Robert Wilson - Los cronolitos

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Scott Warden es un hombre perseguido por el pasado… y pronto también por el futuro. En la Tailandia de comienzos del siglo XXI es un vago en una comunidad costera de expatriados, cuando es testigo de un acontecimiento imposible: la aparición en el boscoso interior de un pilar de piedra de casi setenta metros. Su llegada colapsa los árboles en un cuarto de kilómetro alrededor de su base. Parece estar compuesto de una exótica forma de materia y la inscripción tallada muestra la conmemoración de una victoria militar… que tendrá lugar dentro de dieciséis años.
Poco después, un pilar aún mayor aparece en el centro de Bangkok. A lo largo de los siguientes años, la sociedad humana queda transformada por estos misteriosos visitantes, al parecer llegados desde el futuro reciente. ¿Quién es el guerrero “Kuin”, cuyas victorias celebran? Scott sólo quiere reconstruir su vida, pero un extraño bucle le arrastra sin cesar hacia el misterio central… y una fascinante batalla con el futuro.
Tensa, emotiva, rigurosa y emocionante, “Los Cronolitos” es una obra maestra de uno de los mejores autores de ciencia ficción de la actualidad.

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Un poco más allá de la costa, la región de Chumphon es bastante montañosa, así que en cuanto tomamos el desvío del interior tuvimos la carretera prácticamente para nosotros solos… hasta que una falange de la policía de fronteras nos adelantó, levantando una lluvia de gravilla. Eso significaba que realmente había sucedido algo. Poco después nos detuvimos en una gasolinera hawng nam para que Hitch se desahogara; mientras esperaba, conecté mi radio portátil y sintonicé una emisora inglesa de Bangkok; sonaron un montón de temas de los cuarenta principales americanos e ingleses, pero no hablaron en ningún momento de marcianos. En el mismo instante en que Hitch salió del lavabo, una brigada de soldados del Ejército Real Tailandés pasó por delante de nosotros, seguida por tres vehículos de transporte de tropas y un montón de automóviles destartalados; todos iban en la misma dirección por la que se había alejado la policía. Hitch me miró y yo le miré a él.

—Saca la cámara del maletero —dijo, en esta ocasión sin sonreír, mientras se secaba las manos en sus pantalones cortos.

Delante de nosotros, una brillante columna de niebla o humo se alzaba sobre las alborotadas colinas.

Lo que ignoraba era que mi hija Kaitlín, de cinco anos, había despertado de su siesta matinal con mucha fiebre y que Janice había pasado más de veinte minutos intentando localizarme antes de llevarla a la clínica benéfica.

El doctor era un canadiense que se había afincado en Chumphon en el año 2002 y había construido una clínica bastante moderna con los fondos donados por algún departamento de la Organización Mundial de la Salud. El doctor Dexter, tal y como le llamaba la gente de la playa, era un médico que diagnosticaba desde sífilis hasta parásitos intestinales. Cuando examinó a Kaitlin, mi hija tenía cuarenta grados y medio de fiebre y sólo permanecía lúcida a intervalos.

Janice, por supuesto, estaba desesperada. Se temía lo peor: la encefalitis japonesa sobre la que tanto habían hablado los periódicos de aquel año, o el dengue, que ya se había cobrado tantas víctimas en Myanmar. El doctor Dexter le diagnosticó una gripe común (puesto que desde marzo había estado apareciendo en Phuket y Ko Samui) y le recetó un montón de antibióticos.

Janice se quedó en la sala de espera de la clínica e intentó ponerse en contacto conmigo en diversas ocasiones, pero yo me había dejado el teléfono en una mochila, en la estantería de casa. Puede que también intentase llamar a Hitch, pero mi compañero no confiaba en las comunicaciones descodificadas. Siempre llevaba encima un localizador GPS y una brújula y consideraba que eso era más que suficiente para un tipo duro.

La primera vez que vi la columna a través del manto del bosque creí que se trataba del chedi de un Wat lejano; es decir, el tejado de uno de los muchos templos budistas que se diseminan por el Sudeste Asiático. En cualquier enciclopedia se puede encontrar la fotografía del Wat di’ Angkor. Lo reconocerás al instante cuando lo veas: tiene unas torres ck1 piedra que parecen extrañamente orgánicas, como si un troll gigantesco hubiera dejado sus huesos en la selva para que se fosilizaran.

Sin embargo, este chedi (pude verlo mejor a medida que avanzábamos por la sinuosa carretera que conducía a la cima de la colina), tenía una forma y un color extraños.

