– ¿Qué?
– Ella se queda como garantía -dijo el tipo, encogiéndose de hombros-. Ya no tenemos al niño.
– No -dijo Falcón-. No la voy a dejar aquí. Si ella se queda, yo me quedo también. Y no tendrá sus discos.
– Espere.
– No la necesita como garantía -dijo Falcón-. Ya sabe dónde encontrarnos.
El ruso salió de la alquería. Tres minutos. Continuaba la tortura del cubano. Consuelo tuvo que taparse los oídos. Volvió a abrirse la puerta principal. El ruso les indicó por señas que salieran.
– El señor Revnik está de acuerdo. Menos complicación para nosotros.
Los acompañó al coche. La excavadora trabajaba a lo lejos. Consuelo entró en el asiento del copiloto. El ruso sacó una linterna de bolsillo, la deslizó bajo el maletero del coche, salió con una cajita negra en la mano.
– Casi se me olvidaba -dijo-. Un dispositivo de seguimiento.
– Se tomaron su tiempo -dijo Falcón.
– Tuvimos que recorrer los últimos tres kilómetros a pie -dijo-. Pero llegamos en el momento perfecto, ¿no? No demasiado pronto para ponernos nerviosos ni demasiado tarde como para que ustedes…
Dejó la frase inconclusa, dijo adiós, volvió a la alquería. Falcón se reunió con Consuelo en el interior del coche iluminado. Emprendieron camino por la pista hacia la carretera de firme irregular. Se cruzaron con un coche aparcado entre las hierbas altas, con los faros ocultos con cinta negra, de manera que sólo eran visibles dos rendijas. Volvieron a traquetear por el asfalto. Falcón conducía encorvado sobre el volante. Paró en Castilblanco de los Arroyos, cogió el teléfono móvil de policía y recorrió los números con el dedo.
– Es un poco tarde para la policía -dijo Consuelo.
– Comprendo que olvides que yo soy la policía, se supone -dijo Falcón, todavía rabioso-. Hasta yo lo he borrado de mi mente.
– ¿A quién llamas ahora?!
– Al jefe del departamento de Tecnologías de la Información. Tiene que descifrar el código de encriptación de los dos discos lo antes posible.
– Déjalo, Javier. Son las seis de la mañana -dijo Consuelo-. Vas a tener que dar muchas explicaciones desagradables a un tío al que vas a despertar y, te lo aseguro, no saldrás bien parado. Ya lo arreglarás cuando llegues a la oficina.
– ¿Y Revnik? ¿Quieres que te persiga?
– Me da igual. Vamos. Revnik tendrá que aprender a ser paciente. Puedes postergarlo de alguna manera. Con los discos en poder de la policía, tú tienes la sartén por el mango -dijo Consuelo-. Sé que quieres hacer algo positivo después de todo ese horror, pero mi consejo ahora es que no llames a nadie, porque las consecuencias pueden ser graves.
De nuevo en el coche, conduciendo en plena noche. Después de la tensión, un cansancio colosal. Conducía con una sola mano, el otro brazo alrededor de Consuelo, que tenía la cabeza en su pecho. Ella cambiaba las marchas cuando él lo necesitaba. Guardaron silencio durante un tiempo.
– Sé que estás enfadado.
– Estoy enfadado conmigo mismo.
– Tengo la sensación de que te he arruinado.
– No estoy arruinado -replicó Falcón, pero pensó que a lo mejor sí lo estaba.
– Sé lo que te costó tener que alejarte del niño muerto. Porque a mí también me ha costado. Lo enterrarán en la fosa con esa gentuza. Lo enterrarán como un pájaro que se ha roto el cuello al entrar volando por una ventana. Y su madre nunca lo sabrá.
– Lo afrontaré por la mañana. Necesito la luz del día y un espejo para eso.
– Quiero ir contigo a tu casa -dijo Consuelo-. No quiero estar sola esta noche, ni siquiera unas horas.
Él la apretó fuerte contra su pecho.
