Robert C. Wilson
Los сronolitos
Primera parte
LA LLEGADA DE LOS CRONOLITOS
Fue Hitch Paley quien, conduciendo su abollada moto Daimler por la arena de la playa que hay detrás de la Sala de Fiestas Haat Thai, me invitó a presenciar el final de una era. La mía y la del mundo. Pero no le culpo de ello.
No existen las coincidencias. Ahora lo sé.
Se acercó con una sonrisa en la boca, algo que solía ser un mal presagio. Vestía el uniforme de “americano en Tailandia” típico del último verano bueno de mi vida: pantalones cortos del ejército, sandalias de San Juan Bautista, una enorme sudadera de color caqui y una cinta floreada de spandex en la cabeza. Era un hombre grande, un exmarine transformado en indígena, barbudo y con una barriga incipiente, listaba imponente a pesar de su atuendo y, lo que es peor, parecía que tenía ganas de hacer alguna travesura.
Sabía que Hitch había pasado la noche entera en la carpa, comiendo las galletas picantes con trocitos de hachís que le había regalado una funcionaria del cuerpo diplomático alemán y compartiéndolas con ella hasta que, cuando subió la marea, ambos se alejaron para poder apreciar mejor el reflejo de la luna en el agua. Era extraño que estuviera despierto a estas horas… y mucho más que estuviera tan animado.
También era extraño que yo estuviese despierto.
Había regresado a casa después de pasar algunas horas junto a la hoguera, pero ni Janice ni yo habíamos podido dormir. Kaitlin estaba resfriada y le dolía la cabeza, así que Janice había pasado la tarde cuidando de la niña y luchando contra una plaga de cucarachas del tamaño del pulgar que había colonizado los cálidos y grasientos conductos de nuestra cocina de gas. Debido a eso, al calor que hacía aquella noche y a la tensión que existía entre nosotros desde hacía algún tiempo, fue prácticamente inevitable que discutiéramos casi hasta el amanecer.
Así que ni Hitch ni yo habíamos descansado, y puede que ni siquiera fuéramos capaces de pensar con claridad, a pesar de que la luz de la mañana me estimulaba y me incitaba a creer que un mundo en el que brillaba un sol tan resplandeciente tenía que ser seguro y perdurable. Los rayos del sol enceraban al agua de la bahía, iluminando los balandros de pesca como si fueran puntos en un radar y prometiendo otra tarde despejada. La playa era tan amplia y lisa como una autopista… era un camino que conducía a un destino anónimo y perfecto.
—¿Oíste anoche aquel sonido? —dijo Hitch, iniciando su conversación del modo habitual: sin preámbulos, como si sólo hubieran pasado unos minutos desde la última vez que nos habíamos visto—. Era como un caza del ejército.
Lo había oído. Sonó, aproximadamente, a las cuatro de la mañana, poco después de que Janice se hubiera acostado. Kaitlin por fin se había dormido, pero yo había preferido quedarme en la cocina, tomando una taza de café amargo en nuestra mesa repleta de manchas de quemaduras. Había puesto la radio y estaba escuchando una emisora americana de jazz, aunque en aquellos momentos estaba hablando el locutor.
Durante unos treinta segundos, la emisión fue precaria y extraña. En el aire retumbó una especie de trueno que fue seguido por unas extrañas reverberaciones (el “caza del ejército” de Hitch); instantes después, sopló una brisa insólitamente fría. Las buganvillas que había plantado Janice repiquetearon contra la ventana, las persianas se alzaron y cayeron en un suave saludo y la puerta de la habitación de Kaitlin se abrió con la corriente. Mi hija se revolvió en su camita y dejó escapar un triste sonido, pero no se despertó.
Yo no creía que hubiera sido un caza del ejército. Podía haber sido un trueno estival… o una tormenta que se estaba formando sobre la Bahía de Bengala. Era algo habitual durante esta época del año.
