por el batallón médico-sanitario.
Lopajin se desperezó con un crujido, diciendo:
– Lástima que no hayas venido conmigo, Kolia; allí hay una doctora de tercera clase que, sólo al verla, me entran ganas de que me hieran en combate. ¡ No es una doctora sino algo mucho mejor, te lo aseguro!
– Escucha, ¡vete al demonio!
– ¡No, va en serio! Es una mujer tan bella que pone los pelos de punta. No es una doctora, es un mortero de seis cañones, e incluso más peligrosa que un arma de ésas para nuestro hermano soldado, y, desde luego, para los mandos.
Nikolai contemplaba en silencio y con aire taciturno una nubecita blanca reflejada en el agua. Lopajin prosiguió con toda calma, maliciosamente:
– Yo no veo motivo para meter el rabo entre las piernas, siguiendo la costumbre de los perros. ¿Nos atacan? Por algo será. ¡Luchad, hijos de perra! Agarraos con los dientes a cada palmo de vuestra propia tierra, combatid contra el enemigo de tal manera que le hagáis sentir hasta el espasmo de la muerte. Y si no podéis luchar, no os ofendáis si os llenan la cara de sangre y los civiles os miran mal. ¿Cómo iban a recibirnos con el pan y la sal? Ya puedes dar gracias de que no nos escupan a la cara. A ver, tú que no eres animador explícame esto: ¿ por qué el alemán se mete en un pueblo y aunque sea pequeñísimo cuesta un trabajo enorme sacarlo de allí, y, en cambio, nosotros entregamos ciudades enteras huyendo continuamente? ¿Hemos de apropiarnos nosotros de ellas o lo hará otro en nuestro lugar? Pero esto ocurre, «excelencia», porque tú y yo no hemos aprendido a luchar como debemos y nos falta odio auténtico. Cuando sepamos entrar en combate de modo que la espuma de la rabia hierva en nuestros labios, entonces los alemanes darán la espalda al este, ¿comprendes? Yo, por ejemplo, he llegado a odiar tanto que cuando escupo la saliva me hierve. Por eso me siento alegre, por eso mantengo el rabo en alto. ¡Soy terriblemente cruel! Pero tú das vueltas con el rabo entre piernas y bañado en lágrimas: «¡Ay, que han destrozado nuestro regimiento! ¡ Ay, que el ejército está deshecho! ¡ Ay, cómo han avanzado los alemanes!» ¡Matemos al maldito alemán! Meterse ya se han metido, pero ¿quién los va a sacar de aquí cuando reunamos fuerzas para dar el golpe? Si ahora combatimos retirándonos, cuando se produzca la invasión será diez veces más difícil enfrentarnos a ellos. Nosotros nos retiramos y ellos no necesitan retroceder; pero ¿qué pasará? En cuanto se sitúen de espaldas al este les daremos en la cresta a esos hijos de perra, dondequiera que la tengan, para que no puedan seguir destruyendo nuestra tierra. Eso es lo que pienso, y aún te diré más: cuando yo esté delante, haz el favor de no llorar; yo no voy a enjugar tus lágrimas. La guerra me ha endurecido las manos e incluso podría sacudirte.
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