Pero no podía impedir que su cerebro revisase los vestigios de los acontecimientos. ¿En qué punto se había equivocado? Desde el momento en que empezó a trabajar en el caso de Marisa Moreno, los rusos lo habían acosado con amenazas telefónicas. Luego habían contactado con Consuelo, y eso se había confirmado. Pero había hecho lo que Mark Flowers le advirtió que nunca hiciera: juntar fragmentos de información no corroborados para que el rompecabezas global encajase con la idea que tenía en la cabeza. Iba a tener que recordar las llamadas de teléfono, a qué hora se hicieron, qué había ocurrido antes, y entre una y otra, y qué habían dicho. Qué habían dicho exactamente.
– Estás pensando -dijo Consuelo-. No es el momento de pensar, Javier. Tú mismo lo decías. Espera a la luz del día. Las cosas se ven más claras por la mañana.
Aparcó delante de su casa en la calle Bailen. Todavía no era de día, eran casi las siete de la mañana. Subieron directamente las escaleras, se desnudaron y se metieron en la ducha. Se quitaron mutuamente la mugre. El agua desapareció negra y gris por el sumidero. Ella se lavó el pelo. Él le enjabonó los hombros, le masajeó los músculos para reanimarlos. Se sentaron en el suelo de la ducha, ella entre sus piernas, él abrazándola. El agua caía en cascada. Él le besó la nuca.
Se levantaron sin decir nada, cerraron el grifo, se secaron con las toallas en el dormitorio oscuro, sólo iluminado por un rectángulo de luz procedente del baño vacío. Ella arrojó la toalla, la de él se cayó al suelo. Después de la noche que habían pasado, Falcón no entendía cómo podía tener la polla tan dura. Ella no comprendía por qué lo deseaba como si tuviera veinte años. Toda la noche había sido ilógica. Se juntaron como contendientes, luchando por encontrar la posición. Ella le mordió el hombro con tanta fuerza que él ahogó un grito. Él la embistió con una vehemencia convulsa que la clavó en la cama. Las pieles se adherían con cada uno de los ávidos impulsos. Ella le clavó las uñas en la espalda, lo espoleó con los talones en las nalgas. Toda la profundidad era poca para él dentro de ella. Le enloquecía tanto que aceleró el ritmo y ella sintió un enorme temblor en su interior, como si el corazón de él latiese desaforadamente en la garganta, y se aferró a él mientras el escalofrío manaba en su cuerpo hasta que él se desmoronó estremecido y ella yació debajo de él, gritando y golpeando el colchón con las palmas.
Él rodó a su lado, estiró la sábana, acercó el cuerpo trémulo de Consuelo contra su pecho mientras ella palpitaba como un pájaro rescatado. Durmieron como efigies de piedra en un antiguo sarcófago de una capilla iluminada por la luna.
Casa de Falcón, calle Bailen, Sevilla. Martes, 19 de septiembre de 2006, 12.00
En el exterior, el mundo estallaba a su alrededor mientras Falcón y Consuelo seguían durmiendo. Sólo a mediodía una llamada en el móvil de Falcón interrumpió su sedación. Volvió en sí como de una vida en coma, cuyos fantásticos sucesos ahora quedaban reducidos al tedio de la realidad.
– ¿Te acostaste tarde? -preguntó Ramírez.
– Se podría decir -dijo Falcón jadeante en el teléfono, con el corazón retumbando en el pecho-. ¿Qué pasa?
– Recibí una llamada de Pérez a las diez y media. Estaba en Las Tres Mil con uno de los de Estupefacientes, investigando a Carlos Puerta. Lo encontraron en un sótano vacío, todavía con la aguja en el brazo. Sobredosis. Le dije que no te molestase y que se encargase él mismo.
Falcón se pasó la mano por la cara, intentando inculcarse cierto sentido de la realidad.
– Acaba de llamarme hace diez minutos -dijo Ramírez-. Ha estado haciendo algunas averiguaciones, entrevistando a gente con los de Estupefacientes. ¿Te acuerdas de Julia Valdés, la novia del Pulmón, la que mataron ayer en su piso? Antes era la novia de Carlos Puerta. Trabajaban juntos. Era bailaora de flamenco, él cantaba. Cortaron en junio y ella empezó a salir con el camello de Puerta. Más perca de la fuente de suministro, supongo.
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