—Un grupo de catering se ha detenido esta mañana en el Duc y ha comprado todo nuestro hielo —dijo Hitch—. Se dirigían hacia la dacha de un tipo rico y nos han dicho que ha pasado algo en el camino de la colina, como fuegos artificiales o artillería. Al parecer, hay un montón de árboles derribados. ¿Te apetece ir a echar un vistazo, Scotty?
—Tanto una cosa como la otra —respondí.
—¿Qué?
—Que sí.
Fue una decisión que cambiaría mi vida para siempre, aunque la hice por simple capricho. Maldito sea Frank Edwards.
Frank Edwards fue un locutor de radio de Pittsburg del siglo pasado que publicó una recopilación de enigmas supuestamente ciertos (Más extraño que la ciencia, 1959), entre los que destacaban ciertas leyendas populares duraderas, como el Misterio de Kaspar Hauser y la “nave espacial” que explotó sobre Tunguska, Siberia, en el año 1910. Aquel libro y sus diversas secuelas fueron acogidas con los brazos abiertos por mi familia cuando yo era lo bastante inocente como para tomarme esas cosas con seriedad. Mi padre me regaló una estropeada edición descatalogada del Más extraño que la ciencia que leí entera (a la edad de diez años) en tres largas sesiones nocturnas. Supongo que m¡ padre consideró que este tipo de material ayudaba a estimular la imaginación de un muchacho… y si así fue, no se equivocó. Tunguska era un mundo completamente distinto al hermético complejo de Baltimore en el que Charles Carter Warden había dejado a su angustiada esposa y a su único hijo.
Aunque con el paso de los años dejé de creer en este tipo de cosas, la palabra “insólito” se convirtió en mi talismán personal. Mi forma de vida era insólita. Mi decisión de permanecer en Tailandia después de que se me acabara el contrato fue insólita. Los largos días y las narcotizadas noches que pasaba en las playas de Chumphon, Ko Samui y Phuketeran insólitos… tan insólitos como la geometría espiral de los antiguos Wat.
Puede que Hitch tuviera razón. Puede que algún oscuro enigma hubiera aterrizado en la provincia, pero era mucho más probable que se tratara de un incendio forestal o de un tiroteo de la brigada de estupefacientes. Sin embargo, Hitch me había dicho que el grupo de catering le había contado que era “algo del espacio exterior”, así que… ¿quién era yo para discutírselo? Estaba desvelado y enfrentándome a la perspectiva de pasar otro día sin tener nada que hacer, aparte de aguantar las quejas de Janice, pero esa idea era tan poco apetitosa que salté sobre el asiento de la Daimler sin pensar en las posibles consecuencias y ambos nos alejamos de la costa, dejando atrás una oscura nube de humo. No me detuve en casa para decirle a Janice que me iba. Dudaba que le interesara en absoluto.,. y de todas formas, estaría de vuelta antes del anochecer.
Durante aquellos días habían desaparecido montones de americanos en Chumphon y Satun: les secuestraban para cobrar los rescates, les asesinaban para arrebatarles el dinero que llevaban encima o los reclutaban para hacer contrabando de heroína. Pero yo era demasiado joven para preocuparme.
Dejamos atrás el Phat Duc, la barraca en la que, en teoría, Hitch vendía aparejos de pesca (aunque en realidad mantenía un animado negocio de marihuana autóctona) y nos dirigimos hacía la nueva carretera de la costa. No había demasiado tráfico, sólo unos cuantos camiones de dieciocho ruedas de las piscifactorías C-Pro, algunos automóviles colectivos y songthaews decorados como carrozas de carnaval y algún autobús repleto de turistas. Hitch conducía con el vigor y la temeridad de un nativo, hecho que convirtió el trayecto en un verdadero ejercicio de control de vejiga. La corriente de aire húmedo era refrescante, sobre todo cuando empezamos a dirigirnos hacia el interior. El día era joven y estaba lleno de milagros.
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