Cuando coronamos la cima, nos encontramos con un control de la Policía Real Tailandesa, además de varios vehículos de la patrulla de fronteras y diversos hombres armados que estaban desviando el tráfico. Cuatro de los soldados apuntaban con sus armas a un viejo songthaew Hyundai repleto de pollos que graznaban sin parar. Los policías de fronteras parecían muy jóvenes y muy hostiles; llevaban uniforme y gafas de aviador y sostenían sus rifles en un enérgico ángulo. Le dije a Hitch que no deseaba enfrentarme a ellos.

No sé si me oyó. Había centrado toda su atención en el monumento (de momento utilizaré esta palabra) que se alzaba en la distancia.

Ahora podíamos verlo con mayor claridad. Se sentaba a horcajadas sobre un bancal elevado de la colina y estaba parcialmente tapado por un aro de niebla. Al carecer de un punto de referencia, resultaba difícil calcular su tamaño, pero supongo que debía de medir unos noventa metros de altura.

Debido a nuestra ignorancia, podríamos haberlo confundido con una nave espacial o un arma, pero en cuanto lo vi con claridad supe que se trataba de una especie de monumento. Era como un Monumento a Washington truncado, de cristal azul ciclo, con las esquinas suavemente redondeadas. No tenía ni idea de quién lo había hecho ni cómo había podido llegar hasta allí en tan sólo una noche, pero a pesar de lo extraño que era, parecía haber sido erigido por humanos… y los hombres hacen este tipo de cosas con un sólo propósito: anunciarse, proclamar su presencia y mostrar su poder. Aunque el hecho de que se alzara en este lugar era desconcertante, resultaba imposible no advertir su solidez, su peso, su tamaño y su asombrosa incongruencia.

Entonces, la niebla empezó a levantarse y el monumento quedó oculto tras ella.

Dos hombres uniformados, con cara de pocos amigos, se acercaron a nosotros a grandes zancadas.

—Por lo que parece, dentro de nada tendremos a los gilipollas de los Estados Unidos y la ONU encima, además de un montón de capullos BPP —dijo Hitch. Dadas las circunstancias, su lenta y pausada forma de hablar del sudeste me pareció más lenta que nunca.

Supongo que tenía razón, puesto que un helicóptero camuflado pero obviamente militar ya estaba dando vueltas en círculo sobre la colina, creando una corriente de aire que agitaba la neblina del suelo. —Será mejor que regresemos —le dije. Después de sacar una fotografía, escondió la cámara. —No es necesario que lo hagamos. Hay un sendero de contrabando al otro lado de esa colina. Para acceder a él, tenemos que retroceder unos ochocientos metros. No hay mucha gente que lo conozca —sonrió de nuevo.

Supongo que le devolví la sonrisa. Las dudas me asaltaron al instante, pero conocía a Hitch y sabía que no iba a discuti r este tema. También sabía que no quería quedarme solo, sin vehículo, en este control de carretera, así que dimos media vuelta y la policía tailandesa se quedó observando con odio el tubo de escape de la moto.

Esto debió de suceder a las dos o las tres de la tarde, aproximadamente en el mismo momento en que empezó a salir un pus sangriento por el oído izquierdo de Kaitlin.

Recorrimos el sendero de contrabando hasta allí donde nos pudo llevar la Daimler; a continuación, la escondimos detrás de unos matorrales y recorrimos a pie unos cuatrocientos metros más.

El sendero era escabroso; estaba diseñado para un máximo encubrimiento pero no para una máxima comodidad. Hitch llevaba unas botas de excursionismo en el maletero de la Daimler, pero para sortear aquel abrupto terreno yo me las tuve que arreglar subiéndome al máximo los calcetines. Estaba preocupado por las serpientes y los insectos.

Si hubiéramos seguido avanzando por el sendero, sin duda alguna habríamos llegado a algún alijo escondido de drogas, a una fábrica clandestina o puede que incluso a la frontera birmana, pero aquellos veinte minutos de caminata nos dejaron tan cerca del monumento como nos atrevimos a llegar… tan cerca como pudimos llegar. Nos detuvimos a unos mil metros de distancia.

No éramos las primeras personas que lo veíamos tan de cerca puesto que, al fin y al cabo, acababan de cortar la carretera y aquel objeto llevaba por lo menos doce horas en este lugar (asumiendo que el sonido del “caza del ejército” de la pasada noche correspondiera al momento de su llegada).

Sin embargo, fuimos de los primeros.

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