Mijail Shólojov - Lucharon Por La Patria

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Sviaguintsev empujó a Nikolai con el codo mientras le decía jovialmente:

– ¡Pero si es nuestra cocina, Nikolai! ¡Levanta las narices! Descansamos, tenemos un río con agua y a Pietka Lisichenko en la cocina, ¿qué más quieres?

El regimiento acampó a la orilla del río, en un gran jardín abandonado. Nikolai bebía a pequeños sorbos el agua fría y ligeramente salada, deteniéndose de vez en cuando para volver a aplicar después los labios al borde del cubo. Mientras le observaba, Sviaguintsev habló:

– Lo mismo que cuando lees las cartas de tu hijo: lees un trozo, te paras y vuelves a leer. Yo prefiero no alargar las situaciones. Bueno, pásame el cubo, que si no te vas a hinchar.

Tomó el cubo de manos de Nikolai y bebió, echando la cabeza hacia atrás, a sorbos largos y ruidosos como si fuera un caballo. Su nuez, cubierta de vello rojizo, se desplazaba de arriba abajo y sus ojos estaban entornados. Después de beber lanzó un gruñido y se pasó la bocamanga de la guerrera por los labios y la barbilla; luego, malhumorado, dijo:

– No es que el agua sea muy buena. Lo único que tiene es que está fría y mojada. Si se le pudiera quitar la sal… ¿Quieres beber más?

Nikolai hizo un gesto negativo con la cabeza y Sviaguintsev le espetó:

– Tu hijo te escribe a menudo, en cambio no he visto que recibieras cartas de tu mujer. ¿Eres viudo?

Nikolai, que no esperaba tal pregunta, contestó:

– No tengo mujer. Estoy divorciado.

– ¿Desde hace tiempo?

– Hace un año.

– ¡Vaya! -exclamó Sviaguintsev con tono compasivo -. ¿Dónde están tus hijos? Tienes dos, ¿verdad?

– Sí, dos. Están con mi madre.

– ¿Dejaste a tu mujer, Nikolai?

– No, ella me abandonó… El primer día de guerra. Cuando regresé a casa del servicio, ella ya no estaba. Se marchó dejando una nota…

Nikolai hablaba con tranquilidad, pero de repente se interrumpió y quedó en silencio. Tenía el ceño fruncido y los labios apretados mientras se dirigía a la sombra del manzano y empezaba a descalzarse silenciosamente. Sentía profundamente lo que había dicho. Había necesitado un año entero para albergar dentro de su corazón este dolor sordo e inexpresable y soltarlo ahora sin necesidad a la primera persona que le demostraba cierta compasión. ¿Qué le había impulsado a hablar? ¿Por qué le habían de interesar sus problemas a Sviaguintsev?

Éste, que no podía percibir la expresión contrita de Nikolai, siguió con su interrogatorio:

– ¡Qué! ¿Se buscó otro, la muy sinvergüenza?

– No lo sé -respondió Nikolai cortante.

– ¡Eso quiere decir que lo encontró! -exclamó Sviaguintsev exaltado, haciendo oscilar la cabeza con desconsuelo -. ¡Cómo son estas mujeres! Se ve a la legua que eres todo un señor y seguro que tenías un buen salario. ¿ Qué más podía querer? Si al menos hubiera pensado en sus hijos, la muy perra…

Entonces Sviaguintsev logró vislumbrar el rostro de Nikolai oculto bajo el casco y se dio cuenta inmediatamente de que no debía proseguir con aquel tipo de conversación. Con ese tacto propio de las personas bondadosas y sencillas, se quedó en silencio, suspiró y cambió la postura de sus piernas. Luego se sintió apenado por aquel hombre fuerte y vigoroso que era su compañero en el combate y que compartía con él, desde hacía dos meses, los rigores y las necesidades del soldado. Intentó consolarle y sentándose a su lado le dijo:

– Nikolai, no te atormentes por ella. Espera a que la guerra termine y entonces veremos qué pasa. Además tienes hijos y eso es lo más importante. Los hijos, amigo, son lo principal. Yo creo que en ellos se encuentra el fundamento de la vida. Ellos serán los encargados de reordenar la destrozada existencia; la guerra habrá servido para algo. En cuanto a las mujeres, sinceramente, no hay quien las entienda. Alguna que otra acaba encontrando lo que quiere. La mujer es un animal astuto. ¡Yo las conozco a fondo, amigo! Mira esta cicatriz que tengo en el labio superior. También procede de algo que sucedió el año pasado. Fue durante la fiesta del 1 de mayo; nos reunimos para echar unos tragos varios compañeros del trabajo de las máquinas y yo. Era una celebración casi en familia y venían también nuestras respectivas mujeres. Como es lógico, bebí un poco más de la cuenta, y mi mujer también. Pero ella es como un alemán con un arma automática cargada; si le das un fusil no quedará contenta hasta que haya vaciado el cargador y, aunque sea a la fuerza, sabrá hacerse dueña de cualquier situación.

»En la fiesta había una muchacha que bailaba primorosamente unas danzas gitanas. Yo la seguía con la vista, interesado pero sin ninguna intención oculta. Entonces mi mujer se me acerca y dándome un pellizco me susurra al oído: "¡No mires!" Pienso: "Ya volvemos a las andadas. ¿Tendré que poner cara de vinagre durante toda la fiesta?" Así que vuelvo a mirar a la bailarina. Veo a mi mujer que de nuevo se acerca a mí y me pellizca en una pierna con tanta fuerza que me hace daño: "¡No mires!" Me doy la vuelta y me digo: "¡Al diablo! No miraré, me privaré de ese placer." Después del baile nos dirigimos a la mesa. Mi mujer se sienta a mi lado con unos ojos que parecen los de un felino: redondos y chispeantes. Yo estoy dolido de los cardenales que han dejado los pellizcos en los brazos y en las piernas. Sin darme cuenta miro a la muchacha y pienso: "¡Idiota!, y todo esto por tu culpa. Tú ahí moviendo las pantorrillas y mientras tanto yo aquí, pagando las consecuencias." Aún no había terminado de pensar esto cuando mi mujer agarra de encima de la mesa un plato de estaño y lo lanza contra mí. Cierto es que el blanco era perfecto; yo entonces tenía la cara más gorda. No te lo creerás, pero el plato se rompió por la mitad y empezó a brotarme sangre de las orejas y de la nariz como si tuviera una herida muy grave.

»Ya te puedes imaginar, la muchacha se asusta y se pone a gritar y el acordeonista, levantando los pies por encima de la cabeza, se revuelca en el sofá riendo y gritando con su voz terriblemente desagradable: "¡Pégale con el samovar; ya verás como no le tumba!" Yo, que no veía muy claro, me levanto y sin hacerle nada a mi mujer, como si fuera su hermanito, le digo: "¿Qué te pasa, fiera? ¿Desde cuándo solucionas así tus asuntos?" Y ella me contesta con parsimonia: "¡Ya te dije que no miraras a la muchacha, demonio colorado!" Me tranquilizo un poco, me siento y me dirijo a ella tratándola de usted: "Natacha Filipovna – le digo-, ¿usted cree que son maneras de demostrar su educación? Tenga en cuenta que es un gesto de grosería andar lanzando platos a la cabeza de la gente. Pero ya tendremos ocasión de hablar usted y yo en casa, como se debe."

«Bueno, el caso es que me arruinó la fiesta. Tenía el labio partido en dos, un diente medio colgando, la camisa blanca bordada teñida de sangre y la nariz torcida con un hermoso hematoma. Tuvimos que abandonar la fiesta. Nos levantamos, dijimos adiós a los dueños, nos disculpamos como corresponde y nos dirigimos a casa. Ella caminaba delante y yo, como un culpable, detrás. La maldita hizo todo el recorrido muy vivaracha pero nada más llegar a la puerta de casa se desmayó. Tendida en el suelo, sin respirar y con la cara encendida como una granada, apenas si le quedaba una pequeña rendija en el ojo izquierdo a través de la cual poder mirarme. "Bueno -pienso-, tampoco es momento para reñirle. No vaya a ser que le ocurra algo malo." Me las arreglo como puedo para echarle un poco de agua por encima y quitarle el susto de la muerte. Pasan unos momentos y vuelve a desmayarse. Esta vez, ni siquiera ha dejado el ojo entreabierto. Le echo de nuevo un cubo de agua, vuelve en sí y de repente empieza a gritar, se deshace en lágrimas, patalea: "¡Eres esto y lo de más allá! -exclama -. Me has echado a perder mi blusa nueva de seda, la has dejado toda mojada. ¡Traidor! ¡Se te va la vista detrás de cualquier mujerzuela! ¡Eres un monstruo, no puedo vivir contigo!", y otras cosas por el estilo. "Bueno -pienso -, se acuerda de su blusa y patalea, eso significa que sigue con vida, que aún pasará el invierno. ¡Pobrecita!"

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